13

La ocupación de Francia consternó a todo el mundo, y la ocupación del Château de la Meuze fue increíblemente dolorosa para Sarah. En pocos días, hubo soldados alemanes por todas partes. Los establos y cobertizos estaban repletos, con tres o cuatro por habitación, y ocuparon incluso las caballerizas. Debía de haber allí por lo menos doscientos hombres, a pesar de que ella y William lo habían acondicionado para alojar a cuarenta o cincuenta obreros como máximo. Las condiciones también eran duras para ellos. Pero se apoderaron de la granja, donde alojaron a más hombres, con lo que obligaron a la mujer del granjero que la cuidaba a dormir en un cobertizo. Era una mujer ya mayor, pero se las arreglaba bien. Su marido y sus dos hijos habían sido llamados a filas.

Tal y como había dicho el comandante, el château se transformó en un hospital para los heridos, una especie de casa de convalecencia, con salas acondicionadas al efecto, y algunas de las habitaciones más pequeñas reservadas para los oficiales de mayor graduación. El comandante vivía en el château, en una de aquellas pequeñas habitaciones. Sarah vio a algunas enfermeras, pero la mayoría parecían ser ordenanzas y enfermeros. Oyó decir que entre el personal había dos médicos, pero no los había visto.

Apenas intercambiaba palabra con ellos. Mantenía una actitud discreta, y permanecía en la casita, en compañía de Emanuelle y del pequeño. Se impacientaba por volver a su trabajo, y le preocupaba mucho el daño que pudieran ocasionar durante la ocupación. Pero ahora no podía hacer nada al respecto. Daba largos paseos con Emanuelle, y hablaba con la mujer del granjero cada vez que podía acercarse hasta la granja para asegurarse de que se encontraba bien. La mujer parecía sentirse animada y decía que se portaban de manera correcta con ella. Requisaban todo lo que era capaz de cultivar, pero no la habían tocado. Por el momento, los militares parecían comportarse. Pero era Emanuelle la que preocupaba a Sarah. Era una muchacha bonita y joven, acababa de cumplir los dieciocho años esa misma primavera y era peligroso para ella vivir tan cerca de los soldados. Sarah le dijo en más de una ocasión que regresara al hotel, junto a sus padres, pero Emanuelle siempre insistía que no quería dejarla sola. En cierto sentido, se habían hecho buenas amigas, a pesar de lo cual siempre existía un abismo de respeto entre ellas. Emanuelle se había tomado muy en serio la promesa que le había hecho a William de no abandonar nunca a la duquesa o a lord Phillip.

Un día que salió a pasear, un mes después de la aparición de los soldados, cuando regresaba a la casita desde la granja, vio a un grupo de soldados que gritaban y aullaban en un viejo camino de tierra, cerca de los establos. Se preguntó qué sucedería, pero sabía que no debía acercarse a ellos. Eran hombres potencialmente peligrosos y, a pesar de que como era americana era neutral, se sentía su enemiga, y ellos pertenecían a las fuerzas de ocupación. Les vio reírse de algo y se disponía ya a seguir su camino hacia la casita, cuando vio una cesta llena de bayas, volcada sobre un lado del camino. Era una de sus cestas, y las bayas eran las que Emanuelle solía recoger para Phillip, a quien le gustaban mucho. Entonces lo supo. Aquellos hombres eran como gatos con un ratoncillo, una diminuta presa a la que estaban torturando e insultando entre los arbustos. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia ellos, con su viejo vestido de un amarillo desvaído haciéndola parecer más alta bajo la brillante luz del sol. Llevaba el cabello recogido en una larga cola y, al aproximarse al grupo, se la echó hacia atrás, y entonces se quedó con la boca abierta ante lo que vio. Emanuelle estaba allí, de pie, con la blusa desgarrada, los pechos al descubierto, la falda rota y bajada sobre las caderas, mientras ellos se burlaban y gritaban. Dos hombres la sostenían por los brazos y otro jugueteaba con sus pezones al tiempo que la besaba.

– ¡Basta ya! -les gritó, encolerizada por lo que estaba haciendo aquel hombre.

Emanuelle era una joven, casi una niña, y Sarah sabía por las conversaciones mantenidas durante el último mes que todavía era virgen.

– ¡Deténganse ahora mismo! -les gritó.

Los hombres se rieron de ella. Agarró entonces el arma de uno de los hombres, que la empujó bruscamente hacia atrás, gritándole algo en alemán.

Sarah se acercó en seguida a donde estaba Emanuelle, que tenía el rostro surcado por las lágrimas, humillada, avergonzada y asustada. Tomó con las manos los jirones de la blusa de Emanuelle y trató de cubrirla con ellos y, al hacerlo, uno de los hombres agarró a Sarah y la atrajo hacia sí, asiéndola con firmeza por las nalgas. Trató de girarse hacia él, pero el soldado la mantuvo de espaldas a él, manoseándole los pechos con una mano, mientras que con la otra le apretaba dolorosamente su enorme vientre. Forcejeó para liberarse, mientras él se apretaba con lascivia contra ella, que notó cómo se excitaba y, por un momento, se preguntó si se atrevería a violarla. Su mirada se posó sobre la de Emanuelle, para tranquilizarla, aunque era evidente que la muchacha se sentía terriblemente asustada, ahora incluso más, por la duquesa. Uno de los hombres sujetó a Sarah por los brazos y otro le metió una mano entre las piernas. Emanuelle gritó, sólo de pensar en lo que estaba a punto de ocurrir y, en aquel momento, se oyó un disparo. Emanuelle saltó y Sarah aprovechó la confusión para liberarse del hombre que la sujetaba aunque otro, que la sujetaba por el vestido amarillo, se lo desgarró, dejando al descubierto sus largas piernas y el enorme vientre de embarazada. Pero acudió presta junto a Emanuelle y la alejó de aquellos hombres. Sólo entonces advirtió la presencia del comandante, que tenía los ojos encendidos, y gritaba una avalancha de furiosas órdenes en alemán. Todavía sostenía en alto el arma, y volvió a efectuar un disparo al aire para demostrar a los hombres lo muy en serio que hablaba. Luego, bajó el arma, apuntándoles directamente. Añadió algo más en alemán, antes de meterla en la funda y mandarles que se alejaran. Ordenó que cada uno de ellos fuera encerrado durante toda una semana en los calabozos habilitados en la parte posterior de los establos. En cuanto se hubieron marchado, se acercó presuroso a Emanuelle y Sarah. En sus ojos había una expresión de dolor, y habló atropelladamente en alemán a un ordenanza que estaba a su lado, y que reapareció en seguida con dos mantas. Sarah cubrió primero a Emanuelle y luego se envolvió en la otra. Reconoció que era una de las suyas, de las que se había olvidado cuando se trasladaron a la casita.

– Le prometo que esto no volverá a suceder. Esos hombres son unos cerdos. La mayoría de ellos se ha criado en el campo y no tiene ni idea de cómo comportarse. La próxima vez que vea a cualquiera de ellos haciendo algo semejante, lo mataré.

Estaba blanco de rabia, y Emanuelle aún temblaba. Sarah sólo experimentaba una fuerte sensación de furia ante lo ocurrido. Se volvió hacia él con la mirada encendida poco antes de llegar a la casita, donde estaba Henri en el jardín, jugando con el pequeño. Le habían advertido que no se acercara por allí por temor a que los soldados se lo llevaran, pero él había venido de todos modos para ver a su hermana, y ella le había pedido que se quedara con el niño mientras iba a recoger unas bayas. Sarah indicó a Emanuelle que entrara en la casita.

– ¿Se da usted cuenta de lo que podrían haber hecho? -le espetó al comandante, mirándole a la cara-. Podrían haberme hecho abortar -le gritó.

La mirada del hombre no se inmutó.

– Me doy perfecta cuenta, y le pido mis más sinceras disculpas.

Parecía lamentarlo, pero su actitud amable no hizo nada por tranquilizar la rabia que sentía Sarah. Por lo que a ella se refería, aquellos hombres no deberían haber estado allí.

– ¡Emanuelle no es más que una muchacha! ¿Cómo se han atrevido a hacerle una cosa así?

De repente, le temblaba todo el cuerpo, de los pies a la cabeza y hubiera deseado golpearle con los puños, aunque tuvo el buen sentido de no intentarlo.

El comandante lamentaba lo ocurrido a Emanuelle, pero todavía parecía más alterado por lo que casi le habían hecho a Sarah.

– Le pido mil disculpas, Su Gracia, desde el fondo de mi corazón. Soy plenamente consciente de lo que podría haber ocurrido. -Ella tenía razón. Sus hombres podrían haberla hecho abortar-. Vigilaremos más de cerca a los soldados. Le doy mi palabra de oficial y caballero. Le aseguro que esto no volverá a suceder.

– Procure que sea así -le espetó.

Y, dándose media vuelta, entró en la casita, y, de algún modo, parecía hermosa y regia, a pesar de ir envuelta en la manta. El oficial se la quedó mirando. Era una mujer extraordinaria y más de una vez se había preguntado cómo se había convertido en la duquesa de Whitfield. Descubrió fotografías suyas en la biblioteca, convertida ahora en su habitación. En algunas de ellas estaban los dos, ofreciendo un aspecto notablemente apuesto y feliz. Los envidiaba. Él se había divorciado antes de la guerra y apenas si veía a sus hijos. Eran dos chicos, de siete y doce años, y su esposa se había vuelto a casar y ahora vivía en Renania. Sabía que su esposo había muerto en Poznan, durante los primeros días de la guerra, pero no la había vuelto a ver y la verdad era que tampoco lo deseaba. El divorcio había sido extremadamente doloroso para él. Se casaron muy jóvenes y siempre habían sido personas muy diferentes. Tardó dos años en recuperarse de aquel golpe; entonces, estalló la guerra y ahora tenía mucho que hacer. Le agradó mucho que lo hubieran destinado a Francia. Siempre le había gustado este país. Cursó un año en la Sorbona y luego terminó sus estudios en Oxford. Y durante todo ese tiempo, en todos sus viajes y sus casi cuarenta años de vida, nunca había conocido a nadie como Sarah. Era una mujer tan hermosa, tan fuerte y decente. Desearía haberla conocido en otras circunstancias. Quizás entonces las cosas podrían haber sido diferentes.

La administración del hospital le mantenía muy ocupado, pero por las noches le gustaba salir a dar largos paseos. Empezaba a conocer bien la finca, incluso en los lugares más alejados, y una noche, cuando regresaba en la oscuridad de dar un paseo por el riachuelo que había descubierto en el bosque, la vio. Caminaba despacio, sumida en sus propios pensamientos, con cierta dificultad a causa de su embarazo. No quería asustarla, pero pensó que debía decirle algo para evitar que su inesperada presencia la sorprendiera. Entonces, ella se giró como si hubiera percibido que había alguien cerca. Se detuvo y lo miró, no muy segura de saber si su presencia constituía una amenaza o no, ante lo que él se apresuró a tranquilizarla.

– ¿Puedo ayudarla en algo, Su Gracia?

Había saltado valerosamente sobre troncos y pequeños muros de piedra, y podría haberse caído con facilidad, pero ella conocía bien el terreno. Había venido muchas veces a este mismo lugar, acompañada por William.

– Estoy bien -dijo con voz serena, muy en su actitud de duquesa.

Y, sin embargo, parecía tan joven y encantadora. No daba la impresión de sentirse tan enojada como solía cada vez que la veía. Todavía estaba un poco alterada por lo que le había ocurrido a Emanuelle la semana anterior, pero había oído comentar que aquellos hombres recibieron su merecido castigo, y quedó impresionada por su sentido de la justicia.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó él, caminando a su lado.

Estaba muy bonita, con un vestido blanco bordado por los lugareños.

– Estoy muy bien -contestó, mirándole como si le viera por primera vez.

Era un hombre apuesto, alto, rubio, con el rostro curtido. Pensó que debía de tener unos años más que William. Deseaba que no estuviera allí, pero debía admitir que siempre se había comportado con ella con una extremada amabilidad y que en dos ocasiones su presencia había sido muy útil.

– Debe usted cansarse con mucha facilidad ahora -comentó en voz baja.

Ella se encogió de hombros, con una expresión de tristeza, pensando en William.

– A veces.

Se volvió a mirar a Joachim. De un tiempo a esta parte obtenía muy poca información sobre el curso de la guerra, y no había recibido noticias de William desde la ocupación. No había ningún medio de que pudiera recibir sus cartas. Y sabía que él debía estar desquiciado, ansioso por recibir noticias suyas y de Phillip.

– Su esposo se llama William, ¿verdad? -preguntó él. Ella le miró, preguntándose a qué venía aquello, pero se limitó a asentir con un gesto-. Es más joven que yo, pero creo que me encontré con él en una ocasión, cuando estuve en Oxford. Tengo entendido que él estudió en Cambridge.

– En efecto -afirmó ella, vacilante. Resultaba extraño que los dos hombres se hubieran encontrado. A veces, la vida tenía cosas extrañas-. ¿Por qué fue usted a Oxford?

– Siempre quise hacerlo. Por aquel entonces me gustaba mucho todo lo inglés. -Hubiera querido decirle que todavía le sucedía lo mismo, pero no pudo-. Fue una oportunidad única y disfruté mucho con ella.

– Creo que eso es lo mismo que siente William con respecto a Cambridge – dijo Sarah sonriendo maliciosamente.

– Él pertenecía al equipo de fútbol, y en una ocasión me tocó jugar contra él. -Sonrió y añadió-: Me venció.

Sarah hubiera querido ponerse a gritar de alegría, pero se limitó a sonreír, preguntándose de pronto quién era este hombre. En cualquier otra situación, sabría que le habría agradado.

– Desearía que no estuviera usted aquí -le dijo con franqueza, ante lo que él se echó a reír.

– Yo también, Su Gracia, yo también. Pero es mucho mejor estar aquí que en el campo de batalla. Creo que en Berlín ya están enterados de que soy mucho mejor reparando hombres que destruyéndolos. Fue un verdadero regalo que me destinaran aquí. -Eso hablaba en su favor, a pesar de lo cual ella seguía deseando que no hubiera venido. Entonces, él la miró con curiosidad-. ¿Dónde está su marido?

Sarah no sabía si decírselo. Si le informaba que William estaba en el servicio de Inteligencia, todos ellos podían correr un gran peligro.

– Ha sido destinado a la RAF.

– ¿Vuela? -preguntó el comandante, sorprendido.

– En realidad, no -contestó vagamente.

– La mayoría de los pilotos son bastante más jóvenes. -Tenía razón, desde luego, pero ella sólo asintió con un gesto-. La guerra es algo terrible. Nadie gana. Todo el mundo pierde.

– Su Führer no parece pensarlo así.

Joachim permaneció en silencio durante un largo rato, y luego contestó, pero hubo en su voz algo que llamó la atención de Sarah, algo que le indicaba que él odiaba esta guerra tanto como ella.

– Tiene razón. Quizá con el tiempo recupere el buen sentido -dijo valerosamente-, antes de que se pierdan demasiadas cosas y haya muchos más muertos. -Y entonces la conmovió con lo que dijo a continuación-: Confío en que su esposo esté a salvo.

– Yo también -susurró al tiempo que llegaban ante la casita-. Yo también -repitió.

Él se inclinó con un respetuoso saludo y ella entró en la casa, extrañada ante aquella confesión tan interesante. Un alemán que odiaba la guerra y que, sin embargo, era el comandante de las fuerzas alemanas en la región del valle del Loira. Pero al poco de entrar ya pensaba en su esposo, y se olvidó por completo de Joachim.

Volvió a encontrárselo pocos días después, en el mismo lugar, y a partir de entonces se fueron viendo de vez en cuando, como si ambos esperaran encontrarse allí. A ella le gustaba pasear por el bosque al morir el día, junto a la orilla del río, pensando, remojándose los pies en el agua fría. A veces se le hinchaban los tobillos y en aquel paraje se estaba muy tranquilo. Sólo se oían el canto de los pájaros y los ruidos del bosque.

– Hola -dijo él tranquilamente después de haberla seguido hasta allí, sin que ella se diera cuenta de que ahora la vigilaba desde su ventana, y la veía salir-. Hace calor hoy, ¿verdad? – Deseaba haberle podido ofrecer una bebida fría, o acariciar el largo y sedoso cabello, o incluso una mejilla. Ella empezaba a aparecer en sus sueños por la noche, y sus pensamientos durante el día. Incluso guardaba una de sus fotografías en la mesa de despacho, donde pudiera contemplarla cada vez que lo deseara-. ¿Cómo se encuentra?

Sarah le sonrió; todavía no se comportaban como amigos, pero sí de una forma neutral, y eso ya era algo. Además, representaba alguien con quien hablar, aparte de Emanuelle, Henri y Phillip. Echaba mucho de menos las conversaciones con William, prolongadas e inteligentes. En realidad, lo echaba todo de menos. Pero este hombre, al menos, con su educación y la amabilidad de su mirada, representaba para ella alguien con quien hablar. Sin embargo, jamás olvidaba quién era y por qué estaba allí. Ella era la duquesa y él el comandante. Pero hablar con él le producía cierto sosiego, aunque sólo fuera por unos pocos momentos.

– Me siento gorda -admitió con una ligera sonrisa-. Enorme. -Y entonces se volvió a mirarlo con curiosidad, percatándose de que no sabía nada sobre él-. ¿Tiene usted hijos?

Hizo un gesto afirmativo, y se sentó sobre una piedra grande, cerca de ella. Antes de hablar, removió el agua fría con una mano.

– Dos hijos, Hans y Andi…, Andreas -contestó con expresión entristecida.

– ¿Qué edades tienen?

– Siete y doce años. Viven con su madre. Estamos divorciados.

– Lo siento -dijo de veras.

Los niños eran algo aparte de la guerra. Fuera cual fuese su nacionalidad, nadie podía odiarlos.

– El divorcio es algo terrible -añadió él.

– Lo sé -asintió Sarah.

– ¿Lo sabe? -preguntó levantando una ceja, y deseó preguntarle cómo podía saberlo, pero no se atrevió. Era evidente que ella no podía saberlo. Parecía muy feliz con su esposo-. Apenas si he visto a mis hijos desde que ella se marchó. Volvió a casarse, y entonces estalló la guerra. En el mejor de los casos, todo es muy difícil.

– Volverá a verlos cuando termine la guerra.

Él asintió, preguntándose cuándo sería eso, cuándo les permitiría el Führer regresar a sus casas, y si su ex esposa le permitiría ver a sus hijos, o si le diría que ya había transcurrido mucho tiempo y que no deseaban verle. Empleó muchas triquiñuelas con él, y todavía se sentía dolido y enojado por ello.

– ¿Y su bebé? -preguntó para cambiar de tema-. Dijo que lo tendría en agosto. Debe de faltar muy poco. -Se preguntó lo extraño que le parecería a todo el mundo si le permitía tenerlo allí, en el château, con la ayuda de sus médicos, y si eso no levantaría murmuraciones. Quizá fuera más fácil enviar a uno de los médicos a su casa-. ¿Le resultó fácil con su primer hijo?

Le parecía muy extraño hablar de ese tema con él y, sin embargo, allí estaban, en medio del bosque, a solas, como apresador y prisionera. ¿Le importaba lo que pudiera decirle? ¿Quién se enteraría si se lo dijera? De hecho, ¿quién se enteraría si se convertían en amigos, siempre y cuando no hicieran daño a nadie y nada saliera perjudicado?

– No, no fue nada fácil -admitió-. Phillip pesó cinco kilos al nacer. Fue bastante duro. Mi esposo nos salvó a los dos.

– ¿No había ningún médico? -preguntó sorprendido.

Estaba convencido de que la duquesa habría tenido a su hijo en alguna clínica privada de París, pero su respuesta le sorprendió aún más.

– Quería tenerlo aquí. Nació el mismo día que se declaró la guerra. El médico de la localidad se había marchado a Varsovia, y no había nadie más. Sólo William…, mi marido. Creo que él se asustó más que yo. A partir de un cierto momento, ya no supe lo que ocurría. Pareció tardar mucho tiempo y… -Le ahorró los detalles y le sonrió tímidamente-. Pero no importa, es un niño encantador.

Se sintió conmovido por sus palabras, por la inocencia y la franqueza y también por su belleza.

– ¿No tiene miedo esta vez?

Sarah dudó antes de contestar. Por algún motivo, no quería mentirle, aunque sin saber por qué. Pero sabía que le agradaba, a pesar de quién era, de dónde se había instalado y de cómo se habían conocido. Sólo había sido amable y decente con ella, y había intervenido en dos ocasiones para protegerla.

– Un poco -admitió-, pero no mucho.

Confiaba en que esta vez todo fuera más rápido, y el bebé más pequeño.

– Las mujeres me han parecido siempre tan valientes. Mi esposa tuvo a nuestros dos hijos en casa. Fue algo hermoso, aunque, en su caso, le resultó relativamente fácil.

– Fue afortunada -dijo Sarah sonriendo.

– Quizá podamos ayudarla esta vez con algo de nuestra experiencia alemana -dijo riendo, mientras ella se ponía seria.

– La última vez quisieron hacerme una cesárea, pero yo no quise.

– ¿Por qué no?

– Porque quería tener más hijos.

– Algo admirable por su parte. Y valeroso. Como acabo de decirle, las mujeres son muy valientes. Si los hombres tuviéramos que tener los hijos, creo que no habría niños.

Ella se echó a reír ante el comentario. Luego hablaron de Inglaterra, y él preguntó por Whitfield. Sarah se mostró intencionadamente ambigua. No quería comunicarle ningún secreto, pero lo que a él le interesaba era el espíritu, las historias, la tradición. Realmente, parecía gustarle mucho todo lo relacionado con Inglaterra.

– Tendría que haber vuelto -dijo ella con tristeza-. William me lo pidió, pero a mí me pareció que estaría más segura aquí. Jamás se me ocurrió pensar que Francia pudiera rendirse a los alemanes.

– Nadie se lo imaginó. Creo que incluso a nosotros nos sorprendió la rapidez con que se produjo -confesó, y entonces añadió algo que sabía no debía decir. Pero confió en ella y, además, no había forma de que pudiera traicionarle-. Creo que hizo lo correcto al quedarse aquí. Usted y sus hijos estarán más seguros.

– ¿Más que en Whitfield? -preguntó ella sorprendida, mirándole con una expresión de extrañeza, preguntándose qué habría querido decir.

– No necesariamente más que en Whitfield, pero sí en Inglaterra. Tarde o temprano la Luftwaffe dirigirá toda su fuerza sobre Gran Bretaña. Cuando eso suceda, será mejor que usted esté aquí.

Sarah se preguntó si no tendría razón. Más tarde, mientras caminaban de regreso hacia la casita, se le ocurrió pensar que quizás él le había dicho algo que no debía. Supuso que los británicos estarían enterados de los planes de la Luftwaffe y que quizá tenía razón: allí estaría más segura. Pero, en cualquier caso, lo cierto era que ahora ya no tenía otra opción. Era su prisionera.

No volvió a verle durante varios días, hasta que, a finales de julio, volvió a encontrárselo en el bosque. Parecía inquieto y cansado, pero la saludó alegremente cuando ella le agradeció los alimentos que habían empezado a aparecer delante de su puerta. Al principio, fueron bayas para el niño; luego, una cesta de frutas, y finalmente hogazas de pan de las que preparaban sus panaderos en el château, y cuidadosamente envuelto en papel de periódico, bien oculto a las miradas indiscretas, un kilo de café.

– Muchas gracias -le dijo con cautela-. No tiene por qué hacerlo.

Él no les debía nada. Simplemente, pertenecía a las fuerzas de ocupación.

– No quiero comer mientras ustedes pasan hambre. -Su cocinero había preparado una maravillosa tarta Sacher la noche anterior, y tenía la intención de enviarle lo que quedaba de ella, pero no se lo dijo mientras caminaban sin prisa hacia la casa del guarda. Ella parecía caminar más despacio, y observó que había engordado mucho durante la última semana-. ¿Necesita alguna cosa, Su Gracia?

Se volvió hacia él, sonriente. Siempre se dirigía a ella llamándola por su título.

– ¿Sabe? Creo que podría llamarme Sarah.

Él ya conocía su nombre. Lo había visto al requisar su pasaporte. Y también sabía que estaba a punto de cumplir los veinticuatro años dentro de pocas semanas. Conocía los nombres de sus padres, y sus direcciones en Nueva York, así como lo que ella sentía respecto de algunas cosas, pero, en realidad, no la conocía como persona. Su curiosidad por ella no tenía límites. Pensaba en ella mucho más de lo que hubiera estado dispuesto a admitir. Pero Sarah no imaginaba nada de esto mientras caminaba a su lado. Sólo veía que era un hombre atento, dispuesto a ayudarla en todo lo que pudiera y le permitiera el cargo que desempeñaba allí.

– Muy bien, Sarah -dijo despacio, como si se le hubiera concedido un gran honor. Ella le miró, sonriéndole y observando que era un hombre muy atractivo. Su expresión solía ser tan seria que nadie se daba cuenta de ello. Pero ahora, al aproximarse a un claro soleado del bosque, pareció varios años más joven-. Tú serás Sarah y yo seré Joachim, pero sólo cuando nos encontremos a solas. -Ambos comprendieron por qué, y ella estuvo conforme. Volviéndose a mirarla de nuevo, preguntó-: ¿Hay algo que necesites de mí?

Parecía sincero, pero, de todos modos, ella negó con un gesto de la cabeza. No quería aceptar nada de él, excepto la comida que le dejaba para Phillip. Pero la pregunta la conmovió y sonrió.

– Podrías darme un billete de vuelta a casa -bromeó-. ¿Qué te parece eso? Directo hasta Nueva York, o quizás a Inglaterra.

Era la primera vez que bromeaba con alguien desde que habían llegado los militares, y él se echó a reír.

– Desearía poder hacerlo -dijo, y poniéndose serio, añadió-: Supongo que tus padres deben de estar muy preocupados por ti. Y también tu esposo.

Él mismo se habría sentido muy inquieto si Sarah hubiera sido su esposa. Al fin y al cabo, estaba tras las líneas enemigas, aunque ella parecía tomárselo con mucha calma. Sarah se encogió con un gesto filosófico, y él anheló alargar una mano hacia ella y tocarla, pero sabía que eso tampoco lo podía hacer.

– Estarás a salvo a poco que yo pueda hacer para lograrlo -le aseguró.

– Gracias.

Volvió a sonreírle y entonces tropezó con la raíz de un árbol que se cruzó en su camino. Estuvo a punto de caer, pero Joachim se apresuró a extender un brazo y la sujetó. La sostuvo entre sus poderosas manos. Luego, recuperado el equilibrio, ella le dio las gracias. Por un instante, él había notado su calor, la suavidad de su piel de marfil, y el cabello moreno le rozó el rostro como la misma seda. Olía a jabón y al perfume que tanto le gustaba a su esposo. Todo en ella hacía que Joachim se sintiera como si estuviera a punto de derretirse al estar en su compañía, y le producía una creciente angustia no poder decírselo así.

La acompañó hasta la casita, la dejó junto a la puerta, y regresó al trabajo que le esperaba en su despacho durante el resto de la tarde.

No volvió a verle durante toda una semana. Tuvo que ir a París para entrevistarse con el embajador, Otto Abetz, y disponer el transporte de suministros médicos. Cuando volvió, estuvo tan ocupado que no dispuso de tiempo para dar paseos al aire libre, ni para las distracciones. Cuatro días después hubo una terrible explosión en un depósito de suministros en Blois. Trajeron a más de cien heridos y el personal de que disponían resultó insuficiente. Había hombres heridos por todas partes, y los dos médicos pasaban de un caso crítico a otro. Instalaron un pequeño quirófano de campaña en el comedor, pero algunos de los heridos estaban tan quemados que ya nadie podía hacer nada por ellos. Algunos habían perdido las extremidades, y otros mostraban los rostros desgarrados. Fue una horrible carnicería. Joachim y su equipo revisaban las salas atestadas y los médicos acudían a él para pedirle más ayuda. Hubiera querido traer a las gentes del lugar para que le ayudaran.

– Por aquí tiene que haber alguien con conocimientos médicos – insistió uno de los cirujanos. Pero el hospital local estaba cerrado y todos los médicos y enfermeras se habían marchado meses antes a los hospitales militares, o habían huido poco antes de la ocupación. Sólo quedaba la gente de las granjas, la mayoría de las cuales eran mujeres demasiado ignorantes para servirles de ninguna ayuda-. ¿Qué me dice de la châtelaine? ¿Estaría ella dispuesta a ayudar?

Se refería, desde luego, a Sarah, y Joachim pensó que quizá lo haría si él se lo pedía. Era muy humana, pero también estaba en un avanzado estado de gestación, y esto no sería nada bueno para ella. Además, Joachim se mostraba muy protector con ella.

– No estoy seguro. Espera dar a luz en cualquier momento.

– Dígale que venga. La necesitamos de todos modos. ¿Tiene criada?

– Hay una campesina que vive con ella.

– Pues que vengan las dos -le ordenó el médico con sequedad, a pesar de que Joachim tenía una graduación superior.

Minutos más tarde, Joachim envió a un puñado de hombres para que recorrieran los campos y hablaran con las mujeres de las granjas, para ver si había alguien que pudiera acudir a ayudarles, o para ordenárselo si había necesidad. Después, subió a un coche y se dirigió a la casa del guarda. Llamó con firmeza a la puerta, las luces se encendieron y poco después Sarah abrió la puerta, con expresión muy severa, envuelta en su batín. Había oído el ruido de las ambulancias y los camiones al pasar durante toda la noche, sin saber qué sucedía. Y ahora, temía que fueran soldados que querían divertirse con ellas. Pero al ver a Joachim abrió la puerta un poco más y la expresión de su rostro se suavizó un tanto.

– Siento mucho molestarte -fue lo primero que dijo él. Aunque llevaba puesta la camisa, se había quitado la corbata, tenía el cabello alborotado, una expresión de cansancio en el rostro y se había dejado la chaqueta en el despacho-. Necesitamos tu ayuda, Sarah, y te ruego que vengas. Ha habido una explosión en un depósito de municiones, y tenemos un número muy elevado de heridos. No podemos con todo. ¿Puedes ayudarnos?

Ella sólo vaciló un instante, lo miró a los ojos y luego asintió. Él le preguntó si podía llevar consigo a Emanuelle, pero cuando subió a pedírselo, la muchacha insistió en que quería quedarse allí, con el niño. Cinco minutos más tarde, ya vestida, Sarah bajó y se encontró con Joachim.

– ¿Dónde está la muchacha?

– No se encuentra bien -mintió ella-. Y, de todos modos, la necesito aquí para cuidar de mi hijo.

No le hizo más preguntas y ella le siguió al coche, vestida con un viejo y raído vestido azul y unos zapatos planos, con el cabello recogido en una cola. Se había lavado las manos, la cara y los brazos con agua y jabón, y se había colocado un pañuelo limpio y blanco, lo que la hacía parecer más joven.

– Gracias por venir -le dijo él, mientras conducía, con una mirada de gratitud en los ojos y un nuevo motivo de admiración por ella-. Sabes que no tenías por que hacerlo.

– Lo sé. Pero unos muchachos que se mueren sólo son eso, tanto si son ingleses como alemanes.

Eso era lo que parecía sentir por la guerra. Odiaba a los alemanes por lo que hacían, pero no podía odiar a sus heridos, o a Joachim, que siempre se había portado muy decentemente con ella. Eso no significaba que sintiera simpatía alguna por su causa, sino sólo por aquellos cuya necesidad fuera mayor que la suya. Asintió con un gesto y poco después él la ayudó a bajar del coche y entró apresuradamente, dispuesta a ayudar a los heridos.

Aquella noche, trabajó durante horas en la sala de operaciones, sosteniendo botellas de plasma y toallas empapadas en anestésico. Entregó los instrumentos cuando se los pedían, y ayudó a los dos médicos. Trabajó sin descanso hasta el amanecer, y luego le pidieron que subiera al primer piso con ellos y entonces, por primera vez, al entrar en su propio dormitorio, lleno de hombres heridos, de pronto se dio cuenta de dónde estaba y de lo extraño que le resultaba encontrarse allí. Había jergones y colchones extendidos sobre el suelo, y por lo menos cuarenta hombres heridos yacían los unos junto a los otros, hombro con hombro, mientras los enfermeros apenas si lograban pasar por encima de ellos para llegar hasta el siguiente.

Hizo todo lo que pudo; colocó vendas, limpió heridas, y cuando volvió a bajar a lo que antes había sido su cocina, ya era pleno día. Encontró allí media docena de ordenanzas, que estaban comiendo, así como unos soldados y dos mujeres. Todos se volvieron a mirarla cuando entró y hablaron entre sí, en alemán. Tenía el vestido, las manos y hasta la cara manchada de sangre, y el cabello le caía en mechones sobre el rostro, pero ella no parecía darse cuenta. Entonces, uno de los ordenanzas le dijo algo. No lo entendió, pero no pudo dejar de notar el tono de respeto que empleó el hombre para, por lo que intuyó, agradecerle lo que había hecho. Ella asintió con un gesto y les sonrió cuando le sirvieron una taza de café. Una de las mujeres señaló su abultado vientre y pareció preguntarle si se encontraba bien a lo que ella asintió de nuevo, tomando asiento, agradecida, con la taza de café humeante entre las manos. Y sólo entonces empezó a sentir su propio agotamiento. No había pensado en sí misma o en su embarazo desde hacía horas.

Joachim apareció un instante después y le pidió que le acompañara a su despacho. Ella le siguió por el vestíbulo y al entrar en la estancia, se sintió incómoda en ella. Incluso la mesa de despacho y las cortinas eran las mismas. Ésta era la habitación favorita de William, y lo único que había cambiado en ella era el hombre que la ocupaba.

Joachim la invitó a tomar asiento en el sillón que ella conocía bien, y tuvo que controlarse para no enroscar las piernas sobre el asiento, como solía hacer cuando mantenía largas conversaciones con su esposo. En lugar de eso, permaneció educadamente sentada en el borde del asiento, tomando el café a pequeños sorbos, diciéndose a sí misma que ahora era una extraña en esta habitación.

– Gracias por lo que has hecho esta noche. Llegué a temer que no pudieras resistirlo. -La miró con expresión preocupada. La había visto con frecuencia durante la noche, trabajando incansablemente para salvar la vida de alguien, o cerrando con lágrimas los ojos de un joven que la había perdido-. Tienes que estar agotada.

– Sí, estoy cansada – admitió sonriendo, con una mirada triste.

Habían perdido a muchos jóvenes. ¿Y para qué? Había acunado a uno de ellos como si fuera un niño, que se había agarrado a ella como solía hacerlo Phillip, pero este muchacho había muerto en sus brazos, a causa de una herida en el estómago. No pudo hacer nada para salvarlo.

– Gracias, Sarah. Te llevaré a casa ahora. Creo que lo peor ya ha pasado.

– ¿De veras? -replicó ella con una mirada de sorpresa, con un tono tan incisivo que lo asustó-. ¿Ha terminado la guerra?

– Quiero decir, por ahora -se corrigió él con serenidad. Sus puntos de vista no eran muy diferentes, aunque él no pudiera permitirse el expresarlos abiertamente.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó ella dejando la taza de café sobre la mesa de despacho de William, dándose cuenta de que también estaban utilizando su vajilla de porcelana-. Todo esto volverá a suceder en cualquier otra parte, hoy mismo, mañana o dentro de una semana, ¿no te parece?

Había lágrimas en sus ojos. No podía olvidar a los soldados muertos, aunque fueran alemanes.

– Así es -asintió él con un tono de tristeza-, hasta que todo esto haya terminado.

– No tiene ningún sentido -dijo ella dirigiéndose hacia la ventana para contemplar desde allí el panorama que le era tan familiar.

Todo parecía tan engañosamente tranquilo… Joachim se le acercó en silencio hasta que estuvo muy cerca de ella.

– No tiene ningún sentido, es estúpido…, un error, pero en estos momentos ni tú ni yo podemos hacer nada para cambiarlo. Tú vas a traer una nueva vida al mundo. Nosotros traemos muerte y destrucción. Es una terrible paradoja, Sarah, pero yo intento que no sea así.

No supo por qué, pero en ese momento sintió pena por él. Era un hombre que no creía en lo que estaba haciendo. William, al menos, tenía el consuelo de saber que hacía lo correcto, pero Joachim no. Al volverse hacia él, hubiera querido cogerle de la mano y decirle que todo se arreglaría, que algún día sería perdonado.

– Lo siento -dijo ella con suavidad, y pasó junto a él, dirigiéndose hacia la puerta-. Ha sido una noche muy larga. No debería haber dicho eso. Tú no tienes la culpa de nada.

Se quedó allí de pie y lo miró durante un largo rato, mientras él anhelaba volver a estar a su lado, conmovido por lo que había dicho.

– Eso, a veces, no sirve de gran consuelo -dijo él en voz queda, sin dejar de mirarla.

Parecía estar tan cansada ahora, y tan necesitada de descanso… Corría el peligro de que el niño llegara demasiado pronto. Todavía se sentía culpable por haberle pedido que les ayudara, pero ella había realizado un espléndido trabajo y los médicos también se sentían agradecidos por ello.

La acompañó a su casa, donde Emanuelle acababa de bajar a la planta baja, con Phillip. Miró a Sarah en el momento en que Joachim se marchaba y al ver su aspecto fatigado también ella se sintió culpable por no haber acudido a ayudarla.

– Lo siento -se disculpó cuando Sarah se dejó caer pesadamente sobre un sillón-. Simplemente, no pude hacerlo… Son alemanes.

– Lo comprendo -dijo Sarah.

Se preguntó por qué eso no le había importado. Eran apenas unos muchachos, y unos cuantos hombres…, personas. Pero lo comprendió mejor cuando Henri apareció por allí un rato más tarde. Miró a su hermana y algo que Sarah no pudo comprender se cruzó entre los dos hermanos. El chico asintió con un gesto y entonces le vio la mano, envuelta en un vendaje y se extrañó por ello.

– ¿Qué te ha pasado en la mano, Henri? -le preguntó tranquilamente.

– Nada, madame. Me hice daño ayudando a mi padre a serrar unas maderas.

– ¿Y por qué estabas serrando madera? -quiso saber.

Hacía demasiado calor para cortar leña para el fuego, pero el chico ya parecía haber pensado en eso.

– Oh, hacíamos una caseta para el perro -explicó.

Sarah, sin embargo, sabía que no tenían perro, y entonces lo comprendió todo con claridad. La explosión ocurrida en el depósito de municiones no había sido ningún accidente y adivinó que, por alguna razón que no quería saber, Henri había estado allí.

Aquella noche, cuando se preparaban para acostarse, se quedó mirando a Emanuelle cuando las dos estaban en la cocina.

– No tienes que decirme nada…, pero quiero que le digas a Henri que tenga mucho cuidado. Sólo es un niño. Pero si lo cogen, lo matarán.

– Lo sé, madame -dijo Emanuelle con una expresión de terror en los ojos por su hermano pequeño-. Ya se lo he dicho. Mis padres no saben nada. Hay un grupo en Romorantin…

Pero Sarah se apresuró a interrumpirla.

– No me lo cuentes, Emanuelle. No quiero saberlo. No deseo poner en peligro a nadie por accidente. Sólo dile que tenga cuidado.

Emanuelle asintió y ambas se dirigieron a sus respectivas habitaciones, pero Sarah permaneció despierta durante largo rato, pensando en el muchacho y en la carnicería que había provocado…, en todos aquellos jóvenes que habían perdido sus piernas, en los rostros quemados y en las vidas que habían acabado con tanta rapidez. Y en el pequeño Henri con la mano quemada. Se preguntó si comprendía lo que él y sus amigos habían hecho, o si se sentiría orgulloso por ello. Oficialmente, lo que había hecho se consideraba patriótico, pero Sarah pensaba de otra forma. Para ella era un asesinato, independientemente del lado en que se estuviera. Sin embargo, mientras permanecía despierta en la cama, sólo confió en que los alemanes no descubrieran a Henri ni le hicieran ningún daño.

Joachim tenía razón. Era una guerra muy fea. Y una época terrible. Mientras pensaba en todo ello, su mano se deslizó sobre el vientre abultado y el bebé le dio una patada. Eso le recordó que todavía quedaba esperanza en el mundo, en la vida, y en algo decente que esperar en el futuro, y en alguna parte, allá fuera, estaba William.


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