El Queen Mary permanecía fondeado en el muelle, engalanado y altivo, en el embarcadero 90 del río Hudson. Por todas partes se respiraba un ambiente festivo. Mientras acababan de transportar unos enormes y elegantes baúles a bordo, se entregaban numerosos ramos de flores y el champaña corría por los camarotes de primera clase. En medio de toda esa algazara llegaron los Thompson, con el equipaje de mano, puesto que las maletas grandes ya las habían enviado a bordo con anterioridad. Victoria Thompson lucía un precioso vestido blanco de Claire McCardell. Lo complementaba con un ancho sombrero de paja, que armonizaba a la perfección con la indumentaria. Al subir por la escalerilla daba la impresión de ser feliz, incluso más joven. Todos se sentían emocionados con el viaje. Hacía varios años que no viajaban a Europa, y estaban ansiosos por volver a ver a los antiguos amigos que conservaban en el sur de Francia y en Inglaterra.
Al principio, Sarah se había negado en redondo a acompañar a sus padres en el dichoso viaje, del que no quería ni oír hablar, pero a última hora Jane consiguió persuadirla. Había provocado una dura discusión con ella en la que llamó a las cosas por su nombre, acusó a su hermana pequeña de cobarde, y le dijo que no era el divorcio lo que arruinaba la vida de sus padres, sino su persistente rechazo a retornar a la vida, y que todos ellos comenzaban a hartarse de su actitud, así que ya podía ir haciendo de tripas corazón, y pronto. Mientras Sarah oía a su hermana gritar no entendía los motivos reales de su enfado, pero sus palabras le hicieron acumular tal sentimiento de furia que su actitud cambió radicalmente.
– ¡Muy bien! -Le gritó a Jane, tentada de lanzarle un vaso que tenía en las manos-. ¡Iré a ese maldito viaje si crees que es tan importante para ellos! Pero yo soy la única dueña de mi vida y, cuando hayamos regresado, me iré a vivir a Long Island para siempre, y no me molestaréis con más tonterías. ¡Se trata de mi vida, y la viviré como a mí me dé la gana! -Los negros cabellos le ondearon al mover bruscamente la cabeza, mientras clavaba una mirada de enfado en su hermana mayor-. ¿Con qué derecho decidís vosotros lo que es bueno o malo para mí? – añadió, abrumada por la rabia-. ¿Qué sabéis vosotros de mi vida?
– Lo único que sé es que la estás echando a perder -respondió Jane sin inmutarse-. Todo el año pasado te mantuviste encerrada aquí como si tuvieras cien años, y haciendo que mamá y papá se sintieran desdichados con tus caras tristes. Nos horroriza contemplar cómo sigues amargándote. No es que no tengas cien años, ¡es que todavía no tienes ni veintidós!
– Gracias por recordármelo. Y si a todos vosotros os resulta tan doloroso verme así, lo qué haré será mudarme de casa antes. Quiero encontrar un lugar para mí sola, sea cómo sea. Hace meses que se lo dije a papá.
– Muy bien, perfecto, se trata de un establo ruinoso en Vermont, o una granja cochambrosa en algún rincón de Long Island… ¿Qué más castigos piensas infligirte? ¿Vestirte con trapos o impregnarte de cenizas? ¿Ya habías pensado en ellos o son demasiado elegantes para ti? Es mejor que escojas algo más amargado, más lúgubre, como una casa cerrada sin calefacción con un tragaluz en el tejado, para que mamá pueda preocuparse cada año por saber si has pillado una pulmonía. He de reconocer que eso sería un detalle por tu parte. Sarah, estás consiguiendo ponerme enferma.
Se sentía presa de la ira, y Sarah reaccionó huyendo a la carrera de la habitación, y cerró la puerta con tanta violencia que hizo saltar unas cuantas partículas de pintura de los goznes.
– ¡Es una mocosa malcriada! -les dijo a los demás, todavía enrabiada-. No sé por qué tenéis tantos miramientos con ella. ¿Por qué no la obligáis simplemente a volver a Nueva York y a llevar una vida normal como cualquier ser humano?
La paciencia de Jane había llegado al límite. Todos habían sufrido mucho, y lo menos que podía hacer Sarah era poner algo de su parte para recuperarse. Su modélico marido ya lo había hecho. En el New York Times se había anunciado su enlace con Emily Astor.
– Mejor para él -dijo Jane con sarcasmo al enterarse.
A pesar de que Sarah no quiso hablar con nadie sobre el tema, toda su familia sabía que la noticia le había asestado un duro golpe. Emily era, aparte de una prima lejana, una de sus mejores amigas.
– ¿Y qué me sugieres que haga para obligarla a vivir «como cualquier ser humano»? -aventuró su padre-. ¿Vender la casa? ¿Traerla a Nueva York con una camisa de fuerza? ¿Atarla al capó del coche? Ya es mayorcita, Jane, y sólo podemos controlarla hasta cierto punto.
– ¡Diablos, qué suerte tiene de que la miméis tanto! ¡Ya va siendo hora de que se las apañe por sí sola!
– Debes tener paciencia -le rogó su madre con serenidad.
Más tarde, sin tener ocasión de ver de nuevo a su hermana, Jane se volvió a marchar a Nueva York. Sarah había salido a dar uno de sus paseos por la playa. Cogió el viejo Ford que su padre guardaba allí para Charles, el mayordomo, y estuvo conduciendo durante un rato sin rumbo fijo.
A pesar de su terca decisión de permanecer alejada del mundo, era obvio que las palabras de Jane le habían calado hondo. En junio, aceptó un tanto remisa el deseo de sus padres de ir juntos a Europa. Fue durante la cena, y trató de no darle al tema demasiada importancia, pero su madre la observaba con asombro. Su padre, al oír la nueva decisión, aplaudió, en señal de felicidad. Había estado a punto de cancelar las reservas y ceder ante la negativa de su hija. Pensó que arrastrarla a la fuerza por Europa no habría sido agradable para nadie, ni para ellos, ni mucho menos para Sarah. Sin embargo, no se atrevió a preguntarle las razones que finalmente la habían inducido a cambiar de opinión. Todos lo atribuyeron a Jane aunque, por supuesto, nadie le dijo a Sarah ni una palabra.
Esa mañana, junto al embarcadero 90, al apearse del coche, estaba radiante, alta y esbelta, ataviada con un sobrio conjunto negro y un sombrero de un tono más oscuro que había pertenecido a su madre. Estaba hermosa, aunque un tanto severa y algo pálida. Tenía los ojos enormes, el pelo negro y lacio que le caía por los hombros y los rasgos de la cara nítidos, sin rastro de maquillaje. La gente, al mirarla, se fijaba en la hermosura de su rostro, pleno de tristeza, como el de una mujer extraordinariamente bella que ha enviudado demasiado joven.
– ¿No te podrías haber puesto algo más alegre, cariño? -le preguntó su madre al salir de casa.
Sarah se encogió los hombros. Había decidido complacerles con el viaje, pero nadie le había dicho que además tenía que pasárselo bien, ni siquiera simularlo.
Antes de partir ya había encontrado la casa perfecta en Long Island, una vieja villa abandonada, con un pequeño cobertizo que precisaba imperiosamente de algunos arreglos, enclavada cerca del mar, sobre un árido terreno de cuatro hectáreas. Había vendido el anillo de boda para cubrir la paga y señal, y tenía la idea de hablar con su padre después del viaje sobre la posibilidad de que se la comprara. Si lo conseguía, todo habría merecido la pena. Estaba ansiosa por establecerse en aquella vieja casa, y ya no quería esperar más.
– Te veo muy relajada, cariño -apuntó su madre en el coche, mientras se asía dulcemente de su brazo.
Les había alegrado tanto su determinación, habían puesto tantas esperanzas, que ninguno podía imaginar lo decidida que estaba a embarcarse en una vida solitaria tan pronto como finalizaran las vacaciones. De haberlo sabido, hubieran sido presa de una gran aflicción.
Su padre sonreía, mientras le comentaba a su esposa los telegramas que había enviado a las amistades avisando de su llegada.
El calendario parecía apretado en los dos meses venideros, pues tenían previsto visitar Cannes, Mónaco, París, Roma y, claro está, Londres.
Mientras subían a bordo por la pasarela, y ante la mirada de cuantos se congregaban, su madre le iba explicando anécdotas de los amigos que tenían en Europa, a quienes Sarah no conocía. Hacía gala de una espléndida figura. Llevaba el sombrero levemente inclinado hacia delante y un velo le cubría los ojos, con lo que su rostro, joven y serio, denotaba cierto aire misterioso. Parecía una princesa española. Todos se preguntaban quién podía ser aquella mujer. Una pasajera afirmaba que se trataba de una estrella de cine, y aseguró haberla visto antes en alguna parte. De haberla oído, a Sarah le habría agradado. Pero ella no prestaba la menor atención a lo que sucedía a su alrededor, a las elegantes vestimentas, los delicados peinados, el impresionante desfile de joyas, de bellas mujeres y de hombres apuestos. Lo único que deseaba era encontrar su camarote. Una vez lo hizo, vio que allí le esperaban Peter y Jane, acompañados de Marjorie y el pequeño James, que no paraba de corretear por cubierta. Peter se había asustado un poco antes, cuando encontró a Marjorie, que apenas se tenía en pie, inspeccionando el interior del cuarto. Sarah se mostró feliz al verlos allí a todos, y en particular a Jane. Ya hacía varias semanas que se le había pasado el enfado, y volvían a ser grandes amigas, sobre todo una vez que Sarah comunicó su decisión de realizar el viaje.
Pensaron que lo mejor para despedirse era llevar un par de botellas de champaña que, obsequio del capitán, con la que luego llevó un camarero, sirvieron para amenizar el rato de espera, bebiendo y charlando, todos juntos alrededor de Sarah. Su habitación se comunicaba con la suite de sus padres a través de un ancho y largo pasillo, en el que el pequeño James descubrió un precioso piano pequeño. Al verlo no pudo evitar la tentación de sacarle unas horripilantes notas con la mayor felicidad del mundo, a pesar de que su madre procuró disuadirle por todos los medios.
– ¿Crees que deberíamos colocar un letrero en la puerta anunciando que James no viaja contigo para tranquilizar a la gente? – ironizó Peter.
– Es bueno que desarrolle sus aptitudes musicales -añadió el señor Thompson con indulgencia-. Además, nos dará motivos para que nos acordemos de él durante todo el viaje, con esta bonita y estridente despedida.
A Jane le llamó la atención la sombría indumentaria de su hermana, pero hubo de reconocer que estaba preciosa después de todo. Siempre había sido la más atractiva de las dos, entre otras razones porque había heredado los rasgos más bonitos de sus padres. Jane había sacado la elegante belleza rubia, menos acentuada y llamativa de la madre. Y Sarah el moreno de su padre que, de alguna manera, incluso había mejorado.
– Que lo paséis muy bien -dijo Jane con una sonrisa sosegada, al ver que Sarah realizaría la travesía.
Todos querían que hiciera nuevos amigos, que viera nuevas cosas, y que al regresar a casa volviera a ponerse en contacto con sus viejos amigos. El año anterior no le había deparado más que soledad, vacío y desamparo. O al menos así lo creía Jane, que no podía ni imaginar lo que habría hecho ella si le hubiera ocurrido lo que a su hermana. De hecho, ni siquiera podía imaginar una vida sin Peter.
Momentos más tarde abandonaron el barco, en medio de pitidos y el estruendo de las chimeneas, mientras los camareros se dedicaban a circular por los pasillos, avisando con campanillas que los visitantes debían desembarcar sin la menor dilación. La embarcación era un frenesí de besos y abrazos; todos apuraban sus copas de champaña y se dedicaban lacrimógenas despedidas, hasta que por fin los visitantes bajaron por la pasarela que les devolvía a tierra. Los Thompson permanecieron en cubierta para despedirse efusivamente de Peter y Jane, mientras James se revolvía en los brazos de su padre y Marjorie se mecía divertida en los de su madre. Victoria Thompson dejó escapar algunas lágrimas al pensar que no los vería en dos meses, pero se trataba de un sacrificio que nacía gustosa por el bien de Sarah.
– Bien -dijo el padre con cara de satisfacción. Todo discurría según lo previsto; Sarah les acompañaba a Europa. Abandonaron la cubierta y comenzaron a caminar sin tener muy claro hacia dónde-. ¿Qué hacemos ahora? ¿Damos un paseo por cubierta? ¿Vamos a ver las tiendas?
Se sentía muy feliz por el viaje, por poder encontrarse de nuevo con algunos de sus viejos amigos. Pero lo que en realidad le entusiasmaba era haber convencido a Sarah de que les acompañase. Sabía que era el mejor momento. La situación política se había agravado hacía poco, y quién sabe lo que podría pasar. Si estallara una guerra en un año o dos, quién sabe, quizá fuera su última oportunidad de visitar Europa.
– Creo que voy a sacar la ropa de las maletas -comentó Sarah.
– Ya lo hará la camarera -repuso su madre, pero ella no le hizo caso.
– Prefiero hacerlo yo -dijo, con la mirada un tanto ausente, a pesar del ambiente festivo que reinaba a su alrededor.
Desde que habían zarpado, el barco estaba lleno de globos, serpentinas y confeti por todos lados.
– ¿Nos veremos en el comedor a la hora del almuerzo?
– A lo mejor hago una siesta.
Trató de estar simpática, pero por un momento pensó en lo difíciles que se le podrían hacer aquellos dos meses, siempre al lado de sus padres. Ya era mayorcita y, aunque la herida parecía haberse cerrado, la cicatriz aún estaba fresca, por lo que prefería no arriesgarse. Por otra parte no podía soportarlos pegados a ella día y noche, intentando alegrarla por todos los medios. Había aprendido a vivir en la soledad de sus oscuros pensamientos, de sus momentos de angustia. Sarah nunca había sido así, pero hacía tiempo que no conocía otra cosa, gracias a Freddie van Deering.
– ¿No preferirías que te diera un poco el aire? -insistió su madre-. Si pasas demasiado tiempo en el camarote te marearás.
– Si veo que me mareo, ya saldré a dar una vuelta. No te preocupes, mamá. Estoy bien -aseguró, aunque sus padres no se quedaron muy convencidos.
– ¿Qué vamos a hacer con ella, Edward? -preguntó su madre algo abatida mientras paseaban por cubierta, con la mirada perdida entre el resto de pasajeros y el océano, pero con la mente puesta en Sarah.
– No va a ser nada fácil de sobrellevar, eso te lo garantizo. Me pregunto si es tanta su infelicidad como parece, o si tan sólo se siente a gusto adoptando ese aire romántico.
Ya no estaba seguro de comprenderla, ni de saber si alguna vez lo había hecho. En algunas ocasiones sus hijas le parecían un misterio.
– Algunas veces me da la sensación de que su desdicha se ha convertido en un hábito para ella -le manifestó Victoria-. Estoy segura de que al principio se sintió aturdida, herida y decepcionada, y que le incomodaba enormemente el escándalo que Freddie causó. Pero, si quieres que te diga la verdad, los últimos seis meses me han hecho creer que realmente disfruta comportándose así. No se por qué, pero creo que la soledad ha llegado a gustarle. De pequeña siempre había sido obediente, y mucho más traviesa que Jane. Pero todo eso parece habérsele olvidado, como si ahora fuera otra persona.
– Sí, pues mejor sería que se convirtiera otra vez en la Sarah de siempre, diablos. Esa tontería de recluirse acabará con su salud.
Compartía por entero la opinión de su esposa. Es más, tenía la convicción de que en los meses anteriores su hija había llegado a disfrutar con aquella actitud. Su interior reflejaba paz, parecía más madura, pero no daba la impresión de ser feliz del todo.
Minutos después se encaminaron al comedor. Entre tanto, Sarah le escribía una carta a Jane. Nunca comía al mediodía. En vez de eso, prefería pasear por la playa, y por esa razón se estaba adelgazando. No lo hacía por sacrificio; sencillamente, nunca tenía hambre.
Tras la comida sus padres pasaron a verla, y la encontraron tendida en la cama, sin zapatos, pero enfundada todavía en aquel vestido negro. A pesar de tener los ojos cerrados, su madre sospechó que fingía dormir. Decidieron no molestarla. Volvieron al cabo de una hora, y esa vez la encontraron sentada en una butaca, cómodamente vestida con un jersey gris y unos pantalones, refugiada en la lectura, un tanto ausente de su entorno.
– ¿Sarah? ¿Te apetece un paseo por la cubierta principal? Las tiendas son fabulosas -arguyó Victoria Thompson, resuelta a mostrarse persistente.
– Quizá más tarde -contestó, sin apartar los ojos del libro. Al oír cerrarse la puerta, supuso que su madre se había marchado del camarote. En ese instante alzó la mirada suspirando y se sobresaltó al verla-. ¡Oh! Creí que te habías ido.
– Ya lo sé. Sarah, quiero que vengas conmigo a dar un paseo. No me voy a pasar todo el santo viaje rogándote que salgas del camarote. Ya que has decidido venir, muestra un poco más de alegría o acabarás por destrozarnos a todos, sobre todo a tu padre.
A Sarah siempre le agradó que sus padres fueran tan considerados el uno con el otro, pero en ese momento le molestó.
– ¿Por qué? ¿Qué más da dónde esté? Me gusta estar sola. ¿Por qué os molesta tanto?
– Porque no es normal. No es bueno que una chica de tu edad pase tanto tiempo sola. Necesitas ver gente, un poco de vida, un poco de diversión.
– ¿Por qué? ¿Quién lo ha decidido por mí? ¿Quién ha dicho que si tienes 22 años necesitas divertirte? Yo no lo necesito. Ya tuve mucha diversión, y no quiero más en lo que me queda de vida. ¿Es que nadie puede entenderlo?
– Sí, yo lo entiendo, tesoro. Pero lo que tú viviste no fue diversión sino decepción, una profanación de todo lo decente y lo bueno, de todo en lo que tú siempre habías creído. Fue una experiencia terrible, y nunca permitiremos que te vuelva a suceder. Nunca. Pero debes abrirte de nuevo al mundo. Tienes que hacerlo, o tu interior se marchitará, se morirá, y el espíritu de una persona es lo más importante.
– ¿Y cómo puedes saberlo?
A Sarah le causaban dolor las palabras de su madre.
– Porque lo veo en tus ojos -le contestó Victoria con sabiduría-. Veo alguien ahí dentro que se está muriendo, alguien que sufre, triste y solitario. Alguien que pide ayuda, y esa persona no podrá salir sí tú no le ayudas a hacerlo. -Al oír esas palabras se le saltaron las lágrimas; su madre se acercó y la estrechó tiernamente entre sus brazos-. Te quiero tanto, Sarah. Por favor, trata de…, trata de sobreponerte. Confía en nosotros, no permitiremos que te vuelvan a herir.
– Pero tú no sabes qué mal lo pasé. -Sarah comenzó a hacer mohines como una niña, avergonzada de sus sentimientos y de su incapacidad para controlarlos-. Fue todo tan espantoso…, tan horrible. Nunca estaba en casa, y cuando venía…
No pudo continuar; se limitó a llorar al tiempo que meneaba la cabeza, incapaz de encontrar palabras para expresar sus sentimientos. Mientras la consolaba en su regazo, su madre le acariciaba su largo y sedoso cabello.
– Ya lo sé, tesoro, ya lo sé. Tan sólo puedo hacerme una idea. Sé que ha sido horrible, pero ya ha terminado. Y tú no. Acabas de nacer. No desistas antes de que la vida te brinde otra oportunidad. Mira a tu alrededor, siente el aroma de la brisa, de las flores, vuelve a la vida. Por favor…
Sarah se quedó sujeta a ella mientras escuchaba sus palabras y, sin dejar de llorar, le explicó cómo se sentía.
– Ya no puedo más…, tengo mucho miedo…
– Estoy aquí… contigo.
Nunca supieron cómo ayudarla. Al menos hasta el final, cuando la rescataron de la pesadilla en la que estaba inmersa. Pero no pudieron conseguir que Freddie se comportara como un buen marido, que regresara a casa por la noche, que abandonara a los amigos y las prostitutas, como tampoco pudieron salvar la vida de su hijo. Aprendió que la vida tiene momentos muy duros en los que nadie te puede echar una mano, ni siquiera los padres de una.
– Debes intentarlo de nuevo, corazón mío. Poquito a poco, aunque te cueste. Tu padre y yo siempre estaremos a tu lado. -Entonces la separó de sí y la miró fijamente a los ojos-. Te queremos mucho, Sarah, muchísimo, y no queremos que vuelvas a sufrir por nada.
Sarah cerró los ojos y respiró hondo.
– Lo intentaré. -Los abrió de nuevo y miró a su madre-. Lo intentaré, puedes creerme. -De pronto pareció asustarse-. ¿Y que ocurrirá si no lo consigo?
– ¿Qué quieres decir? -replicó su madre-. ¿No puedes dar un paseo con tu padre y conmigo? ¿No puedes comer con nosotros? ¿Ni conocer a algunos de nuestros amigos? A mí me parece que sí puedes. No te pedimos gran cosa; sí ves que de verdad no puedes hacerlo, entonces nos lo dices. -Hablaba como si se hubiera vuelto inválida aunque, en cierto modo, así era. Freddie la había paralizado, y ella lo sabía. La cuestión era cómo ayudarla, cómo podía recuperarse. Su madre no soportaba la idea de que quizá no podría-. ¿Damos un paseo?
– Estoy horrible. Debo tener los ojos hinchados y la nariz roja de tanto llorar.
Su madre puso una cara graciosa y Sarah esbozó una sonrisa entre las lágrimas.
– Es la mayor tontería que he oído en mi vida. No tienes la nariz roja.
Sarah se levantó de un brinco para mirarse en el espejo y dio un grito de disgusto.
– ¡Sí que lo está! ¡Mira, parece una patata colorada!
– Déjame ver… -Victoria achinó un poco los ojos y contempló la nariz de Sarah, a la vez que negaba con la cabeza-. Debe tratarse de una patata muy, muy pequeña. No creo que nadie note nada si te lavas la cara con agua fría, te peinas como es debido, e incluso te pintas los labios.
No se había maquillado desde hacía meses y no le preocupaba lo más mínimo y, hasta ahora, Victoria nunca le había dicho nada en ese sentido.
– Es que no he traído nada para pintarme -dijo, con deliberada indiferencia.
No estaba segura de querer intentarlo, pero lo que le había dicho su madre la había sensibilizado, y quería que viera su intención de cooperar, aunque ello significara que tuviera que pintarse los labios.
– Te prestaré el mío. Tienes suerte de estar guapa sin necesidad de maquillarte. Yo, si no me pinto, parezco una cuartilla de papel.
– No es cierto -replicó Sarah, mientras su madre se dirigía a su compartimento en busca del pintalabios.
Regresó en el acto y se lo ofreció, después de que Sarah se hubo lavado la cara con agua fría y arreglado el cabello. Con aquel jersey y aquellos pantalones, con el pelo suelto que le caía por debajo de los hombros, volvió a parecer una mujer joven. Su madre sonreía al salir del camarote. Se cogieron del brazo, y fueron al encuentro del padre de Sarah.
Lo divisaron en cubierta, tomando el sol en una hamaca, mientras cerca de él dos atractivos jóvenes se entretenían jugando al tejo. Había colocado la hamaca cerca de ellos exprofeso, esperando que Victoria pudiera aparecer en cualquier momento con Sarah. Al verlas, respiró satisfecho.
– ¿Qué habéis estado haciendo? ¿De compras?
– Todavía no. -La cara de Victoria irradiaba felicidad y Sarah sonreía, sin enterarse de la presencia de aquellos dos jóvenes que su padre había elegido-. Primero hemos pensado dar un paseo, tomar el té contigo, y después vaciar las tiendas con todo tu dinero.
– Tendré que arrojarme por la borda si me dejáis sin blanca.
Las dos mujeres se echaron a reír y los dos jóvenes que estaban cerca se giraron para mirar a Sarah; uno de ellos con una expresión de considerable interés. Pero ella se volvió y echó a caminar por el puente, en compañía de su padre. Mientras conversaban, Edward Thompson quedó impresionado por lo mucho que su hija parecía saber de política internacional. Por lo visto, las horas que se pasaba despierta hasta muy tarde las ocupaba leyendo los periódicos y revistas, aprendiendo todo lo que podía sobre la situación en Europa. Su padre recordó ahora lo inteligente que era, lo perspicaz, y quedó gratamente sorprendido al darse cuenta de las muchas cosas que sabía. No se trataba de una joven corriente, y durante toda la temporada en la que había permanecido oculta no había perdido el tiempo. Habló con soltura de la guerra civil española, de la anexión de Austria por Hitler, que había ocurrido en el mes de marzo, así como de sus implicaciones y del comportamiento mostrado por Hitler dos años antes, en Renania.
– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó su padre, impresionado, con la sensación de que era muy agradable hablar con ella.
– Leo mucho -contestó ella sonriéndole tímidamente-. Tampoco tengo grandes cosas que hacer, ¿sabes? -Intercambiaron una cálida mirada-. Y me parece algo fascinante. ¿Qué te parece que sucederá, papá? ¿Crees que Hitler declarará la guerra? Desde luego, parece prepararse para eso, y creo que el pacto entre Roma y Berlín podría llegar a ser muy peligroso, sobre todo si tenemos en cuenta lo que está haciendo Mussolini.
– Sarah, me sorprendes -dijo su padre, contemplándola con gesto impresionado.
– Gracias.
Pasearon durante un rato, profundamente enfrascados en la conversación sobre los peligros de guerra en Europa, y una hora más tarde interrumpieron el paseo, con mucho pesar por su parte. Su hija tenía una parte desconocida para él, algo que ella había malgastado a todas luces durante su matrimonio con Van Deering. Siguieron conversando animadamente a la hora del té, mientras Edward exponía su teoría de que Estados Unidos jamás se dejaría arrastrar a una guerra en Europa, y expresando el mismo punto de vista que el embajador Kennedy ya había compartido con sus íntimos, según el cual Inglaterra no se encontraba en una posición para involucrarse en una guerra en Europa.
– Es una pena que no vayamos a Alemania -dijo Sarah, sorprendiendo a su padre con ese comentario-. Me encantaría percibir lo que está sucediendo allí, e incluso hablar con la gente.
Al escucharla, su padre se alegró de haber decidido no ir. En sus planes para Sarah no entraban precisamente el permitir que su hija entrara en política. Una cosa era interesarse por lo que ocurría en el mundo, estar bien informada, incluso en la medida en que lo estaba ella, lo que ya resultaba raro, y más para una mujer, y otra muy diferente era ir allí para comprobar cómo estaban las cosas, lo que implicaba un peligro con el que él nunca estaría de acuerdo.
– Creo que será mejor que nos quedemos en Inglaterra y Francia. Ni siquiera estoy seguro de si deberíamos ir a Roma o no. Me pareció mejor decidirlo una vez que nos encontremos en Europa.
– ¿Dónde está tu espíritu de aventura, papá? -preguntó ella en tono de broma, pero él sacudió la cabeza, con una actitud mucho más prudente que la de su hija.
– Ya soy demasiado viejo para eso, hija mía. Y, en cuanto a ti, deberías preocuparte de llevar bonitos vestidos y acudir a hermosas fiestas.
– Qué aburrido -replicó Sarah afectando una expresión de aburrimiento que hizo reír a su padre.
– Desde luego, eres una mujer insólita, Sarah.
No era nada extraño que su matrimonio con Van Deering hubiera sido un desastre, o que ella hubiese decidido ocultarse durante todo aquel tiempo en Long Island. Era demasiado inteligente para él y para la mayoría de los jóvenes que integraban su círculo de amistades. Ahora, a medida que ambos se conocían mejor, durante el viaje en barco, su padre empezó a ir comprendiéndola.
Al tercer día Sarah parecía sentirse completamente a sus anchas, y deambulaba por el barco con naturalidad. Seguía mostrándose reservada, y sin ningún interés por los jóvenes que viajaban en el barco, pero comía con sus padres en el comedor y durante la última noche de la travesía cenó con ellos en la mesa del capitán.
– ¿No está usted prometida con nadie, señorita Thompson? -le preguntó el capitán Irving guiñándole un ojo.
La madre de Sarah contuvo la respiración, preguntándose qué contestaría ella a esa pregunta.
– No, no lo estoy -contestó ella fríamente, con un ligero rubor en las mejillas y una mano que tembló casi imperceptiblemente al dejar la copa de vino sobre la mesa.
– Los jóvenes de Europa están de suerte.
Sarah sonrió con recato, pero aquellas palabras fueron como un cuchillo que le penetrara en el corazón. No, no estaba prometida, sino que esperaba a obtener el divorcio en noviembre, un año después de celebrado el juicio. El divorcio. Se sentía como si todas sus esperanzas de mujer hubieran quedado arruinadas para siempre. Pero eso era algo que, al menos aquí, no sabía nadie, lo que constituía una pequeña bendición por la que se sentía agradecida. Y, con un poco de suerte, nadie lo sabría en Europa.
El capitán la invitó a bailar y ella tenía un aspecto muy hermoso entre sus brazos, con su vestido de satén de color azul pálido que su madre le había encargado poco antes de su boda con Freddie. Ese vestido pertenecía al ajuar de novia, y esta noche notó un nudo en la garganta al ponérselo. Y lo mismo sucedió cuando un joven desconocido la invitó a bailar, inmediatamente después de que hubiera terminado la pieza con el capitán. Ella pareció vacilar unos segundos antes de contestar, hasta que por último asintió amablemente con un gesto de cabeza.
– ¿De dónde es usted? -preguntó el joven.
Era un hombre muy alto y rubio y, a juzgar por su acento, inglés.
– De Nueva York.
– ¿Y va a Londres?
Parecía estar pasándoselo muy bien con ella. Había observado a Sarah desde hacía varios días, pero le pareció en exceso distante y un tanto esquiva, ya que no le había dado el menor pie para acercarse, lo que a él le había resultado descorazonador.
Sarah se mostró intencionadamente vaga. No tenía el menor interés en permitir que nadie la cortejara y, de una forma extraña, aquel joven le recordaba un poco a Freddie.
– ¿Dónde se alojará?
– Con unos amigos de mis padres -mintió, a sabiendas de que ya tenían reservas hechas en el hotel Claridge, y que permanecerían en Londres por lo menos dos semanas.
Pero no tenía el menor deseo de volverlo a ver y, por suerte para ella, el baile fue breve. Más tarde, el joven intentó rondarla, pero Sarah hizo lo posible por desanimarlo y, al cabo de unos minutos, el hombre comprendió el significado de su actitud y regresó a su mesa.
– Por lo que veo, el joven lord Winthrop no es de su agrado – comentó el capitán en tono de broma.
Aquel joven había sido el varón más codiciado en todo el barco, y la mayoría de las jovencitas casaderas parecía decidida a perseguirlo. Todas, excepto la extremadamente esquiva señorita Thompson.
– De ningún modo. Lo que sucede es que no le conozco -replicó Sarah con frialdad.
– ¿Quiere que haga una presentación formal? -se ofreció el capitán, pero Sarah se limitó a dirigirle una amable sonrisa y negar con un ademán.
– No, capitán, muchas gracias.
Luego, bailó con su padre y el capitán comentó con Victoria la inteligencia y la belleza de su hija.
– Es una joven muy notable -afirmó, demostrando una clara admiración por ella. Había disfrutado conversando con ella casi tanto como su padre durante la travesía de cinco días-. Y es tan bonita. Parece muy conveniente para algún joven agraciado. No me puedo imaginar que tengan ustedes ningún problema con ella.
– No -dijo Victoria sonriendo, orgullosa de su hija menor-, excepto que quizá se comporta demasiado bien. -Victoria sonrió a su pesar, desconcertada ante la total indiferencia con la que su hija había tratado a lord Winthrop-. Ha experimentado una gran desilusión en su vida -le confió al capitán-, y me temo que ha permanecido un tanto apartada de todo el mundo durante algún tiempo. Confiamos en sacarla un poco de sí misma con este viaje a Europa.
– Entiendo -se limitó a decir el capitán, al comprender mejor la situación. Eso explicaba su total falta de interés por Phillip Winthrop-. En tal caso, no será fácil encontrarle un hombre adecuado -sentenció-. Es una mujer demasiado inteligente, y sensata, y no parece interesarse por tonterías. Quizá sea un hombre más maduro el que tenga la suerte de atraerla. -Le gustaba aquella joven y, por un momento, se encontró planteándose la cuestión, hasta que finalmente le sonrió a su madre-. Es usted muy afortunada. Tiene una hija muy hermosa y confío en que pueda encontrar el marido que se merece.
Victoria se preguntó si era ésa la imagen que daban: que viajaban a Europa para encontrarle un esposo a su hija. Sarah se enfurecería si llegara siquiera a imaginarlo. Victoria le dio las gracias al capitán, luego bailó un último baile con él y al acabar se reunió con su esposo e hija.
– Creo que deberíamos acostarnos esta noche a una hora decente. Mañana será un gran día.
Desembarcarían en Cherburgo y luego viajarían directamente a París. Sarah nunca había estado y tenían un apretado programa de visitas turísticas para el que ya habían contratado con el hotel el tener a su disposición un coche con chófer. Se alojarían en el hotel Ritz y después de pasar una semana en París irían a Deauville y luego bajarían hasta Biarritz, a ver a unos amigos. Luego tenían prevista una estancia de una semana en la Riviera, en concreto Cannes, y a continuación se llegarían a Montecarlo, para visitar a un viejo amigo de sus padres. Después, se dirigirían a Londres.
El barco atracó en Cherburgo a las ocho de la mañana tal como estaba previsto y los Thompson subieron muy animados al tren. Edward compartió con ellas una lista de lugares que, en su opinión, debía ver Sarah, entre los que se encontraban el Louvre, el jardín de las Tullerías, Versalles, la Malmaison, el Jeu de Paume, la torre Eiffel y, desde luego, la tumba de Napoleón. Después de la exposición del programa de visitas, Victoria Thompson frunció el ceño.
– Pues en esa lista no he oído decir nada de la casa Chanel, Dior o Balenciaga, o el mismo Schiaparelli. ¿Las habías olvidado, querido?
Ese año, los colores de moda en París eran el violeta y el malva y Victoria tenía muchas ganas de ir de compras con Sarah.
– Lo intentaba, querida -contestó él con una sonrisa benevolente-, pero estaba seguro de que tú no permitirías que lo olvidara.
Disfrutaba consintiendo a su esposa, y también esperaba hacer lo mismo con su hija. Pero no por ello quería dejar de enseñarle los monumentos más destacados, algunos de los cuales ya le comentó cuando el tren hizo su entrada en París.
Las habitaciones que les asignaron en el Ritz eran realmente maravillosas. En esta ocasión, Sarah disponía de una suite para ella sola, separada de la de sus padres, con una vista que daba a la plaza Vendôme. Al encontrarse en su habitación, a solas, tuvo que admitir que en su resolución de permanecer inmersa en la soledad tenía un sabor agridulce, y que todo habría podido ser mucho más maravilloso si hubiera tenido la posibilidad de encontrarse aquí en compañía de su esposo.
Suspiró y se acostó en la enorme cama con dosel. A la mañana siguiente fueron al Louvre y se pasaron allí varias horas. Fue un día muy gratificante para sus padres, como también lo fue el resto del viaje. Ella ya no se mostraba arisca ni se resistía. En París sólo conocían a una vieja amiga de la madre de Edward Thompson, que les invitó a tomar el té en su casa de la calle Jacob, por lo que Sarah no se vio obligada a evitar ningún acontecimiento social. Pudo dedicarse por entero a disfrutar de los museos, las catedrales y las tiendas, así como a pasar el tiempo en compañía de sus padres.
Deauville ya representó para ella un poco más de esfuerzo, porque la gente a la que visitaron allí insistió en que Sarah conociera a su hijo, e hicieron todo lo posible para provocar que surgiera algo entre ellos. El joven se mostró realmente interesado por ella, pero a Sarah no le pareció atractivo, y tuvo la impresión de que se trataba de una persona muy poco informada y bastante aburrida. Se pasó la mayor parte de su estancia allí tratando de evitarlo. Lo mismo sucedió con los dos hermanos que le presentaron una vez hubieron llegado a Biarritz, y con el nieto de su anfitrión en Cannes, por no mencionar a los dos jóvenes «encantadores» que le presentaron los amigos de sus padres en Montecarlo. Al final de su estancia en la Riviera, Sarah se encontraba de mal humor, y apenas si les dirigía la palabra a sus padres.
– ¿Has disfrutado en la Riviera, querida? -le preguntó Victoria con aire inocente mientras se dedicaban a preparar las maletas, ya que partían para Londres al día siguiente.
– No, no he disfrutado nada -le contestó Sarah con toda franqueza-. Nada en absoluto.
– ¿De veras? -Su madre se volvió a mirarla, sorprendida, pues había tenido la impresión de que su hija se lo había pasado muy bien. Habían estado en varios yates, pasó bastante tiempo en la playa y acudió a varias fiestas realmente espléndidas-. ¡Qué desilusión!
– Quiero que sepas algo, mamá -dijo Sarah mirándola directamente a los ojos y dejando sobre la cama la blusa blanca que se disponía a guardar en la maleta-. No he venido a Europa para encontrar otro marido. Debo recordarte, de todos modos, que sigo estando casada, al menos hasta noviembre. Además, espero no volver a casarme nunca. Me dan náuseas y me aburren todas esas personas que tratan de obligar a sus hijos medio idiotas a que me cortejen, o a sus nietos casi analfabetos, o a sus primos tremendamente aburridos. Todavía no he podido encontrar a ningún hombre con quien mantener una buena conversación, y mucho menos con quien desee pasar una hora en su compañía. No quiero que haya ningún otro hombre en mi vida, y tampoco quiero que me arrastréis por toda Europa, mostrándome ante los demás como una jovencita un tanto retraída, desesperada por encontrar un marido. ¿Lo he dicho con suficiente claridad? -Su madre la miró asombrada, y mostró su conformidad con un gesto de la cabeza-. Y a propósito, ¿saben todas esas personas que ya he estado casada antes?
– No, no creo que lo sepan – contestó Victoria.
– Pues bien, quizá debas decírselo. Estoy segura de que, si supieran que soy una mujer divorciada, tendrían menos interés en empujar hacía mí a sus queridos y pequeños idiotas.
– Eso no es ningún delito, Sarah -replicó su madre con serenidad, sabiendo muy bien cuál era el punto de vista de Sarah.
Para ella, lo de su divorcio era como una especie de delito, como un pecado imperdonable que no parecía dispuesta a perdonarse nunca, por lo que tampoco esperaba que lo hicieran los demás.
– No es nada de lo que una pueda sentirse orgullosa, y no creo que nadie lo considere como un valor añadido.
– No he sugerido nada de eso, pero tampoco se trata de una aflicción insuperable. Hay personas a las que conocerás y que lo sabrán, y a las que no les importará en absoluto. Y cuando llegue el momento de conocer a personas que no lo sepan, siempre estás a tiempo de decírselo tú misma, si lo consideras necesario.
– Sí, eso es lo que debo hacer, porque esto es como una enfermedad, y una debe advertírselo a la gente.
– Nada de eso. Sólo tienes que decirlo si así lo deseas.
– Quizá debiera colgarme un cartel, ya sabes, como si fuera una leprosa. -Su voz parecía enojada, amargada y triste, pero estaba harta de que la emparejaran con jóvenes que no tenían el menor interés por ella, excepto quizá el de quitarle las ropas-. ¿Sabes lo que hizo el hijo de los Saint Gilles en Deauville? Me quitó toda la ropa en el momento en que yo me estaba cambiando y luego entró y trató de quitarme la toalla con la que me cubría. A él le pareció algo increíblemente divertido.
– ¡Eso es terrible! -exclamó su madre, que pareció sentirse conmocionada por la noticia-. ¿Por qué no dijiste nada?
– Lo hice, se lo dije a él. Le advertí que si no me devolvía la ropa inmediatamente, acudiría directamente a ver a su padre. El pobre se asustó tanto que me lo devolvió todo en seguida y me rogó que no le dijera nada a nadie. Realmente, fue patético.
Aquello era algo que parecía propio de un adolescente, no de un hombre de 27 años. Y todos ellos se habían comportado de un modo tan inmaduro y consentido, y habían sido tan arrogantes, ignorantes y mal educados que casi no pudo soportarlo.
– Sólo quería que tú y papá supierais que yo no he venido a Europa para buscar un marido -volvió a recordarle a su madre, que se limitó a asentir con la cabeza mientras Sarah se dedicaba de nuevo a hacer las maletas.
Aquella noche, Victoria le mencionó el incidente a su esposo y le contó lo ocurrido con el joven en Deauville. A Edward, el comportamiento del hombre le pareció estúpido pero, sin lugar a dudas, totalmente inofensivo.
– El verdadero problema consiste en que ella es mucho más madura que todos ellos. También ha tenido que pasar por muchas más cosas. Necesita conocer a alguien de más edad, más maduro. Ninguno de esos jovenzuelos tiene ni la menor idea de cómo tratar a una mujer como ella. Y, si tenemos en cuenta qué opina sobre la idea de relacionarse de nuevo con un hombre, lo único que han conseguido ha sido fastidiarla. Una vez que lleguemos a Londres, debemos ir con cuidado a la hora de presentarle jóvenes.
Su intención era no dejar que se apartara por completo de los hombres, sino presentarle por lo menos a uno o dos en cuya compañía pudiera disfrutar, recordándole así que en la vida había algo más que la soledad. Lo sucedido hasta entonces no había hecho sino reforzar la sensación de que la soledad era más atractiva.
Regresaron a París y a la mañana siguiente cruzaron el canal en siete horas, con el tren Flecha Dorada y el ferry. Llegaron al Claridge a tiempo para la cena. En el mostrador de recepción salió a recibirles el director del hotel, que les mostró personalmente la suite de habitaciones, con la máxima formalidad y decoro. Sus padres disponían de un gran dormitorio con una vista del Big Ben y el Parlamento, por encima de los tejados de las casas. También tenían un salón, mientras que ella tenía una bonita habitación que parecía un boudoir, forrado de satén rosado y con rosas pintadas. Al mirar hacia la mesa, vio media docena de invitaciones, ninguna de las cuales le produjo el menor entusiasmo. Ni siquiera se molestó en abrirlas y aquella misma noche, durante la cena, su madre se las mencionó. Cenaron en la suite de sus padres, y Victoria le explicó que sus amigos les habían invitado a dos cenas y a un té, así como a pasar un día de merienda en el campo, en Leicester, y a un almuerzo que los Kennedy celebrarían en su honor en la embajada, en Grosvenor Square. A Sarah todo aquello le resultaba increíblemente aburrido.
– ¿Tengo que acompañaros? -preguntó con un tono quejoso que a su madre le recordó la época en la que todavía era una adolescente.
Pero la expresión de su padre fue firme al contestarle.
– Vamos, no empecemos de nuevo. Todos sabemos por qué estamos aquí. Hemos venido a ver a los amigos, y no vamos a insultarlos rechazando ahora sus amables invitaciones.
– Pero ¿por qué tienen que conocerme precisamente a mí? Al fin y al cabo, son amigos tuyos, papá, no míos. Seguro que no me echarán de menos.
– No lo permitiré -exclamó Edward golpeando con el puño sobre la mesa-. Y tampoco quiero volver a discutirlo contigo. Ya no tienes edad para esta clase de melindres. Muéstrate cortés, agradable y sé lo bastante buena como para hacer ese pequeño esfuerzo. ¿Me has comprendido, Sarah Thompson?
Sarah se lo quedó mirando, con expresión gélida, pero él no pareció enterarse, o no quiso observar lo mucho que su hija se oponía a sus deseos. Habían venido a Europa por una razón, y no iba a cejar en su empeño de empujarla de nuevo hacia el mundo. Por instinto, sabía que eso era lo que ella necesitaba, al margen de lo mucho que ella se resistiera a admitirlo.
– Está bien -asintió Sarah.
Terminaron de comer en silencio. Al día siguiente, fueron al museo Alberto y Victoria y pasaron un rato muy entretenido, a lo que siguió una cena muy elegante y formal. Pero Sarah no se quejó. Llevaba un vestido que su madre le había comprado antes de emprender el viaje, de un tafetán verde oscuro que era casi del color de sus ojos y que le sentaba a la perfección. Cuando llegaron, su aspecto era realmente hermoso, aunque a ella no parecía entusiasmarle nada el hecho de encontrarse allí. Su expresión fue de aburrimiento, y así se mantuvo durante la mayor parte de la velada. Se había invitado a algunos jóvenes para que la conocieran, y ella hasta hizo un esfuerzo por conversar con ellos, pero pronto descubrió que no tenía nada en común con ninguno. En general, la mayoría parecían muy consentidos y estúpidos, sorprendentemente inconscientes del mundo que les rodeaba.
Sarah se mostró serena durante el trayecto hasta el hotel, y sus padres no le preguntaron si lo había pasado bien. Estaba claro que no había sido así. La segunda invitación formal a la que acudieron se desarrolló en parecidos términos y en cuanto a la reunión para tomar el té, quizá todavía fue peor. Allí, intentaron hacerla intimar con un sobrino-nieto de la anfitriona de quien incluso su madre tuvo que admitir más tarde, no sin cierto embarazo, que era tan estúpido y con tan poca gracia que casi parecía infantil.
– Por el amor de Dios -explotó Sarah aquella noche, en cuanto llegaron al Claridge-. ¿Qué le sucede a toda esa gente? ¿Por qué me hacen esto? ¿Cómo es que todo el mundo tiene la sensación de que debo emparejarme con sus parientes idiotas? ¿Qué les habéis dicho al informarles de que veníamos de visita? -le preguntó directamente a su padre, quien tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a la defensiva-. ¿Acaso que yo estaba desesperada y que ellos tenían que ayudarme?
Casi no podía creer en la gente a la que había conocido.
– Me limité a decirles que veníamos contigo. La forma en que lo interpretaron es algo que depende por completo de ellos. Creo que, sencillamente, al invitar a esos jóvenes, tratan de mostrarse hospitalarios contigo. Si no te gustan sus parientes, o sus amigos, lo único que puedo decirte es que lo siento.
– ¿No puedes decirles que ya estoy comprometida, o que tengo una enfermedad contagiosa o algo por el estilo? Decirles algo que les impida hacerme la corte. Realmente, no puedo soportarlo. Me niego a seguir acudiendo a unas fiestas en las que me siento como una boba durante toda la velada.
Hasta el momento, había manejado la situación bastante bien, pero su temperamento surgía ahora y estaba claro que ya tenía ganas de decir algo.
– Lo siento mucho, Sarah -dijo su padre con serenidad-. Te aseguro que no pretenden hacerte ningún daño. Intenta no enfadarte tanto.
– No he podido mantener una conversación inteligente con nadie, excepto contigo, desde que salimos de Nueva York -dijo ella en tono acusador, ante lo que él sonrió.
Entonces comprendió que ella había disfrutado hablando con él tanto como él mismo. Eso, al menos, ya era algo.
– ¿Y con quién has mantenido alguna conversación inteligente mientras estuviste encerrada en Long Island?
– Al menos allí no esperaba nada de eso -contestó ella recordando lo tranquilizador que le había parecido el silencio.
– Lo que tienes que hacer entonces es no esperarlo tampoco ahora. Tómatelo tal y como es. Una visita a un lugar nuevo, una oportunidad de conocer a gente nueva.
– Ni siquiera resulta divertido hablar con las mujeres.
– En ese aspecto no estoy tan de acuerdo contigo -replicó su padre.
Victoria enarcó una ceja al oír aquello, y él le acarició una mano, como pidiéndole disculpas, aunque ella sabía que sólo estaba bromeando.
– Lo único que les interesa a todas esas mujeres son los hombres -dijo ella a la defensiva-. No creo que hayan oído hablar jamás de política, y todas parecen pensar que Hitler no es más que el nuevo cocinero de la mansión familiar. ¿Cómo puede ser alguien tan estúpido?
Ante este comentario, su padre se echó a reír y sacudió la cabeza.
– ¿Desde cuándo eres una intelectual esnob interesada en política?
– Desde que me he dedicado a estar a solas conmigo misma. En realidad, ha sido algo muy agradable.
– Quizás hasta demasiado. Ya va siendo hora de que recuerdes que el mundo está lleno de una gran variedad de gentes, unos inteligentes, y otros menos, algunos realmente estúpidos y otros divertidos, o sosos. Pero así es el mundo, hija. Tengo la impresión de que has pasado demasiado tiempo a solas, Sarah. Y al comprenderlo así, me siento feliz por el hecho de que hayas aceptado venir.
– Pues yo no estoy tan segura de sentirme feliz -gruñó, aunque la verdad era que, hasta el momento, había disfrutado del viaje con sus padres.
Cierto que las reuniones sociales no le habían resultado placenteras, pero se lo había pasado bien de otras formas, y se sentía feliz por estar con ellos. Eso había permitido una aproximación a sus padres y, a pesar de sus quejas, experimentaba una mayor felicidad de la que había sentido desde hacía mucho tiempo. Además, y aunque no fuera por otra cosa, había recuperado un cierto sentido del humor.
Protestó ante la idea de acompañar a sus padres al campo al día siguiente, pero su padre insistió, asegurándole que no tenía elección, que el aire del campo le sentaría bien y, como conocía la propiedad a la que irían, le dijo que valía la pena verla.
Al día siguiente, Sarah seguía gruñendo al subir al coche, y estuvo quejándose la mayor parte del trayecto, pero tuvo que admitir que la campiña inglesa era realmente hermosa, y que hacía un tiempo insólitamente caluroso y soleado para tratarse de Inglaterra.
Al llegar, admitió de mala gana que se trataba de un paraje notable, tal y como le había asegurado su padre. Se trataba de un castillo del siglo XIV, con unos campos muy hermosos, en los que todavía se conservaba la granja original, que la familia había restaurado por completo. A los cien invitados que acudieron se les dio la bienvenida y se les permitió deambular por todas partes, incluso por los grandes salones nobles, donde los sirvientes esperaban con discreción, dispuestos a servirles bebidas o acomodarlos en alguno de los numerosos salones, o acompañarlos a los jardines exteriores. Sarah no creía haber visto una mansión tan hermosa o interesante en su vida, y le fascinó tanto la granja que no hizo sino plantear preguntas y pronto se las arregló para perder de vista a sus padres. Se quedó observando los tejados cubiertos de paja seca de las cabañas y alquerías, con el enorme castillo que se elevaba en la distancia. Era una vista extraordinaria y emitió un ligero suspiro mientras la contemplaba embelesada, imbuida de una agradable sensación de paz, completamente atrapada por aquel marco histórico. La gente que la rodeaba pareció desaparecer. La mayoría de ellos se encaminó hacia el castillo, a través de los jardines y los prados, cuando ya rozaba la hora del almuerzo.
– Impresionante, ¿verdad? -preguntó de pronto una voz tras ella.
Se dio la vuelta en el acto, un tanto asustada al ver a un hombre alto, con el cabello moreno y los ojos azules. Parecía dominarla con su estatura, pero mostraba una cálida sonrisa en el rostro y se miraron como almas gemelas.
– Siempre experimento un extraordinario sentido de la historia cada vez que vengo aquí. Es como si uno cerrara los ojos por un momento y entonces aparecieran ante la imaginación los siervos, los caballeros y sus damas de otros tiempos.
Sarah sonrió ante aquellas palabras, porque eso era exactamente lo que ella misma experimentaba.
– Estaba pensando lo mismo. Después de haber visitado la granja, no lograba decidirme a regresar. Quería quedarme aquí y sentir ni más ni menos lo que usted acaba de describir.
– A mí me gusta que sea así. Temo todos esos horribles lugares que han sido fatalmente acondicionados y reformados para modernizarlos, hasta el punto de hacerlos irreconocibles. -Ella asintió de nuevo, un tanto extrañada por lo que él había dicho, y también por cómo lo había dicho. Observó un claro parpadeo en uno de sus ojos, mientras le hablaba. Parecía divertirle todo aquello, y le agradaba hablar de ese tema-. Soy William Whitfield, cautivo aquí durante el fin de semana – añadió él, a modo de presentación-. Belinda y George son primos míos, por muy locos que estén. Pero son buena gente. Y usted es de Estados Unidos, ¿verdad?
Ella asintió con un gesto y le tendió la mano, con un ligero sonrojo.
– En efecto. Soy Sarah Thompson.
– Encantado de conocerla. ¿Es de Nueva York? ¿O acaso de alguna ciudad más interesante, como Detroit o San Francisco? -Ella se echó a reír ante su visión de lo que era interesante, y admitió que había acertado a la primera-. ¿Dedicada a hacer el gran viaje por Europa?
– Vuelve a tener razón -corroboró con una sonrisa, en tanto que él la observaba con atención, traspasándola con unos ojos azules, que mantenían su mirada con firmeza.
– Permítame adivinar… ¿Ha venido en compañía de sus padres?
– Sí.
– ¡Qué terrible! Y ellos la aburren mortalmente, llevándola a museos e iglesias, y dedicándose por las noches a presentarle a los hijos de sus amigos, la mayoría de los cuales parecen tontos y algunos de ellos ni siquiera saben hablar correctamente. ¿He vuelto a acertar?
Sin lugar a dudas, disfrutaba imaginando la situación que describía con tanto acierto. Sarah se echó a reír abiertamente, incapaz de negarlo.
– Supongo que habrá estado observándonos, o que alguien le habrá dicho lo que estábamos haciendo.
– No me imagino nada peor, excepto quizás una luna de miel con un ser odioso. -Pero, en cuanto hubo dicho esas palabras, a Sarah se le nublaron los ojos y casi pareció alejarse físicamente. Él se dio cuenta en seguida de su distanciamiento-. Lo siento, ha sido de muy mal gusto por mi parte.
Parecía un hombre muy abierto y directo, y ella se encontraba muy cómoda en su compañía.
– No, en absoluto. -Hubiera querido decirle que era demasiado sensible a aquellas palabras, pero no lo dijo-. ¿Vive usted en Londres? -preguntó, para cambiar de tema y que él dejara de sentirse violento, aunque daba la impresión de que había pocas cosas capaz de perturbarlo.
– Sí, vivo en Londres -informó-, cuando no me encuentro en Gloucestershire, dedicado a arreglar viejas verjas. Pero no se parece a esto, se lo aseguro. En realidad, no tiene la menor semejanza, y yo no poseo la imaginación de Belinda y George, que se han pasado años en la restauración de su heredad. Yo, en cambio, me he pasado el mismo tiempo tratando de impedir que mi casa se caiga a pedazos, cosa que, a fuer de ser sincero, no he conseguido del todo. Es un lugar espantoso, si es que se lo puede imaginar. Lleno de documentos y telarañas, y de ruidos capaces de aterrorizar a cualquiera. Mi pobre madre aún vive allí. -Tenía la virtud de lograr que todo lo que dijera pareciese divertido. Mientras conversaban empezaron a alejarse de la granja-. Supongo que deberíamos estar de vuelta para el almuerzo, aunque no creo que nadie nos eche de menos. Con tanta gente, seguro que Belinda ni siquiera se daría cuenta si decidiéramos regresar a Londres. Aunque, por supuesto, me parece que sus padres sí lo harían. Más bien tengo la impresión de que, en tal caso, me perseguirían con una escopeta.
Sarah volvió a reírse con ganas, sobre todo al pensar que, antes al contrario, sus padres quizás hubieran utilizado la escopeta para arrimarla a él, y así se lo dijo.
– No lo creo -dijo.
– Yo no soy exactamente lo que los padres suelen desear para sus jóvenes e inocentes hijas. Me temo que ya tengo cierta edad, aunque debo señalar que, en comparación, me encuentro en un perfecto estado de salud. -La miraba con atención, asombrado ante su belleza y, sin embargo, intrigado por algo que había percibido en sus ojos, algo inteligente, triste y muy receloso-. ¿Le parecería terriblemente rudo por mi parte si le preguntara cuántos años tiene?
De repente, ella sintió el deseo de contestarle que tenía 30 años, pero al no encontrar razón alguna para mentirle, no lo hizo.
– Cumpliré 22 años el mes que viene.
Se mostró menos impresionado de lo que ella hubiera querido. La miró, sonriente, y la ayudó a subir un pequeño muro de piedra, sosteniéndola con mano segura pero suave.
– Es usted una jovencita. Yo ya tengo 35, y me temo que sus padres se sentirían profundamente decepcionados si regresara usted a casa conmigo, llevándome como recuerdo de Europa.
Se estaba burlando, pero ambos se lo pasaban bien con esta pequeña broma, y a ella le gustaba. Habría sido un buen amigo y le agradaba poder bromear con él, a pesar de que no le conocía.
– Lo agradable de usted, con todo, es que no se comporta como un idiota. Apuesto a que es capaz de saber los días de la semana y, por lo que oigo, puede hablar.
– Estoy dispuesto a admitir que mis virtudes son numerosas. ¿De dónde sacará la gente a esos terribles parientes que presentan a los hijos de los demás? Nunca he podido comprenderlo. A lo largo de mi vida, he conocido a muchas jóvenes casaderas, todas ellas emparentadas con personas en apariencia normales, a pesar de lo cual me temo que la mayoría de ellas debería ingresar en alguna institución benéfica. Y todas las que he conocido parecían estar convencidas de que yo anhelaba conocerlas. Es algo de todo punto sorprendente, ¿no está de acuerdo?
Sarah apenas si podía dejar de reír, sobre todo al recordar a los numerosos jóvenes a los que había conocido desde su llegada a Europa. Le describió a uno de ellos, a quien conoció en Deauville, y a otros dos en Biarritz. Habló luego de los niñatos que le habían presentado en Cannes y en Montecarlo, y para cuando terminaron de cruzar los prados, camino del castillo, ya se habían hecho buenos amigos.
– ¿Cree usted que nos habrán dejado algo para almorzar? Me estoy muriendo de hambre – comentó él.
Se trataba de un hombre alto y corpulento, por lo que no resultaba difícil creer en sus palabras.
– Deberíamos haber cogido unas manzanas en la granja. Me estaba muriendo de ganas por probarlas, pero el granjero no nos las ofreció y no tuve el valor de atreverme.
– Debería habérmelo dicho -dijo William, con irónica amabilidad-. Las habría robado para usted.
Encontraron la mesa repleta de carne asada, pollo, verdura y una ensalada enorme. Se sirvieron con abundancia y William, al acabar, la condujo hacia una pequeña pérgola. Ella no vaciló ni un instante en seguirle. Le pareció perfectamente natural estar a solas con él y escuchar las historias que contaba. Terminaron hablando de política, y a Sarah le fascinó oírle decir que acababa de estar en Munich. Afirmó que la tensión casi se percibía en la calle, aunque no tanto como en Berlín, donde no había estado desde el año anterior. Pero, por lo visto, toda Alemania se preparaba para una gran confrontación.
– ¿Crees que eso sucederá pronto? -preguntó ella tuteándole.
– Es algo difícil de determinar, pero creo que sucederá, aunque tu Gobierno no parece pensar lo mismo.
– No veo forma de evitarlo -dijo ella.
A William le sorprendió descubrir que estaba muy informada sobre la situación mundial y que se mostraba muy interesada por cosas que rara vez despertaban el interés de las mujeres. Le preguntó acerca de ello y Sarah le contestó que se había pasado bastante tiempo a solas durante todo el año anterior, lo que le había permitido disponer del tiempo suficiente para aprender cosas que, de otra manera, no habría aprendido.
– ¿Y por qué razón quisiste estar sola? -preguntó mirándola intensamente a los ojos.
Ella, sin embargo, apartó la mirada. William se sentía muy intrigado, y se dio cuenta de que debía haber algo muy doloroso que ella había decidido mantener oculto.
– A veces, una necesita estar a solas -dijo, sin dar más detalles.
Él no quiso seguir insistiendo en el tema, a pesar de que le intrigaba, y ella le habló de la granja que quería comprar en Long Island.
– Eso es todo un proyecto para una mujer tan joven. ¿Qué crees que dirán tus padres ante todo eso?
– Habrá peleas -contestó ella con una mueca-, pero no quiero regresar a Nueva York. A la postre, no tendrán más remedio que aceptarlo. En caso contrario, la compraré yo sola.
Era una joven decidida y posiblemente tenaz en sus decisiones. Le extrañó la mirada que observó en sus ojos al hablarle de su decisión, y consideró que no se trataba de una mujer a la que pudiera tomarse a la ligera.
– Yo no diría que abandonar Nueva York sea una idea tan mala, aunque vivir en una granja, a solas y a tu edad tampoco es lo que se dice la mejor forma de pasar el tiempo. ¿Y si sólo pasaras en esa granja los veranos, o los fines de semana?
Ella negó con un gesto de la cabeza y la misma expresión de determinación en sus ojos.
– No, quiero pasarme allí toda la vida. Quiero restaurar la casa.
– ¿Has hecho alguna vez algo así? -preguntó él, extrañado.
Era una criatura encantadora y le asombraba lo mucho que le atraía.
– No, pero sé que puedo hacerlo -contestó Sarah como si tratara de convencer a su padre.
– Y crees que tus padres te lo permitirán?
– Tendrán que hacerlo -contestó levantando ligeramente la barbilla, a la que él dio un ligero pellizco.
– Supongo que los tendrás muy ocupados. No es nada extraño que te hayan traído a Europa a conocer al príncipe azul. Y no creo que deba condenarlos por eso. Quizá debas dejarte seducir por uno de esos empalagosos jóvenes.
Ella le miró consternada, y luego le lanzó la servilleta, ante lo que William se defendió, y sin saber cómo se encontró de pronto muy cerca de ella. Por un momento de locura, deseó besarla, pero al mirarla observó algo tan triste en sus ojos, que se detuvo.
– Hay un secreto en tu vida, ¿verdad? Y no se trata de nada feliz, ¿tengo razón?
Antes de contestar, ella vaciló. Al hablar, lo hizo con precaución.
– No sé si debiera llamarlo así -dijo, aunque la expresión de su mirada revelaba una historia muy distinta.
– No tienes que contarme nada si no quieres, Sarah. No soy más que un extraño para ti, aunque debo decir que me gustas. Eres una gran mujer y si te ha ocurrido algo terrible, créeme que lo siento de veras.
– Gracias -dijo ella sonriendo.
Su aspecto era juicioso, estaba muy hermosa y parecía más atractiva que nunca.
– A veces, las cosas que nos duelen más son las que olvidamos con mayor rapidez. Nos hacen daño de una forma muy brutal durante un tiempo, hasta que la herida cura y todo vuelve a ser como antes.
No obstante, vio que la herida de Sarah no había curado todavía y mucho menos había pasado. Imaginó que habría sido engañada por alguien, o quizás el hombre al que amaba había muerto; sin duda alguna, se trataría de algo tierno, romántico e inocente y ella no tardaría en haberlo olvidado. Sus padres habían tenido razón al traerla de viaje a Europa. Era una verdadera belleza y una mujer brillante, y lo que le había ocurrido, fuera lo que fuese, no tardaría en quedar atrás, sobre todo si encontraba al hombre adecuado en Europa… ¿Quién sería el afortunado diablo?
Continuaron charlando durante largo rato, protegidos por la pérgola donde se habían refugiado, hasta que finalmente salieron de allí para reunirse con los demás invitados. Un momento más tarde se encontraron con su anfitriona, un tanto excéntrica, Belinda, la prima de William.
– Buen Dios, pero si estás ahí! Les he dicho a todos que habías regresado a casa. Dios mío, William, eres imposible. -Su expresión, sin embargo, era muy divertida. Miró a Sarah, que le acompañaba-. Estaba a punto de decirte que los Thompson están convencidos de que su hija se ha caído al foso. No la han vuelto a ver desde que llegaron. ¿Qué habéis estado haciendo?
– La rapté. Le he contado la historia de mi vida y ella ha sentido la repugnancia suficiente como para pedirme que al punto la devolviera junto a sus progenitores, así que eso era lo que me disponía a hacer, con el mayor de los remordimientos y mis más humildes disculpas.
Al decir esto, sonreía de oreja a oreja, lo mismo que Sarah, quien parecía sentirse muy a gusto a su lado.
– ¡Eres un ser absolutamente endemoniado! Y, lo que es peor, jamás has sentido el menor remordimiento en toda tu vida. -Se volvió hacia Sarah, con una expresión de divertida preocupación-. Querida, ¿te ha hecho algún daño? ¿Quieres que llame al policía?
– ¡Oh, sí! -exclamó en seguida William-. Hace mucho tiempo que no lo veo por aquí.
– Anda, cállate, monstruo. -Pero Sarah reía y Belinda sacudió la cabeza, con una burlona desesperación-. No volveré a invitarte, ¿sabes? Simplemente, no podré hacerlo. Te comportas demasiado mal como para permitir que te relaciones con la gente decente.
– Eso es lo que me dice todo el mundo -dijo él mirando a Sarah con fingida pena. Ella no se había sentido tan feliz desde hacía mucho tiempo -. ¿Me permites que me presente yo mismo ante tus padres?
– Será mejor que lo hagas así -gruñó Belinda, sin adivinar que ésa había sido la intención de William, que se giró para mirar a Sarah. No tenía ni la menor idea de quién era ella, pero sabía, sin el menor asomo de duda, que deseaba conocerla más íntimamente-. Te llevaré ante ellos -dijo Belinda, solícita.
Sarah y William la siguieron, sin dejar de reír y bromear, cuchicheando entre ellos, como dos niños traviesos. Pero los Thompson lejos de enojarse, se alegraron de volverla a ver. Sabían que debía de estar en algún rincón de la propiedad, a salvo, entre los demás invitados. Y se alegraron mucho al verla en compañía de William que les pareció un hombre agradable e inteligente, muy agraciado, de una edad razonable y que, además, no ocultaba el interés que su hija había despertado en él.
– Debo pedirles disculpas -explicó-. Nos detuvimos a charlar un rato en la granja y luego vinimos a comer. Temo haberles privado de la compañía de Sarah durante más tiempo del conveniente.
– No creáis una sola palabra de lo que os diga -intervino Belinda-. Estoy segura de que la ha tenido atada a un árbol o algo así, y encima se ha comido todo el almuerzo de ella, mientras le contaba historias abominables.
– ¿Cómo lo sabe? -dijo William siguiendo la broma y haciendo reír a los Thompson-, Sarah, creo que deberíamos intentar algo así la próxima vez.
Daba la impresión de sentirse sorprendentemente a gusto con Sarah, y ella con él. Charlaron un rato, hasta que George apareció, encantado de dar con él, e insistió en que le acompañara a los establos para ver su nuevo semental. A pesar de sus protestas, William se vio obligado a seguirle, y Belinda les acompañó, dirigiéndole una mirada de admiración a Sarah antes de marcharse.
– No debería decirlo, querida -le murmuró a Sarah mientras los hombres se alejaban-, pero creo que has atraído la atención del hombre más atractivo de toda Inglaterra, y posiblemente también del más seductor.
– Hemos pasado un rato muy agradable charlando.
Aunque «agradable» no era exactamente la palabra que le hubiera gustado utilizar, y no lo habría hecho si estuviera hablando con su hermana. Había sido un encuentro delicioso.
– Es un hombre demasiado listo para su edad. Nunca se ha casado, quizá porque es muy exigente -dijo Belinda dirigiendo una mirada de advertencia a los Thompson, como para darles a entender que no sería una presa fácil, aunque ellos aparentaron no oírlo-. Es un hombre bastante modesto, sin pretensiones. Pero una nunca sabe… -Se volvió de nuevo hacia Sarah-. Supongo que no te habrá dicho nada… Sabes que es el duque de Whitfield, ¿verdad? -preguntó abriendo mucho los ojos y Sarah se la quedó mirando, sorprendida.
– Yo…, bueno, se presentó él mismo como William Whitfield.
– Es lo que suele hacer. De hecho, ésa es una de las cosas que más me gustan de él. Ya he olvidado qué lugar ocupa y todo eso…, creo que es el decimotercero o decimocuarto en la línea de sucesión.
– ¿Al trono? -preguntó Sarah con un nudo en la garganta.
– Sí, claro. Aunque, claro está, no es nada probable que llegue a él. Pero esas cosas significan mucho para nosotros. Somos un poco estúpidos al respecto. Supongo que tiene que ver algo con la tradición. En cualquier caso, me alegro de que estés bien. Me sentí un poco preocupada al ver que no podíamos encontrarte.
– Lo siento -se disculpó Sarah ruborizándose intensamente, pero todavía conmocionada por la información que acababa de recibir sobre William, su nuevo amigo. Entonces, de pronto, se preguntó si no habría dado algún terrible faux pas con él-. ¿Se supone que debo llamarlo de alguna forma especial…, quiero decir, con un título o algo así?
Belinda la miró, sonriente. Era una mujer tan joven, y tan bonita.
– El tratamiento es Su Gracia, pero si lo haces supongo que nos gritaría a las dos. Yo, de ti, no le comentaría nada al respecto, a menos que lo dijera él.
Sarah asintió con un gesto y, poco después, William se unió a ellos, justo cuando su anfitriona ya se disponía a marcharse para atender a otros invitados.
– ¿Qué tal el caballo? -le preguntó Sarah con el tono de voz un tanto apagado, aunque trató de que sonara normal, mientras sus padres se volvían hacia otro lado, para dejarlos a sus anchas.
– No me ha parecido tan impresionante como el precio que George ha pagado por él. Es el peor experto en caballos que he conocido jamás. No me sorprendería nada que el pobre animal fuese estéril. -La miró con una expresión de culpabilidad-. Lo siento, supongo que no debería haber dicho ese comentario.
– No te preocupes -aconsejó ella, con una sonrisa, preguntándose por un momento cómo reaccionaría él si lo llamara «Su Gracia»-. Creo que, probablemente, he oído en alguna ocasión cosas peores.
– Espero que no. -Y luego, con una mueca, añadió-: Oh…, claro, los tontos. Sólo Dios sabe lo que ésos habrán sido capaces de decir.
Sarah se echó a reír, sin dejar de preguntarse qué estaba haciendo. William era un duque, que ocupaba un lugar en la línea de sucesión al trono, y ella actuaba como si fueran viejos amigos. Sin embargo, así se sentía después de haber pasado las tres últimas horas en su compañía, y ahora no deseaba regresar a Londres.
– ¿Dónde se alojan? -le oyó preguntar a su padre mientras paseaban hacia la salida del castillo con su puente levadizo tendido sobre el foso.
– En el Claridge. ¿Querría reunirse con nosotros allí, uno de estos días? Quizá para tomar una copa, o incluso a cenar -preguntó su padre con naturalidad.
A William pareció encantarle la invitación.
– Me agradaría mucho. ¿Le parece que le llame por la mañana?
Le hizo la pregunta a Edward, no a Sarah.
– Desde luego. Esperaremos su llamada -contestó Edward tendiéndole la mano.
Luego, William se volvió hacia Sarah, mientras sus padres pasaban de largo, dirigiéndose hacia el chófer que esperaba junto al coche.
– He pasado un rato maravilloso. Realmente, no me lo esperaba. Había estado a punto de no venir, pero tu presencia ha sido una sorpresa encantadora, Sarah.
– Gracias -dijo con un brillo en los ojos-. Yo también me lo he pasado muy bien. -Y entonces no pudo evitar decir algo sobre lo que Belinda les había comentado-. ¿Por qué no me dijiste nada?
– ¿Sobre qué?
– Su Gracia -se limitó a contestar ella con una tímida sonrisa.
Por un momento, temió que él se enojara, pero, tras un instante de vacilación, se echó a reír.
– Seguro que eso es obra de la querida Belinda -dijo, para preguntar sin afectación-: ¿Importa acaso?
– No, no, en absoluto. ¿Debería importar?
– Podría. Al menos para algunos y, desde luego, por razones equivocadas. -Pero él ya sabía, gracias al largo rato que habían pasado charlando juntos, que ella no pertenecía a aquella clase de personas. Entonces, la miró con una expresión a un tiempo seria y burlona-. Ahora ya conoces mi secreto, Sarah…, ¡pero cuidado!
– ¿Por qué? -preguntó ella extrañada al tiempo que William se le acercaba un poco más.
– Porque si conoces mi secreto, quizá llegue el momento en que te pida que compartas el tuyo conmigo.
– ¿Y qué te hace pensar que yo guardo un secreto?
– Los dos lo sabemos, ¿verdad? -replicó él distendido. Ella asintió en silencio y William extendió una mano y rozó la suya levemente. No quería asustarla-. No te preocupes, pequeña…, no me cuentes nunca nada que no quieras contarme.
Se inclinó entonces hacia ella y la besó en la mejilla. Después, la acompañó hasta el coche, devolviéndola junto a sus padres. Sarah levantó la mirada hacia él, admirada de su alta figura y estuvo despidiéndose con la mano hasta que el coche se alejó. Durante el trayecto de regreso a Londres se preguntó una y otra vez si él los llamaría para confirmar la invitación.