15

En el verano del año siguiente, Londres había quedado casi destruida por los constantes bombardeos, pero no sucedió lo mismo con el espíritu británico. Para entonces, ella sólo había recibido dos cartas de William, pasadas de contrabando a través de las complicadas rutas de la resistencia. Insistía en que se encontraba bien, y se reprochaba repetidas veces no haberla obligado a salir de Francia cuando debiera haberlo hecho. En la segunda carta, se alegraba por la llegada de Elizabeth, tras haber recibido la carta de Sarah en que le comunicaba su nacimiento. Pero le inquietaba mucho saber que estaban en Francia, y que no había forma de llegar hasta ellos. No le decía que había estudiado numerosas maneras para pasar a Francia, al menos para efectuar una corta visita, pero el Departamento de Guerra se había negado en redondo. Y tampoco había manera de sacar a Sarah de Francia, al menos por el momento. Tenían que seguir esperando, y le aseguraba que la guerra terminaría pronto.

Pero fue la tercera carta que recibió de él, ya en otoño, lo que la sumió en la más profunda desesperación. William no se había atrevido a ocultárselo, sobre todo por si se enteraba de la noticia por algún otro conducto. Su hermana Jane, como sabía que no podía comunicarse con Sarah, le había escrito para decirle que sus padres habían muerto en un accidente marítimo en Southampton. Se encontraban a bordo del yate de unos amigos, cuando estalló una horrible tormenta. El yate se hundió y todos los pasajeros se ahogaron antes de que la guardia costera pudiera acudir a rescatarlos.

Al saber la noticia, Sarah se sintió consumida por el dolor, y no habló con Joachim durante toda una semana. Por las mismas fechas, él ya se había enterado de que su hermana había resultado muerta durante el bombardeo de Mannheim. Ambos habían perdido a seres queridos, pero la pérdida de sus padres fue un golpe devastador para ella.

A partir de entonces, las noticias fueron de mal en peor. Todo el mundo se quedó atónito cuando se produjo el ataque japonés contra Pearl Harbor.

– Dios mío, Joachim, ¿qué significa eso?

Fue él quien acudió a decírselo. Se habían hecho muy buenos amigos, a pesar de sus respectivas nacionalidades, y el hecho de que él le hubiera salvado la vida a la pequeña Elizabeth aún pesaba sobre ella. Continuaba llevándoles alimentos y pequeñas cosas, y siempre parecía estar allí cuando ella lo necesitaba. Le había conseguido medicinas cuando Phillip enfermó de bronquitis. Pero ahora, esta última noticia pareció cambiarlo todo. No para ellos, sino para el resto del mundo. Al final de ese día, Estados Unidos había declarado la guerra a Japón y, por lo tanto, a Alemania. Directamente, eso no significó ningún cambio para ella. Técnicamente, ya era su prisionera. Pero constituía un pensamiento aterrador que Estados Unidos hubiera sido atacado. ¿Y si después atacaban Nueva York? Pensó en Peter, en Jane y en los niños. Era tan duro no estar con ellos para poder llorar juntos la pérdida de sus padres.

– Esto podría cambiar muchas cosas -le dijo él con serenidad, sentado en la cocina de la casa del guarda. Algunos de sus hombres sabían que acudía a verla a veces, pero a nadie parecía importarle mucho. Ella era una mujer bonita, pero se comportaba dignamente como la señora del château. Para Joachim, sin embargo, era mucho más que eso. Era alguien a quien apreciaba-. Supongo que, dentro de poco, eso tendrá graves implicaciones para nosotros – dijo sombríamente.

Y tenía toda la razón. Todas las cosas desagradables de la guerra fueron aún más penosas, y Londres continuaba siendo bombardeada.

Dos meses más tarde, Sarah se enteró de que su cuñado había sido destinado al Pacífico, y Jane se había instalado en la casa de Long Island, junto con los niños. Resultaba extraño pensar que ahora les pertenecía a ellas, así como el piso de Nueva York, y que Jane se había instalado allí con los niños. Se sentía muy lejos de todos ellos, y tan triste al pensar que sus hijos no podrían conocer a sus abuelos…

Pero en modo alguno estaba preparada para las noticias que le llegaron a la primavera siguiente. Para entonces, Phillip ya tenía dieciocho meses, y a Elizabeth, la niña milagrosa, como la llamaba Joachim, tenía siete meses, ya le habían salido cuatro dientes y estaba siempre de buen humor. Todo lo que Sarah hacía ahora era arrullar, reír y cantar, y cada vez que la veía la niña daba pequeños gritos de alegría, y abría los brazos pasándoselos por el cuello cuando la levantaba y se apretaba contra ella. El pequeño Phillip también la quería mucho, la besaba y trataba de abrazarla, y la llamaba «su» bebé.

Sarah sostenía a la pequeña sobre su regazo cuando Emanuelle llegó con una carta, con sello de un país del Caribe.

– ¿Cómo has conseguido esta carta? -preguntó Sarah pero se contuvo inmediatamente.

Se daba cuenta de que hacía mucho tiempo que no sabía nada sobre las vidas de Emanuelle y Henri, y tampoco sobre sus padres. Había cosas que no quería saber. Hasta ella llegaban rumores de personas que se ocultaban en el hotel, y, en cierta ocasión, hasta les había permitido utilizar un viejo cobertizo situado cerca de la granja, para que alguien se escondiera allí durante una semana. Pero intentaba no saber nada, para no causarles algún daño sin querer. Henri había sufrido pequeñas heridas en más de una ocasión. Aún más preocupante era saber que Emanuelle mantenía relaciones con el hijo del alcalde, que era un colaboracionista. Sarah pensaba con razón que aquella relación era más política que romántica. Era una forma muy triste de entrar en la vida. En cierta ocasión intentó hablar con Emanuelle de ello, pero la muchacha se mostró muy cerrada y firme. No quería implicar a Sarah en nada de lo que hiciera con o para la resistencia, a menos que fuera necesario.

Ahora, le llevó la carta y Sarah supo por el escudo impreso que era del duque de Windsor. No podía imaginarse por qué le escribían a ella. Nunca lo habían hecho hasta entonces, aunque se había enterado por Emanuelle, que lo había oído en la radio que sus padres tenían oculta en el hotel, que era ahora el gobernador de las Bahamas. Por lo visto, el Gobierno temía que pudiera convertirse en un peón en manos de los alemanes si llegaban a capturarlo, por lo que procuraban mantenerlo a salvo de todo mal. Además, antes de su abdicación, en Inglaterra no era ningún secreto la simpatía que sentía por los alemanes.

La carta empezaba con un cálido saludo, del que le aseguraba que participaba Wallis. A continuación, decía que lamentaba mucho ser él quien tuviera que informarle que William había desaparecido en acción de guerra. Existía una clara posibilidad de que hubiera sido hecho prisionero, pero no se tenía ninguna certidumbre, y le entristecía tener que comunicárselo así. La carta, que ella leyó con la mirada nublada, seguía diciendo que lo único cierto era la desaparición de William. Describía con detalle cómo había sucedido, y le aseguraba estar convencido de que su primo había actuado con sabiduría y valor. Podía haber muerto al ser abatido su avión, pero también podía haber sobrevivido. Por lo visto, había sido lanzado en paracaídas sobre Alemania, en una misión de espionaje para la que William se ofreció voluntario, a pesar de las objeciones de todos en el Departamento de Guerra, precisamente por eso mismo.

«Era un hombre muy tenaz, y a todos nos apena mucho lo sucedido – seguía diciendo la carta-. A ti más que a nadie, querida. Debes ser muy valiente, como él lo hubiera querido, y tener fe en que, si Dios lo quiere, estará a salvo, o quizá ya se encuentre en manos del Señor. Confío en que tú te encuentres bien, y te envío nuestras más sentidas condolencias y nuestro más profundo amor, para ti y los niños.»

Se quedó mirando fijamente la carta y la volvió a leer, estremecida por los sollozos. Emanuelle había estado observando la expresión de su rostro y comprendió que no eran buenas noticias. Se lo había imaginado al llevarle la carta desde el hotel. Tomó a la pequeña Elizabeth en sus brazos y salió de la estancia, sin saber qué decir. Regresó un momento más tarde y encontró a Sarah sollozando amargamente sobre la mesa de la cocina.

– Oh, madame… -Dejó a la niña en el suelo y la rodeó con sus brazos-. ¿Es monsieur le duc? -preguntó con voz estrangulada.

Sarah le indicó que sí con un gesto, levantando hacia ella los ojos llenos de lágrimas.

– Ha desaparecido… y creen que ha podido ser hecho prisionero, o que puede estar muerto. No lo saben… La carta era de su primo.

– Oh, pauvre madame… No puede estar muerto. ¡No lo crea!

Ella asintió, sin saber qué creer. Sólo sabía que no podría sobrevivir en un mundo sin la presencia de William. Y, sin embargo, él habría querido que siguiera viviendo, por sus hijos, por él mismo. Sin embargo, no podía soportarlo.

Lloró, allí sentada, durante largo rato. Luego, salió de la casa a dar un largo paseo por el bosque, a solas. Joachim no la vio salir en esta ocasión. Ella sabía que era tarde para él y que ahora estaría cenando. De todos modos, deseaba estar a solas. Lo necesitaba. Finalmente, se sentó sobre un tronco, en la oscuridad, sin dejar de llorar, limpiándose las lágrimas con la manga del suéter. ¿Cómo podría soportar el vivir sin él? ¿Cómo podía ser tan cruel la vida? ¿Y por qué le habían permitido participar en una misión peligrosa que implicaba lanzarlo sobre Alemania? Habían enviado a David a las Bahamas. ¿Por qué no podían haber enviado a William a algún lugar seguro?

No podía soportar imaginarse lo que podría haber ocurrido. Permaneció sentada en el bosque varias horas, rodeada por la oscuridad, tratando de controlar sus pensamientos, rezando, intentando recibir algún mensaje de William. Pero no sintió nada. Aquella noche, acostada en la cama que ambos habían compartido al principio de su llegada al château, sólo sentía entumecimiento, allí mismo, donde había quedado embarazada de Phillip. Y entonces, sin saber la razón, tuvo la seguridad de que estaba con vida. No sabía cómo, ni dónde ni cuándo le volvería a ver, pero supo que lo vería algún día. Aquella sensación casi le pareció como una señal de Dios, y fue tan poderosa que no pudo negarla, y eso la tranquilizó. Después, se quedó dormida y a la mañana siguiente se despertó refrescada y más segura que nunca de que William se hallaba con vida y no había muerto a manos de los alemanes.

Más tarde, aquel mismo día, se lo comunicó a Joachim, que la escuchó con serenidad, sin quedar totalmente convencido por la creencia casi religiosa de ella.

– Lo digo en serio, Joachim… Siento su poder, la absoluta certidumbre de que está vivo, en alguna parte. Lo sé.

Hablaba con la convicción propia de una persona profundamente religiosa y él no deseaba comunicarle su propio escepticismo ni los pocos hombres que sobrevivían una vez capturados.

– Quizá tengas razón -dijo serenamente-, pero también debes prepararte por si estás equivocada.

Trató de decírselo con toda la diplomacia que pudo. Ella tenía que aceptar el hecho de que su esposo había desaparecido y que quizá estuviera muerto. Existía algo más que una remota posibilidad de que, en aquellos momentos, ya fuera viuda. No quería obligarla a afrontar los hechos, pero sabía que a la postre tendría que hacerlo, al margen de lo que hubiera sentido aquella noche, o de lo que quisiera sentir o creer.

A medida que fue pasando el tiempo, sin recibir noticias tranquilizadoras de él, o informes de su captura o supervivencia, Joachim se convenció más y más de que había muerto. Pero no así Sarah, que ahora actuaba siempre como si lo hubiera visto la tarde anterior, como si hubiera sabido de él en sus sueños. Se sentía más en paz consigo misma, y más decidida y segura incluso que al principio de la guerra, cuando todavía recibió alguna que otra carta suya. Ahora no había nada, excepto silencio. Se había marchado. Presumiblemente para siempre. Y tarde o temprano tendría que plantearse esa posibilidad. Joachim esperaba a que llegara ese momento, sabiendo que, hasta que ella aceptara la muerte de William, no habría llegado el momento para ellos, y tampoco deseaba acosarla.

Pero estaba allí, para ella, cada vez que lo necesitaba, que quería hablar, se sentía triste, sola o temerosa. A veces, resultaba difícil creer que ambos se encontraban en bandos opuestos de la guerra. Para él, sólo eran un hombre y una mujer que llevaban juntos desde hacía dos años, una mujer a la que amaba con todo su corazón y su alma, con todo lo que pudiera ofrecerle. No sabía cómo se desarrollarían las cosas después de la guerra, dónde vivirían o qué harían. Pero nada de eso le parecía importante ahora. Lo único que le importaba era Sarah. Vivía, respiraba y existía por ella, aunque Sarah todavía no lo supiera. Se daba cuenta de la devoción que él le profesaba, y percibía lo mucho que le gustaba, así como los niños, y especialmente Elizabeth, después de haberle salvado la vida al nacer, pero Sarah nunca llegó a comprender lo mucho que la amaba.

Ese año, por su cumpleaños, le regaló unos magníficos pendientes de diamantes que había comprado para ella en París, pero Sarah se negó en redondo a aceptarlos.

– No puedo, Joachim. Son bellísimos, pero es imposible. Soy una mujer casada. -No discutió con ella por eso, a pesar de que ya no lo creía. Estaba convencido de que era viuda y, con el debido respeto para William, ya habían transcurrido seis meses desde entonces, y ahora era una mujer libre-. Y soy tu prisionera, por el amor de Dios -añadió riendo-. ¿Qué pensaría la gente si aceptara unos pendientes de diamantes?

– No creo que tengamos que dar explicaciones a nadie.

Se sentía desilusionado, pero lo comprendía. A cambio llegaron al acuerdo de regalarle un reloj nuevo, que ella aceptó, y un suéter muy bonito que sabía que necesitaba desesperadamente. Se trataba de regalos muy modestos, y fue muy propio de ella no aceptar nada más caro. Respetaba su forma de actuar. En realidad, durante aquellos dos años no había descubierto en ella nada que no le gustara, excepto de que insistiera en que seguía estando casada con William. Pero hasta eso le agradaba. Era fiel hasta el final, amable, cariñosa y dedicada a su esposo. Antes había envidiado a William por ello, pero ahora ya no. Ahora más bien le tenía lástima. El pobre hombre había desaparecido y tarde o temprano Sarah tendría que afrontarlo.

Pero al año siguiente, hasta las más férreas esperanzas de Sarah empezaron a apagarse, a pesar de que no quiso admitirlo ante nadie, ni siquiera ante Joachim. Para entonces, había transcurrido ya mucho tiempo desde la desaparición de William, más de un año, y ninguno de los servicios de inteligencia había logrado saber nada de él. Incluso Joachim había intentado averiguar algo discretamente, procurando que eso no les causara ningún problema. La opinión generalizada a ambos lados del canal parecía ser la de que William había muerto en marzo de 1942, cuando fue lanzado en paracaídas sobre Renania. Ella seguía sin creerlo pero ahora, cuando pensaba en él, a veces parecían desvanecerse hasta sus más preciados recuerdos, y eso la asustaba. No le había visto desde hacía cuatro años. Era demasiado tiempo, incluso para un amor tan grande como el que ellos habían compartido, y resultaba difícil conservar la fe ante tan poca esperanza y tanta angustia.

Ese año pasó las Navidades tranquilamente, en compañía de Joachim, que se mostraba increíblemente dulce y cariñoso con todos ellos. Se portaba con una amabilidad particular con Phillip, que estaba creciendo sin un padre, y que no guardaba ningún recuerdo de William porque en aquel entonces no tenía edad suficiente para recordarlo. En la mente del niño, Joachim era un amigo especial, y le gustaba de una forma pura y sencilla, lo mismo que a Sarah, que seguía odiando todo lo que los alemanes representaban, a pesar de lo cual no podía odiarle a él. Era un hombre demasiado íntegro, que trabajaba duro con los heridos que llegaban al château para recuperarse. Algunos de ellos no tenían esperanza alguna, sin piernas, sin futuro, sin hogar al que regresar. De algún modo, él se las arreglaba para pasar un rato con cada uno de ellos, hablándoles durante horas, dándoles esperanzas, insuflando en ellos el deseo de seguir adelante, del mismo modo que hacía a veces con Sarah.

– Eres un hombre extraño -le dijo ella un día, sentados en la cocina.

Emanuelle estaba con su familia y Henri se hallaba ausente desde hacía dos semanas, en algún rincón de las Árdenas, según le había dicho Emanuelle. Y Sarah había aprendido a no hacer más preguntas. Ahora Emanuelle ya tenía 21 años y llevaba una vida llena de pasión y de peligro. Su vida se había complicado mucho. El hijo del alcalde empezó a sospechar de ella, y finalmente hubo una gran pelea cuando Emanuelle decidió abandonarle. Ahora se veía con uno de los oficiales alemanes. Sarah no dijo nada pero sospechaba que se dedicaba a sacarle información que luego pasaba a la resistencia. Pero Sarah se mantenía al margen de todo eso. Seguía haciendo todo lo posible por restaurar el château poco a poco, ayudaba a los médicos en las urgencias, cuando se lo pedían o sabía que la necesitaban desesperadamente. El resto del tiempo se lo pasaba cuidando de sus hijos. Phillip ya tenía cuatro años y medio y Elizabeth un año menos. Eran unos niños encantadores. Phillip estaba empezando a ser tan alto como apuntaba desde su nacimiento, y Elizabeth la sorprendió con su delicadeza y su constitución, más pequeña que la de su madre. En cierto sentido, era una niña frágil, como ella misma al nacer, y sin embargo estaba llena de vida y hacía muchas travesuras. Todo aquel que veía a Joachim con ellos se daba cuenta de que los adoraba. Les había traído juguetes de Alemania la noche antes de la víspera de Navidad, y les ayudó a decorar el árbol, arreglándoselas para encontrar una muñeca para Lizzie, que se apoderó inmediatamente de ella, la apretó entre sus brazos y la acunó como su «bebé».

Pero fue Phillip quien saltó sobre las piernas de Joachim, le pasó los brazos alrededor del cuello y se apretó contra él, mientras Sarah fingía no verlo.

– No nos dejarás como ha hecho mi papá, ¿verdad? -preguntó el niño con expresión preocupada.

Sarah sintió que las lágrimas le escocían en los ojos al oírle hacer aquella pregunta, pero Joachim se apresuró a responder.

– Tu papá no quiso marcharse, ¿sabes? De haber podido, estoy seguro de que se encontraría ahora mismo aquí, con vosotros.

– Entonces, ¿por qué se marchó?

– Tuvo que hacerlo. Es un soldado.

– Pero tú también lo eres y no te has marchado, -replicó el niño con la mayor lógica, sin darse cuenta de que Joachim había tenido que dejar a sus propios hijos y hogar para venir aquí.

El pequeño volvió a rodearle el cuello con los brazos y se quedó allí hasta que Joachim lo acostó en la cama y Sarah llevó a la pequeña. Phillip seguía mostrando una gran pasión por su hermana, algo que siempre gustó a Sarah.

– ¿Crees que todo habrá terminado este año? -preguntó Sarah con tristeza mientras tomaban una copa de coñac, una vez acostados los niños.

Él había traído una botella de Courvoisier, y era fuerte, pero agradable.

– Espero que sí. -Parecía como si la guerra no fuera a acabar nunca-. A veces parece interminable. Cuando veo a esos muchachos que nos envían, día tras día, semana tras semana, año tras año, me pregunto si habrá alguien que vea la insensatez de todo esto, y que no vale la pena.

– Creo que ésa es la razón por la que estás aquí, y no en el frente -dijo Sarah sonriéndole.

Joachim odiaba la guerra casi tanto como ella.

– Me alegro de haber estado aquí -dijo él con suavidad. Confiaba en haberle hecho la vida más fácil, y así había sido, en muchos aspectos. Entonces, se llegó a la mesa y le acarició la mano, cautelosamente. La conocía desde hacía tres años y medio, un tiempo que, por así decirlo, parecía toda una vida-. Eres muy importante para mí -le dijo con expresión serena, y entonces, dejándose llevar por el efecto del coñac y las emociones del día, ya no pudo ocultar sus emociones por más tiempo-. Sarah -dijo con voz apagada y a un tiempo amable-. Quiero que sepas lo mucho que te amo.

Ella apartó la mirada, tratando de ocultar sus propios sentimientos, ante él y ante sí misma. Sabía que no podía…, al margen de lo que sintiera por este hombre, por respeto a William.

– Joachim, no… por favor -le imploró y el tomó la mano entre las suyas y la sostuvo.

– Dime que no me amas, que nunca podrás amarme, y jamás volveré a pronunciar esas palabras… Pero lo cierto es que te amo, Sarah, y creo que tú también me amas. ¿Qué estamos haciendo? ¿Por qué nos ocultamos? ¿Por qué nos limitamos a ser amigos cuando podríamos ser mucho más?

Ahora, quería más de ella. Había esperado durante años y la deseaba intensamente.

– Te amo -susurró ella desde el otro lado de la mesa, aterrorizada por lo que acababa de decir, casi tanto como por lo que sentía. Pero lo sabía desde hacía tiempo, y había tratado de resistirse, por William-. Sin embargo, no podemos hacer esto.

– ¿Por qué no? Somos adultos. El mundo parece acercarse a su fin. ¿Es que no se nos va a permitir un poco de felicidad? ¿De alegría? ¿Algo de sol…, antes de que todo haya terminado?

Habían visto tanta muerte, tanto dolor a su alrededor, y se sentían tan cansados.

Ella sonrió al oír sus palabras. También le amaba. Amaba al hombre que era, lo que hacía por sus hijos y por ella.

– Tenemos nuestra amistad…, y nuestro amor. Pero no el derecho a tener más mientras William esté con vida.

– ¿Y si no lo está? -preguntó, obligándola a afrontar esa posibilidad, que ella rechazó, como hacía siempre, por resultarle todavía demasiado dolorosa.

– No lo sé. No sé lo que sentiría entonces. Pero sé que ahora mismo sigo siendo su esposa, y probablemente lo seré por mucho tiempo. Quizá para siempre.

– ¿Y yo? -preguntó, exigiendo algo de ella por primera vez-. ¿Y yo, Sarah? ¿Qué voy a hacer yo ahora?

– No lo sé.

Le miró, sintiéndose desgraciada y él se levantó y se acercó poco a poco. Se sentó a su lado y la miró a los ojos, percibiendo la pena y el anhelo que había en ellos. Y entonces, con suavidad, le acarició el rostro con los dedos.

– Yo siempre estaré aquí para ti. Quiero que lo sepas. Y cuando aceptes el hecho de que William se ha marchado para siempre, yo seguiré estando aquí. Tenemos tiempo, Sarah… Tenemos toda una vida por delante.

La besó con ternura en los labios, poniendo en ese beso todo lo que había deseado decirle desde hacía tanto tiempo. Y ella no hizo nada para detenerle. No podía. Lo deseaba casi tanto como él. Habían transcurrido cuatro años desde que viera a su esposo por última vez, y había convivido con este hombre desde hacía tres años y medio, día tras día, sintiendo cómo crecía el amor y el respeto por él. Y, con todo, sabía que no tenían derecho a lo que ambos creían desear. Para ella, en la vida había mucho más que eso. Existía un voto de fidelidad que ella había pronunciado, y un hombre al que había amado más que a nadie.

– Te amo -le susurró Joachim y se volvieron a besar.

– Yo también te amo -dijo ella.

Pero también seguía amando a William, y ambos lo sabían.

Él se marchó poco después y regresó al château, habiéndola respetado a ella y a lo que ella deseaba de él. Al día siguiente regresó y jugó con los niños, y su vida continuó como antes, como si aquella conversación jamás hubiera ocurrido entre ellos.

En la primavera, las cosas no iban bien para los alemanes, y él habló con Sarah sobre lo que temía que podría suceder. En abril ya estaba seguro de que los harían retroceder hacia Alemania, y temía tener que abandonar a Sarah y a los niños. Prometió regresar una vez que hubiera terminado la guerra, tanto si la perdían como si la ganaban, cosa que no le importaba mientras todos ellos pudieran sobrevivir. Había seguido mostrándose respetuoso con ella, y aunque ahora se besaban de vez en cuando, ninguno de ellos permitió que la situación se les escapara de las manos. Era mejor así, y él sabía que de ese modo no habría lamentaciones y que, de todas maneras, ella necesitaba tomarse su tiempo. Seguía queriendo creer que William estaba vivo y que algún día regresaría. Pero Joachim sabía que, aun cuando fuera así, ahora le resultaría doloroso tener que renunciar a William. Había terminado por apoyarse en él, y lo necesitaba tanto como lo respetaba. Ahora eran algo más que amigos, sin que importara lo mucho que ella siguiera amando a William.

Ahora, mientras él se mostraba preocupado por las noticias que le llegaban desde Berlín, Sarah no les prestaba mucha atención, ocupada con Lizzie, que tenía una fuerte tos desde el mes de marzo, y que para Semana Santa todavía estaba débil.

– No sé qué puede ser -se quejó Sarah una noche, en la cocina.

– Alguna clase de resfriado. Lo han sufrido en el pueblo durante todo el invierno.

Ella había llevado a la niña al médico, en el château, quien le aseguró que no era neumonía, pero la medicina que le entregó no le había hecho nada a la niña.

– ¿Crees que puede ser tuberculosis? -le preguntó a Joachim, preocupada.

Pero él no lo creía. Le pidió al doctor que consiguiera más medicamentos para la niña, pero últimamente no recibían nada. Andaban muy escasos de suministros, y uno de los médicos ya había partido para el frente, mientras que el otro se marcharía en mayo. Sin embargo, mucho antes de eso, Lizzie cayó postrada en cama, con una fiebre muy alta. Había perdido peso y su mirada languidecía. Mostraba ese aspecto tan terrible que tienen los niños cuando se ven afectados por la fiebre. El pequeño Phillip se quedaba sentado al pie de su cama, día tras día, cantándole y contándole historias.

Emanuelle mantenía ocupado a Phillip durante el día, pero el niño parecía ahora muy preocupado por Lizzie, que seguía siendo «su» bebé, y le asustaba ver tan enferma a su hermana y tan preocupada a su madre. No dejaba de preguntarle si se pondría bien, y Sarah le aseguraba que sí. Joachim acudía a visitarles todas las noches. Bañaba la cabeza de Lizzie y trataba de hacerle beber, y cuando tosía demasiado fuerte le frotaba la espalda, tal y como había hecho poco después de nacer, para ayudarle a respirar y a traerla a la vida. Pero en esta ocasión no parecía capaz de ayudarle. La niña empeoraba por días y el primero de mayo se hallaba encendida por la fiebre. Los dos médicos ya se habían marchado, y los suministros se hallaban casi agotados. No disponía de medicinas, no tenía sugerencias que hacer, y sólo era capaz de permanecer sentado con ellos, día tras día, rezando para que la niña mejorara.

Pensó en llevarla a París, a los doctores que había allí, pero la pequeña estaba demasiado enferma como para resistir el viaje, y las cosas tampoco andaban bien en la capital. Los aliados se disponían a desembarcar en Francia, y los alemanes empezaban a sentir pánico. La mayoría del personal militar estaba siendo enviado al frente ruso, o destinado a Berlín. Eran momentos difíciles para el Reich, pero Joachim se sentía mucho más preocupado por Lizzie.

A finales de mayo acudió una tarde y encontró a Sarah sentada junto a la niña, como había permanecido durante semanas, sosteniéndole la mano, mientras le limpiaba el sudor de la frente. Esta vez, sin embargo, Lizzie no se movía. Permaneció allí sentado durante varias horas, pero finalmente tuvo que regresar a su despacho. Tenía ahora demasiados asuntos de que ocuparse para permanecer ausente sin explicaciones. Regresó de nuevo a últimas horas de la noche, y encontró a Sarah tumbada en la cama de la niña, sosteniéndola en sus brazos, dormidas las dos. Se inclinó a mirarlas y, al hacerlo, Sarah abrió los ojos y le miró. Joachim observó en ellos una verdadera angustia.

– ¿Ha habido algún cambio? -musitó, y Sarah negó con la cabeza.

La niña no se había despertado desde esa mañana, pero mientras él estaba allí, observándola, Lizzie se movió y abrió los ojos por primera vez en varios días sonriendo a su madre; parecía un pequeño ángel, con los rizos rubios y unos ojos grandes y verdes como los de Sarah. Tenía tres años y medio, aunque ahora que estaba tan enferma parecía mayor, como si el peso del mundo hubiera caído sobre sus pequeños hombros.

– Te quiero, mamá -balbuceó y volvió a cerrar los ojos.

Entonces, de repente, Sarah lo supo. Fue como si notase cómo la pequeña se deslizaba, alejándose de la vida. Hubiera querido retenerla, tirar de ella para que regresara. Deseaba hacer algo desesperadamente, pero no había nada que pudiera hacer. No había médicos, ni medicamentos, ni enfermeras, ni hospital que pudiera ocuparse de ella… Sólo amor, y oraciones. Sarah la miró. La niña suspiró de nuevo y Sarah le acarició los rizos y susurró palabras de amor a su hija, a quien amaba con locura.

– Te quiero, mi dulce bebé… Te quiero mucho. Mamá te quiere mucho… Y Dios también te quiere… Ahora estás a salvo de todo -siguió susurrándole.

Tanto ella como Joachim estaban llorando en silencio. Entonces, con una dulce sonrisa, Lizzie abrió los ojos y los miró a ambos por última vez y luego se alejó, y su pequeño espíritu ascendió a los cielos.

Sarah sintió con exactitud el momento en que sucedió, y Joachim tardó un momento en comprenderlo. Se sentó en la cama, junto a ellas y se dió al llanto, sosteniéndolas a ambas en sus brazos, acunándolas. Recordaba cómo la había traído a la vida… y ahora se había marchado para siempre, con tanta rapidez y tan dulcemente… Sarah le miró con el corazón desgarrado, y sostuvo a Lizzie durante largo rato, hasta que por fin la depositó con cuidado sobre la cama y Joachim la condujo a la planta baja, y ambos se dirigieron al château para hablar con alguien que se encargara de hacer los preparativos para el funeral.

Al final, fue el propio Joachim quien se encargó de todo. Se llegó al pueblo para conseguir un pequeño ataúd para ella, y los dos juntos, llorando, la depositaron dentro. Sarah le había peinado el cabello, le había puesto su vestido más bonito, y colocó su muñeca favorita a su lado. Era lo más triste que le había sucedido jamás, y casi se sintió morir cuando hicieron descender el ataúd en la fosa. Todo lo que pudo hacer fue cogerse a Joachim y llorar, mientras el pobre Phillip permanecía a su lado, aferrado a la mano de su madre, incapaz de creer lo que había sucedido.

Phillip mostraba un aspecto grave y cuando empezaron a arrojar paletadas de tierra sobre el ataúd, se adelantó para impedirlo. Joachim lo sostuvo con suavidad y el niño, entre gimoteos, se volvió furiosamente hacia su madre.

– ¡Me has mentido! ¡Me has mentido! -gritó, temblando y sollozando-. La has dejado morir…, a mi bebé…, mi bebé.

El niño estaba inconsolable, abrazado a Joachim, sin permitir que Sarah se le acercara. Había querido tanto a Lizzie que ahora no podía soportar haberla perdido.

– Phillip, por favor… -dijo Sarah, apenas capaz de pronunciar las palabras, sujetándolo por los brazos con los que el niño intentaba pegarle.

Lo tomó en brazos y lo llevó suavemente de regreso a la casa. Aquella noche lo acunó durante largo rato, mientras el pequeño sollozaba angustiado por «su bebé».

Fue algo inconcebible para todos ellos. Hacía unas horas estaba allí y ahora se había marchado para siempre. Durante varios días, Sarah se sintió como sumida en un trance, lo mismo que Phillip. Iban de un lado a otro de la casa, esperándola; subían a las habitaciones y creían verla allí, para descubrir que sólo había sido como una broma cruel. Sarah estaba tan ciega de dolor que Joachim ni siquiera se atrevió a contarle lo que estaba ocurriendo, y fue cuatro semanas más tarde, una vez desembarcados los aliados, cuando tuvo que decirle que se marchaban.

– ¿Qué? -Se quedó mirándolo; aún llevaba el mismo vestido negro que se ponía desde hacía semanas. Tenía la sensación de ser muy vieja y el vestido le colgaba como a un espantapájaros -. ¿Qué estás diciendo?

De hecho, parecía no comprender nada.

– Que nos marchamos -contestó él-. Hemos recibido las órdenes hoy. Nos retiramos mañana.

– ¿Tan pronto?

Mostraba un aspecto enfermizo. Era una pérdida más, una pena más.

– Hace cuatro años que estamos aquí -le dijo él sonriendo tristemente-. Es bastante tiempo para tener invitados en casa, ¿no te parece?

Le devolvió la triste sonrisa. Apenas si podía creer que él se marchara.

– ¿Qué significa esto, Joachim?

– Los americanos están en Saint-Lô. No tardarán en llegar aquí y luego seguirán hacia París. Estarás a salvo con ellos. Cuidarán de ti.

Eso, al menos, le tranquilizaba.

– ¿Y tú? -preguntó, frunciendo el ceño, preocupada-. ¿Correrás algún peligro?

– Me envían a Berlín, y luego trasladaremos el hospital a Bonn. Se conoce que a alguien le ha gustado lo que hemos hecho aquí. -Lo que sus superiores no sabían era el poco entusiasmo con que lo había hecho-. Creo que me dejarán allí hasta que todo haya pasado. Sólo Dios sabe cuánto tiempo tardará en suceder eso. Pero volveré en cuanto todo haya terminado.

Le resultaba extraño creer que fuera a marcharse después de cuatro años, y sabía lo mucho que le echaría de menos. Había significado tanto para ella…, pero sabía que no podía prometerle el futuro que él deseaba. En el fondo de su corazón, su vida todavía le pertenecía a William. Quizás ahora incluso más, después de la muerte de Lizzie, que había sido como perder una parte de él. Y ahora más que nunca anhelaba a William. Habían enterrado a la niña en un lugar apartado, cerca del bosque por donde ella siempre había paseado con Joachim, y sabía que nada de lo que pudiera ocurrir en su vida sería tan terrible o doloroso como la pérdida de Lizzie.

– No podré escribirte -le explicó él y ella lo entendió.

– A estas alturas, ya debería estar acostumbrada. Sólo he recibido cinco cartas en los cuatro últimos años. -Una de Jane, dos de William, una del duque de Windsor y otra de la madre de William. Y ninguna de aquellas cartas le había dado buenas noticias-. Estaré atenta a las noticias.

– Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda. -Se acercó más a ella y la sostuvo contra sí-. ¡Santo Dios, cómo te voy a echar de menos!

Y, al decirlo, ella también se dio cuenta de lo mucho que le echaría de menos a él, de lo sola que se quedaría y de lo sola que estaba incluso ahora. Le miró con tristeza.

– Yo también te echaré de menos -dijo con sinceridad.

Dejó entonces que la besara, mientras Phillip les miraba con una extraña expresión de cólera en su rostro.

– ¿Me permitirás tomarte una fotografía antes de marcharme? -preguntó.

– ¿Con esta pinta? -gimió ella-. Dios santo, Joachim. Tengo un aspecto penoso.

De todas maneras, se iba a llevar consigo la que había guardado durante tanto tiempo en el cajón del despacho, en la que estaba con su esposo en Whitfield, cuando todos ellos eran despreocupados y jóvenes y la vida todavía no les había cobrado su precio. Sarah, por aquel entonces, todavía no había cumplido los veintiocho años, pero parecía tener más.

Joachim le entregó una pequeña foto suya, y se pasaron toda esa noche hablando. A él le habría gustado pasarla en la cama, en su compañía, pero nunca se lo pidió y sabía que tampoco debía hacerlo. Ella pertenecía a esa rara clase de mujeres que conserva su integridad; era un ser humano de un mérito extraordinario, y una gran dama.

Al día siguiente, ella y Phillip se quedaron de pie ante la puerta, viéndoles partir. Phillip se cogió a él como a una tabla de salvación, pero Joachim le explicó que tenía que marcharse y dejarlos. Sarah se preguntó si el niño sentiría su ida como la pérdida de otro vínculo con Lizzie. Fue una situación difícil, dolorosa y confusa para todos. Sólo Emanuelle estaba contenta al saber que se marchaban. Los soldados partieron primero, con los camiones apenas cargados con los pocos suministros médicos que les quedaban; los medicamentos que no habían sido suficientes para salvar a Lizzie. A continuación lo hicieron las ambulancias con los pacientes más graves.

Antes de marcharse, Joachim visitó la tumba de la pequeña, acompañado por Sarah. Se arrodilló un momento ante ella y dejó un pequeño ramillete de flores amarillas. Los dos lloraron, y él abrazó a Sarah por última vez, lejos de sus hombres que, de todos modos, lo sabían. Estaban enterados de lo mucho que la amaba, pero también sabían, como suele suceder entre los soldados que conviven juntos, que nunca había ocurrido nada entre ellos. Y también la respetaban a ella por eso. Para ellos, Sarah era la personificación de la esperanza, el amor y la decencia. Siempre había sido amable y solícita, sin que importara lo que pudiera pensar de su guerra o de qué lado luchaban. Y, en el fondo de sus corazones, confiaban en que sus propias esposas hubieran sabido comportarse como ella. La mayoría de los hombres que habían llegado a conocerla hubieran dado sus vidas por protegerla, como habría hecho Joachim.

Permaneció de pie, contemplándola, mientras su coche aguardaba y el conductor dirigía discretamente la mirada hacia otra parte. Joachim atrajo a Sarah hacia él.

– Te he amado más que a ninguna otra persona en mi vida -le dijo, temeroso de que la mano del destino no le permitiera volver a verla, y deseando que lo supiera-. Más incluso que a mis propios hijos.

La besó con ternura y ella se abrazó a él por un instante, con intención de decirle todo lo que había sentido por él. Pero ahora ya era tarde, y no podía hacerlo. De todos modos, al mirarle a los ojos, él lo vio todo en su mirada.

– Cuídate -le susurró Sarah-. Te amo.

Luego, se inclinó hacia Phillip, todavía aferrado a la mano de Sarah, deseando decirle algo al niño. Todos ellos habían pasado muchas cosas juntos.

– Adiós, pequeño hombre -dijo Joachim silabeando las palabras-. Cuida mucho de tu madre.

Le besó en la cabeza y luego le pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Phillip se le agarró un momento y luego lo soltó. Después, Joachim se incorporó y se quedó mirando a Sarah durante largo rato. Finalmente, le soltó la mano y subió al coche que ya tenía la capota bajada y, sin sentarse, le saludó con la mano hasta que el vehículo llegó a la verja de entrada. Sarah lo vio por última vez, desapareciendo tras una nube de polvo en la carretera, mientras ella permanecía allí de pie, sollozando.

– ¿Por qué has dejado que se marche? -preguntó Phillip mirándola enojado.

– No podíamos hacer otra cosa, Phillip. -La situación era harto complicada como para explicársela a un niño de su edad-. Es un hombre muy bueno, aunque sea alemán, y ahora tiene que regresar a su casa.

– ¿Le quieres?

Ella vaciló antes de contestar. Pero sólo dudó un momento.

– Sí, le quiero. Ha sido un buen amigo para nosotros, Phillip.

– ¿Lo quieres más que a mi papá?

Esta vez, sin embargo, no vaciló ni un instante.

– Desde luego que no.

– Yo sí.

– No, eso no es cierto -dijo ella con firmeza-. Tú ya no te acuerdas de tu padre, pero es un hombre maravilloso. Y la voz le tembló al pensar en William.

– ¿Está muerto?

– No creo que lo esté -contestó cautelosa, no deseando inducirle a engaño, pero queriendo compartir con él su propia fe en que algún día encontrarían a William-. Si tenemos mucha suerte, algún día regresará a casa, con nosotros.

– ¿Volverá Joachim? -preguntó el niño con tristeza.

– No lo sé -confesó con honestidad mientras volvían a entrar en la casita, cogidos de la mano, en silencio.


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