Durante el trayecto de regreso a casa, desde el château, Yvonne se mostró insólitamente tranquila con Julian. No parecía alterada, pero no habló mucho. El día que se marcharon pareció existir un ambiente tenso, casi como antes de una tormenta, como le comentó inocentemente Xavier a su madre antes de que se fueran. Pero el tiempo era muy caluroso e implacablemente soleado. Sarah no había comentado nada con nadie sobre lo que había visto, pero Phillip e Yvonne lo sabían. Eso fue suficiente. Los demás se adaptaron al ambiente, ignorantes de lo sucedido la noche anterior en los establos, y era conveniente que fuera así. Todos se habrían quedado estupefactos, excepto quizá Lorenzo, que se habría divertido, y Julian que se habría sentido destrozado.
Al llegar a París, Julian le preguntó en un aparte a Yvonne si había ocurrido algo que la inquietara.
– No -contestó ella encogiéndose de hombros-. Sólo estaba aburrida.
Pero esa noche, cuando intentó hacer el amor con ella, se resistió.
– ¿Qué ocurre? -insistió en preguntarle.
Se había mostrado tan entusiasmada la noche anterior y ahora, de pronto, parecía tan fría. Siempre era impredecible y muy mercurial, aunque eso le gustaba. A veces, incluso le gustaba más cuando se resistía, lo que contribuía a hacerlo más excitante. Ahora reaccionó ante ella de esa manera, pero en esta ocasión su esposa no estaba jugando.
– Ya basta… Estoy cansada… Tengo dolor de cabeza.
Nunca había utilizado antes esa excusa, pero todavía se sentía muy molesta por lo ocurrido la noche anterior, con Sarah actuando como si fuera la dueña del mundo entero, amenazándoles, y Phillip comportándose ante ella como un niño. Se había enojado tanto que más tarde le dio un bofetón, ante lo que él se sintió tan excitado que volvieron a hacer el amor. No abandonaron los establos hasta las seis de aquella misma mañana. Ahora, estaba harta y molesta por el hecho de que todos ellos se sintieran tan afectados por su madre.
– Déjame sola -le repitió a Julian.
No eran más que hijos de mamá, incluida la condenada esnob de su hermana. Sabía que ninguno de ellos la había admitido a ella, pero eso no le importaba. Estaba consiguiendo lo que quería, y ahora quizás obtendría más si Phillip hacía lo que le había prometido y acudía a verla desde Londres. Todavía podía utilizar el viejo estudio que poseía en la Île Saint Louis, o verse en el hotel donde él se alojara, o hacer el amor con él aquí mismo, en la cama de Julian, sin que le importara nada de lo que había dicho aquella vieja bruja. Pero ahora no se sentía con ánimos para soportar a ninguno de ellos, y mucho menos a su propio esposo.
– Te deseo ahora… -siguió jugueteando Julian, excitado por su negativa, percibiendo algo animal y extraño, como un predador que se hubiera acercado demasiado a él. Era como si notara el aroma de otro e, instintivamente, deseara que se lo volviera a hacer a él-. ¿Qué ocurre? -siguió preguntando, tratando de excitarla con sus hábiles dedos.
Pero en esta ocasión ella siguió manteniéndolo a raya, lo que le pareció extraño.
– Hoy se me ha olvidado tomar la píldora -le dijo.
– Tómatela más tarde -replicó él con voz queda, frotándose contra ella.
Pero la verdad era que se le habían terminado el día anterior y ahora quería llevar cuidado durante unos pocos días. Ya había tenido abortos más que suficientes, y si había algo que no quería tener a su lado era mocosos, ni de Julian ni de nadie. Y si él se lo impedía, iría por su cuenta al médico y se haría ligar las trompas. Eso facilitaría las cosas pero, por el momento, no era fácil.
– La píldora no importa -dijo él que siguió jugando hasta que ella se dio la vuelta.
Y entonces, tal y como le había sucedido a su hermano la noche anterior, se sintió abrumado de deseo por ella, como siempre les había sucedido a los hombres, desde que ella tenía doce años y empezó a saber qué era exactamente lo que querían. Sabía lo que Julian deseaba ahora, pero no se lo quería ofrecer. Prefería torturarlo. Permaneció con las piernas y los ojos muy abiertos y si él se le acercaba, le golpearía. Pero Julian ya no podía detenerse. Lo había empujado demasiado lejos, para luego negarse y ella permanecía allí tumbada, desnuda y encantadora, con las piernas abiertas, llamándole con su cuerpo al mismo tiempo que fingía lo contrario.
La poseyó con rapidez y dureza, sorprendiéndola con su fuerza, estremecida también de placer y más tarde lamentó lo estúpida que había sido. Pero siempre lo era y esta vez se sentía realmente enojada.
– ¡Mierda! -exclamó rodando sobre sí misma, apartándose.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Julian, sintiéndose herido, dándose cuenta de que su esposa se comportaba de una forma muy extraña.
– Te dije que no quería. ¿Y si me quedo embarazada?
– ¿Y qué? -replicó él con expresión divertida-. Tendríamos un hijo.
– No, no lo tendríamos -le espetó ella-. Soy demasiado joven… No quiero tenerlo ahora. Acabamos de casarnos.
Por el momento no estaba dispuesta a decirle nada más, aunque sabía lo mucho que él deseaba tener descendencia.
– Está bien, está bien. Vete a tomar un baño caliente o una ducha fría, o tómate una píldora. Lo siento.
Pero no tenía aspecto de sentirlo cuando la besó. Nada le habría gustado más que dejarla embarazada.
Sin embargo, tres semanas más tarde regresó a casa inesperadamente una tarde y la encontró vomitando en el cuarto de baño.
– Oh, pobre -dijo, ayudándola a regresar a la cama-. ¿Es algo que has comido o un resfriado?
Nunca la había visto tan enferma, al tiempo que ella le miraba con los ojos cargados de odio. Sabía muy bien lo que le pasaba. Ya era la séptima vez. Había tenido seis abortos en los últimos doce años, e iba a tener que someterse a otro en esta ocasión. Sentía náuseas desde el primer momento, casi desde la primera hora, y siempre sabía lo que le ocurría, como ahora.
– No es nada -insistió-. Estoy muy bien.
A Julian no le gustó tener que dejarla para regresar a la joyería. Aquella noche, él le preparó una sopa que ella también vomitó. A la mañana siguiente no estaba mucho mejor, así que regresó a casa temprano sin haber tomado la precaución de advertírselo antes. Yvonne no estaba en casa cuando contestó el teléfono, y la recepcionista de su médico llamaba para confirmar que el aborto se practicaría a la mañana siguiente.
– ¿El qué? -gritó por el teléfono-. ¡Cancélelo inmediatamente! Ella no irá.
Luego llamó al despacho, canceló sus compromisos para el resto de la tarde y se sentó a esperarla. Ella regresó a las cuatro, y no estaba preparada para afrontar su furia nada más entrar en el apartamento.
– Tu médico ha llamado -explicó y ella lo miró preguntándose si estaba enterado, pero sólo dudó un instante. Después de mirarle comprendió que él lo sabía y también se dio cuenta de lo que sentía al respecto. Estaba lívido-. ¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?
– Porque es demasiado temprano…, no estamos preparados todavía y… -le miró preguntándose si la creería-. El médico me dijo que era demasiado pronto después del aborto al que me obligó Klaus.
Julian casi estuvo a punto de creerlo, pero entonces recordó cuándo había sucedido eso.
– Fue el año pasado.
– Todavía no me he recuperado por completo -dijo ella y empezó a llorar-. Quiero tener un hijo, Julian, pero todavía no.
– A veces no somos nosotros los que tomamos esas decisiones, y cuando se presenta la ocasión tenemos que aprovecharla. No quiero que te sometas a ningún aborto.
– Pues lo haré -afirmó ella mirándolo con determinación.
No iba a permitir que la convenciera de lo contrario. Además, no era el mejor momento para quedar embarazada. Phillip no tardaría en venir a verla y no quería tener un vientre enorme o un niño al final, ni nada de las dos cosas. Lo quería fuera de su cuerpo, ahora mismo o por lo menos a la mañana siguiente.
– No voy a permitir que lo hagas.
Discutieron durante toda la noche, y al día siguiente él se negó a ir a trabajar, por temor a que ella lo aprovechara para ir al médico. Al darse cuenta de lo serio que se ponía, ella empezó a mostrarse cada vez más sórdida. Tenía la impresión de estar luchando por su propia vida, así que cortó por lo sano, mientras él la escuchaba.
– Maldita sea, voy a desembarazarme de él sin que importe lo que hagas… Probablemente ni siquiera es tu hijo.
Estas palabras lo dejaron perplejo y se hundieron en su corazón como un cuchillo. Retrocedió ante ella, como si hubiera recibido un disparo, incapaz de creerla.
– ¿Me estás diciendo que es hijo de otro? -preguntó mirándola horrorizado y extrañado.
– Podría ser -asintió ella inexpresiva e insensible.
– ¿Te importa que te pregunte de quién? ¿Acaso ha vuelto por aquí ese mierda de griego?
Lo había visto en un par de ocasiones antes de que se casaran, y sabía que a Yvonne le parecía muy atractivo. Pero, de repente, a ella le pareció que todo aquello era como una gran broma. Probablemente, su hijo sería el próximo duque de Whitfield, no hijo del segundón, sino hijo de Su Gracia, del propio duque de Whitfield. Sin poderlo evitar, se echó a reír al pensarlo, se puso histérica y entonces, fuera de sí, Julian le dio un bofetón.
– ¿Qué te sucede? ¿Qué has estado haciendo?
Pero para entonces ella ya había abandonado las apariencias. Sabía que había perdido la partida con Julian en cuanto se negó a tener su hijo. Ahora ya no podría sacarle nada más. El juego había terminado. Había llegado el momento de concentrarse en Phillip.
– En realidad -dijo mirándole con una mueca endiablada y burlona-, me he estado acostando con tu hermano. La criatura es probablemente suya, así que no tienes por qué preocuparte.
Julian no podía dejar de mirarla, horrorizado, sumido en el dolor. Se sentó sobre la cama y se echó a reír, al mismo tiempo que lloraba, mientras ella no dejaba de mirarle.
– Esto sí que es divertido -exclamó él limpiándose los ojos, aunque ahora ya no reía.
– ¿Verdad que sí? A tu madre también se lo pareció. -Decidió decírselo todo ahora. Ya no le importaba. Nunca lo había amado. Había estado bien durante un tiempo pero ahora ambos sabían que ya todo había terminado-. Nos descubrió en los establos del château. Follando -dijo relamiéndose con la palabra y con la imagen que ésta transmitía.
– ¿Mi madre está enterada de esto? -preguntó él horrorizado-, ¿Quién más lo sabe? ¿Lo sabe la esposa de Phillip?
– No tengo ni idea -contestó ella encogiéndose de hombros-. Supongo que deberíamos decírselo, si es que voy a tener este bebé.
Al decirle estas palabras lo estaba poniendo a prueba, porque no quería tener un hijo de nadie, a menos naturalmente que Phillip consintiera en divorciarse de Cecily y casarse con ella. En tal caso quizás admitiera dar a luz. Si contaba con un incentivo suficientemente poderoso, quizá lo consintiera.
Julian la miraba con expresión desgarrada.
– Mi hermano se hizo una vasectomía hace años porque su esposa no quería tener más hijos -dijo en tono indiferente-. ¿Acaso no te lo dijo? ¿O no se molestó en hacerlo?
Julian sabía ahora cuándo había ocurrido y podía estar seguro de que se trataba de su hijo. Todo había ocurrido la noche en la que ella se había olvidado de tomar la píldora y la había forzado.
Pero entonces se le ocurrió pensar algo más y la miró con expresión de cólera y odio.
– No comprendo cómo has podido hacerme esto ni por qué. Yo jamás te habría hecho una cosa así. -Y no lo habría hecho porque él era una persona decente-. Pero te voy a decir algo ahora, y será mejor que me creas. Si te casaste conmigo por mi dinero, no tendrás un maldito céntimo mío a menos que tengas ese niño. Si te libras de él me ocuparé de que no consigas jamás un céntimo, ni de mí, ni de mi familia, y te aconsejo que no te engañes, porque mi hermano tampoco te ayudará. Ese niño que llevas dentro es una persona, tiene una vida real…, y es mío. Y lo quiero. Una vez que lo hayas tenido, podrás marcharte. Puedes ir detrás de Phillip si así lo quieres. De todos modos, él nunca se casará contigo. No tiene agallas suficientes para abandonar a su esposa. Pero podrás hacer lo que quieras, y te ofreceré una asignación decente, incluso grande. Pero si matas a mi hijo, Yvonne, todo habrá terminado. No verás un céntimo mío. Y lo digo muy en serio.
– ¿Me estás amenazando? -preguntó, mirándole con tanto odio que incluso le resultó difícil pensar que ella le hubiera amado alguna vez.
– Sí, te amenazo. Te digo que si no tienes ese bebé, si lo pierdes, aunque sea por accidente, no te voy a dar un céntimo. Consérvalo, procura darlo a luz, entrégamelo a mí y podrás divorciarte, obtener una asignación generosa, con honor… ¿De acuerdo?
– Tendré que pensármelo.
Él se levantó de la cama, cruzó la habitación hacia ella, sintiéndose violento con una mujer por primera vez en su vida, la agarró por el cabello rubio y tiró de él, echándole la cabeza hacia atrás.
– Pues será mejor que te lo pienses rápido, porque si te libras de mi bebé te juro que te mato.
La arrojó lejos de sí, con un empujón, y luego abandonó la casa. Estuvo fuera durante muchas horas, bebiendo y llorando, y cuando regresó estaba tan borracho que casi se había olvidado de la rabia que sentía, aunque no del todo. A la mañana siguiente, ella le dijo que seguiría adelante y tendría el niño. Pero que antes quería llegar con él a un acuerdo por escrito. Le dijo que llamaría a sus abogados en cuanto llegara a su despacho, pero le dejó bien claro que tenía que vivir con él. Podía instalarse si quería en la habitación de los invitados, pero deseaba saber si cuidaba de sí misma y quería estar presente cuando tuviera el niño.
Ella le miró con expresión venenosa y luego dijo algo con un tono de voz duro y maligno que no dejó en su mente la menor duda acerca de lo que sentía por él o por su bebé.
– Te odio.
Y odió también cada instante de su embarazo. Phillip acudió a visitarla por primera vez desde hacía varios meses, pero finalmente, después de Navidades, resultó demasiado violento. Había dejado de ser una diversión para él, y la situación era demasiado complicada. No le importó saber que Julian estaba enterado de todo; antes al contrario, eso le agradó. Pero sabía que su madre también estaba enterada, y no quería tener que enfrentarse con ella. Le dijo a Yvonne que se marcharían juntos de vacaciones en el mes de junio, una vez que hubiera dado a luz. Después de eso, ella odió todavía más a Julian. En su opinión, él lo había echado todo a perder, y le impedía conseguir todo lo que deseaba. Deseaba a Phillip más que a nada en la vida y quería ser su duquesa. Él le había dicho que finalmente abandonaría a su esposa, pero que en aquellos momentos no era oportuno pues su madre se encontraba muy enferma y estaba terriblemente alterada, y con el bebé en camino… Le dijo que esperara y que mantuviera la calma, y el oírle decir eso no hizo sino ponerla más histérica y enojada con Julian. Luego empezó a llamar a Phillip casi a diario, bromeando con él, burlándose. Lo llamaba al despacho, a casa, y en los momentos más incómodos posible le recordaba las cosas que habían hecho juntos y, de nuevo, él volvía a rogarle, palpitante, anhelante y apenas sí podía esperar a que llegara el mes de junio. Yvonne había logrado volverle loco de nuevo, y ahora la espera hasta junio ya no le parecía a ella tan dolorosa. Hablaban por teléfono a diario, a veces incluso en varias ocasiones, y siempre de sexo, mientras ella le decía las cosas que le haría cuando se marcharan juntos, una vez que tuviera el niño. Eso era lo que Phillip quería de ella, y le encantaba.
Ella y Julian apenas se dirigían la palabra. Yvonne se instaló en otra habitación y se sentía tan mal como indicaba su aspecto. Estuvo vomitando durante seis meses, y al cabo de dos meses volvió a sentir arcadas. Julian estaba convencido de que ello se debía al resentimiento y a la cólera. Veía en la cuenta telefónica las constantes llamadas que hacía a Phillip, pero no decía nada. No tenía ni la menor idea de lo que ocurriría entre ellos y trataba de decirse a sí mismo que no le importaba, pero en el fondo sí le importaba. Toda aquella experiencia había sido increíblemente dolorosa. Y lo único que le consolaba era saber que el niño iba a nacer y que sería suyo. Ella no deseaba la custodia del niño, ni derechos de visita, ni que se le garantizara ningún derecho sobre él. El bebé sería por completo de Julian. A cambio de un millón de dólares. O lo tomas o lo dejas. Y Julian aceptó pagarlos, aunque después de que ella hubiera dado a luz.
Sólo mantuvo una conversación con su madre acerca de todo el asunto. Tuvo que hacerlo, aunque sólo fuera para explicarle por qué vendería algunas de las acciones que poseía de la compañía. Pagarle a Yvonne agotaría por completo todos sus ahorros, pero sabía que valía la pena.
– Siento haberme metido en este jaleo -se disculpó un día ante Sarah.
Ella le dijo que eso era absurdo, que se trataba de su vida y que no tenía que disculparse ni justificarse ante nadie.
– Tú eres el único que ha salido herido con todo esto. Y lo único que siento es que haya ocurrido -le dijo.
– Yo también…, pero al menos tendré a mi hijo -dijo, sonriendo con tristeza y regresando a la guerra fría que se desarrollaba en su apartamento.
Ya había contratado a una niñera para el bebé, había dispuesto a tal fin una habitación, e Isabelle le había prometido venir desde Roma para ayudarle. No sabía cómo cuidar a un niño, pero estaba dispuesta a aprender. Yvonne ya había dicho que, cuando saliera del hospital, iría directamente a su propio apartamento. El trato se cerraría entonces, y en su cuenta bancaria habría un millón de dólares más.
No esperaban al niño hasta el mes de mayo, pero a finales de abril ella empezó a preparar sus cosas, como si ya no pudiera esperar más a marcharse. Julian la observó, desconcertado.
– ¿Es que no sientes nada por este niño? -preguntó tristemente, si bien lo que quería preguntar era sí no sentía nada por él mismo.
Pero ya hacía tiempo que sabía la respuesta a esa pregunta. Lo único que a ella le preocupaba era Phillip.
– ¿Y por qué iba a sentirlo? Nunca lo he visto.
No tenía instintos maternales, ni remordimientos por lo que le había hecho a él. Ahora sólo le interesaba continuar su relación con Phillip, quien le dijo que había hecho reservas en Mallorca para la primera semana de junio. A ella no le importaba a dónde irían, siempre y cuando estuviera con él. Iba a procurar conseguir todo aquello que deseaba.
El primero de mayo, Julian recibió una llamada en su despacho. Lady Whitfield acababa de ingresar en la clínica de Neuilly, la misma en la que él había nacido, a diferencia de su hermano más emprendedor y de su hermana, que nacieron con ayuda de su padre en el château.
Emanuelle le vio marchar y le preguntó si deseaba que lo acompañara, pero él negó con un gesto de la cabeza y salió presuroso hacia su coche. Media hora más tarde ya estaba en el hospital, paseando arriba y abajo, esperando a que le permitieran la entrada en la sala de partos aunque, por un momento, temió que Yvonne no se lo permitiera. Pero una enfermera se le acercó minutos después, le entregó una bata de algodón verde y lo que parecía un gorro de ducha, le indicó dónde podía ponérselo y después lo condujo a la sala de partos, donde Yvonne lo miró con abierta expresión de odio, entre los dolores de las contracciones.
– Lo siento…
Experimentó una pena momentánea por ella e intentó tomarla de la mano, pero ella la retiró y se agarró a la mesa. Las contracciones eran terribles, pero la enfermera dijo que todo iba bien y con rapidez, a pesar de ser su primer hijo.
– Espero que sea rápido -le susurró a Yvonne, sin saber qué otra cosa decirle.
– Te odio -le espetó ella entre los dientes apretados, tratando de recordar que le pagarían un millón de dólares por esto, y que valía la pena.
Era una forma infernal de hacerse con una fortuna.
Las cosas se hicieron más lentas durante un rato, le pusieron una inyección y el parto se prolongó mientras Julian permanecía sentado, nervioso, preguntándose si todo estaba saliendo bien. Le parecía tan extraño estar allí, con esta mujer a la que ya no amaba, que sin duda alguna le odiaba, mientras ambos esperaban el nacimiento de su hijo. Era algo surrealista, y lamentó entonces no haberle pedido a nadie que le acompañara. De repente, se sintió muy solo.
El parto se reanudó y Julian tuvo que admitir que se sentía desconsolado por ella, que ofrecía un aspecto horrible. La naturaleza desconocía la indiferencia que ella sentía por este niño, o el hecho de que no fuera a tenerlo a su lado, a pesar de lo cual le estaba haciendo pagar un precio por ello. El parto se prolongó dolorosamente y durante un tiempo ella olvidó incluso el odio que sentía por Julian y le permitió que la ayudara. Le sostuvo las manos, y todos los presentes en la sala de partos la animaron hasta el anochecer. Entonces, de repente, se oyó un largo y tenue lloriqueo y un diminuto rostro rojo apareció crispado, mientras el médico lo extraía. Los ojos de Yvonne se llenaron de lágrimas al mirarlo y sonrió por un instante. Después volvió la cabeza, para apartar la mirada, y el médico le entregó el niño a Julian, que lloraba abiertamente, sin vergüenza alguna. Julian se puso a acunar al pequeño con el rostro muy cerca del suyo, y el recién nacido dejó de llorar en cuanto oyó su voz.
– ¡Oh, Dios, es tan hermoso! -dijo contemplando con asombro a su hijo.
Luego, dulcemente, se lo entregó a Yvonne, pero ella sacudió la cabeza y la giró hacia otro lado. No quería ver al pequeño.
Permitieron a Julian llevarse al niño a la habitación, y lo sostuvo allí entre sus brazos, durante horas, hasta que trajeron a Yvonne. Ella le pidió que saliera para poder llamar a Phillip. Le dijo a la enfermera que llevara a la criatura a la sala de recién nacidos y que no se lo volvieran a traer. Miró después al hombre cuyo hijo acababa de dar a luz, y con el que se había casado, pero en su rostro no se reflejó ninguna emoción.
– Supongo que esto es el adiós -dijo ella tranquilamente.
No le tendió la mano, ni le echó los brazos al cuello; no había ninguna esperanza y Julian se sintió triste por ambos, a pesar de la llegada del bebé. Había sido un día muy intenso para él, y lloraba sin remilgos, mirándola.
– Siento mucho que las cosas hayan salido así -dijo apesadumbrado-. El niño es tan hermoso, ¿no te parece…?
– Supongo que sí -dijo ella encogiéndose de hombros.
– Cuidaré mucho de él -le susurró Julian.
Se acercó y la besó en la mejilla. Había tenido un parto doloroso y prolongado, y ahora abandonaba a su hijo. Eso le desgarraba el corazón a Julian, pero no a Yvonne. El único que lloraba era él. Ella le miró sin ningún sentimiento antes de que Julian se marchara.
– Gracias por el dinero.
Eso era todo lo que él había significado para ella. Se marchó entonces, dejándola para que siguiera su propia vida.
Yvonne abandonó el hospital al día siguiente. El dinero ya había sido depositado en su cuenta bancaria esa mañana. Fiel a su palabra, le había pagado un millón de dólares por traer al mundo a su hijo.
Julian se llevó al pequeño a casa, donde estaba ya la enfermera. Le llamó Maximillian, o Max. Sarah acudió desde el château, acompañada por Xavier, para conocerlo, e Isabelle voló desde Roma esa noche, y lo sostuvo en brazos durante horas en la mecedora. En su corta vida ya había perdido a su madre, pero había ganado una familia que lo adoraba y que lo había esperado amorosamente. A Isabelle se le desgarró el corazón de anhelo mientras lo sostenía.
– Tienes mucha suerte -le susurró a su hermano esa noche, mientras ambos contemplaban a Max, que dormía plácidamente.
– No lo habría pensado así hace seis meses -le dijo Julian-, pero ahora sí lo creo. Me parece que todo ha valido la pena.
Se preguntaba a dónde habría ido Yvonne, cómo estaría, si lo lamentaba, pero no creía que fuera así. Esa noche, tumbado en la cama, no podía dejar de pensar en su hijo y en lo afortunado que había sido al tenerlo.