Nada más llegar a Londres, William insistió en que Sarah acudiera a ver de inmediato a su médico en la calle Harley, quien no tardó en confirmar lo que ella había supuesto. Para entonces ya estaba embarazada de cinco semanas y el médico le dijo que el niño nacería a finales de agosto o primeros de septiembre. Le advirtió que tuviera cuidado los primeros meses, debido al aborto que había tenido previamente. Pero la encontró en excelente estado de salud y felicitó a William por su heredero cuando éste pasó a buscarla. William estaba orgulloso de sí mismo y muy contento de ella. Aquel fin de semana, cuando fueron a Whitfield, se lo comunicaron a su madre.
– Mis queridos hijos, ¡es un milagro! -exclamó la anciana, dichosa, actuando como si ellos hubieran conseguido algo que nadie hubiera hecho desde María y Jesús-. Debo recordaros que a vuestro padre y a mí nos costó treinta años conseguirlo. Debo felicitaros por vuestra prontitud y buena fortuna. ¡Sois unos jóvenes muy listos! -exclamó burlona, y todos se echaron a reír.
La anciana se sentía enormemente complacida, y volvió a decirle a Sarah que haber tenido a William constituyó para ella el momento más feliz de toda su vida y que así fue durante todos los años transcurridos desde entonces. No obstante, tal y como había hecho el médico, le aconsejó que no hiciera tonterías ni se cansara en exceso, y mucho menos que ocasionara daños a la criatura o a sí misma.
– Me encuentro estupendamente, de veras.
Y, en efecto, se sentía sorprendentemente bien. El médico les había dicho que podían hacer el amor «con mesura», sin tratar de superar marcas olímpicas. William, no obstante, tenía mucho miedo de hacerle el amor y producirle algún daño, a ella o al bebé.
– Te prometo que no sucederá nada. Él mismo lo ha dicho.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Es médico, ¿no? -preguntó para tranquilizarle.
– Quizá no sea bueno. Quizá debiéramos ver a otro.
– William, era ya el médico de tu madre antes de que nacieras.
– Precisamente por eso. Es demasiado viejo. Iremos a ver a alguien más joven.
Llegó incluso a buscar a un especialista para su esposa y, aunque sólo fuera por no contrariarlo, ella acudió a verlo, aunque le dijo lo mismo que el amable y anciano lord Allthorpe, a quien Sarah prefería. Ya estaba embarazada de dos meses y seguía sin tener el menor problema.
– Lo que quiero saber es cuándo vamos a volver a Francia -dijo después de haber pasado en Londres poco más de un mes, con unas ganas enormes de iniciar los trabajos en su nueva casa.
– ¿Hablas en serio? -inquirió William mirándola horrorizado-, ¿Quieres ir ahora? ¿No prefieres esperar a tener el niño?
– Pues claro que no. ¿Por qué esperar todos estos meses si podemos empezar a trabajar ahora mismo? Por el amor de Dios, cariño, no estoy enferma, sólo embarazada.
– Lo sé. Pero ¿y si sucediera algo?
Estaba nervioso y hubiera deseado que ella no se mostrara tan decidida. Pero hasta el viejo lord Allthorpe estuvo de acuerdo en que no había ninguna razón especial para que se quedara encerrada en casa, siempre y cuando no hiciera esfuerzos excesivos y no se agotara, por lo que el proyecto que pensaban iniciar en Francia no le pareció mal.
– Lo mejor para ella es mantenerse ocupada en algo -les aseguró.
Les sugirió entonces que esperaran hasta el mes de marzo, con lo que para entonces ya se habrían cumplido los tres meses de embarazo. Fue el único compromiso que Sarah se mostró dispuesta a aceptar. Esperaría a marzo para regresar a Francia, pero ni un día más. Se moría de ver iniciados los trabajos en el château.
William intentó retrasar los proyectos que tenía para Whitfield todo lo que pudo, y su madre no dejó de insistirle para que Sarah se lo tomara con calma.
– Mamá, lo intento, pero ella no quiere escucharme -reconoció en un momento de exasperación.
– Es todavía como una niña. No sé da cuenta de que tiene que llevar cuidado con estas cosas. Estoy segura de que no querrá perder a su bebé.
Pero Sarah ya había aprendido esa lección, y de la forma más dura. De hecho, iba con más cuidado del que se imaginaba William, hacía pequeñas siestas, colocaba las piernas en alto y reposaba cada vez que se sentía cansada. No tenía la menor intención de perder a la criatura. Pero tampoco quería permanecer sentada todo el tiempo, ociosa, así que empezó a insistirle a su esposo hasta que pon fin consintió en volver a Francia y ya no pudo contenerla por más tiempo. Para entonces ya estaban a mediados de marzo, y ella amenazaba con partir incluso sin él.
Cruzaron el canal de la Mancha en el yate de lord Mountbatten aprovechando que éste se dirigía a París para ver al duque de Windsor, e invitó a la joven pareja a acompañarle en la travesía. «Dickie», como le llamaban William y sus amigos, era un hombre muy apuesto, y Sarah le divirtió durante toda la travesía, hablándole sin cesar del château y del trabajo que se disponían a hacer en él.
– William, viejo amigo, da la impresión de que ya te has sobrecargado de trabajo.
Pero también le pareció que eso les sentaría bien a los dos. Evidentemente, estaban muy enamorados el uno del otro, y mostraban un gran entusiasmo por su proyecto.
William había pedido al conserje del Ritz que les alquilara un coche, y consiguieron encontrar un pequeño hotel a dos horas y media de París, no lejos de su destartalado château. Alquilaron las habitaciones del piso superior del pequeño hotel, y decidieron quedarse a vivir allí hasta que fuera habitable el viejo castillo, algo que ambos sabían tardaría bastante tiempo en suceder.
– Puede que sean años, ¿sabes? -gruñó William cuando acudieron a verlo de nuevo.
Se pasó las dos semanas siguientes contratando obreros. Finalmente, pudo contar con un equipo considerable, y empezaron por quitar las tablas y maderas para ver qué había dentro de la casa. A medida que trabajaban se encontraron con sorpresas por todas partes, algunas de ellas afortunadas y otras no tanto. El salón principal formaba una estancia en verdad espléndida, aunque había otros tres salones, con hermosas boiseries, con desvaídos dorados en algunas de las molduras, además de chimeneas de mármol y suelos muy hermosos. Pero la madera estaba estropeada en algunos sitios por el moho, los muchos años de humedad y los animales que habían entrado por entre las tablas, y se habían dedicado a arañar las molduras aquí y allá.
La casa disponía de un comedor enorme y elegante, y una serie de pequeños salones, todo ello en la planta baja, así como una biblioteca impresionante, revestida con paneles de madera, y un vestíbulo muy aristocrático propio de cualquier castillo inglés; la cocina era tan anticuada que a Sarah le recordó algunos de los museos que había visitado el año anterior en compañía de sus padres. Encontraron herramientas y cacharros que, a todas luces, nadie había utilizado desde hacía unos doscientos años. Los fueron reuniendo cuidadosamente, con la intención de salvar todos los que pudieran. También guardaron y protegieron los dos carruajes que habían encontrado en el cobertizo.
Después de sus investigaciones iniciales, William se aventuró a subir la escalera hacia el primer piso del château. Pero se negó en redondo a permitir que Sarah le acompañara, por temor a que pudiera hundirse el piso, aunque, tras descubrir que se mantenía sorprendentemente sólido, dejó que Sarah subiera para ver lo que había descubierto. Había por lo menos una docena de habitaciones soleadas y grandes, también con encantadoras boiseries y ventanas hermosamente configuradas, así como un salón elegante con una chimenea de mármol, que daba a la fachada principal y a lo que en otros tiempos habían sido los jardines y el parque del château. De repente, mientras iba de una habitación a otra, Sarah se dio cuenta de que no había cuartos de baño. Naturalmente, se echó a reír al pensar que no podía haberlos. En aquellos tiempos se bañaban en bañeras instaladas en los vestidores, y disponían de retretes.
Había mucho trabajo que hacer, pero cada vez estaba más claro que valdría la pena hacerlo. Incluso William parecía entusiasmado. Hizo unos planos, organizó programas de trabajo y se pasaba todo el día dando instrucciones, desde el amanecer hasta el anochecer, mientras Sarah trabajaba a su lado, lijando la madera antigua, puliendo los suelos, limpiando las boiseries, reparando las molduras doradas, sacando brillo al bronce y el latón hasta que refulgían y cuando no, se pasaba la mayor parte del día pintando. A la vez que trabajaban en la casa principal, William asignó a un grupo de hombres para que se ocuparan de arreglar la casa del guarda, con objeto de abandonar el hotel e instalarse en ella, para estar así más cerca del lugar donde desarrollaban su enorme proyecto de restauración.
La casa del guarda era pequeña. Disponía de un pequeño saloncito, un dormitorio de las mismas proporciones y una gran cocina muy acogedora. En el piso superior había dos habitaciones algo más grandes. Pero, desde luego, era adecuado para ellos dos y posiblemente incluso para una sirvienta, que podía instalarse en la habitación de abajo, si es que Sarah sentía la necesidad de disponer de una. Tendrían así una habitación para ellos y hasta otra para su bebé cuando llegara.
Sarah ya notaba al niño que se movía en su interior y cada vez que lo sentía sonreía, convencida de que sería un niño y que se parecería a William. Así se lo decía de vez en cuando y él insistía en que no le importaría que fuera una niña ya que iban a tener más hijos.
– Y esto no es como si quisiéramos tener un heredero para el trono -se chanceó, aunque ella sabía que estaba la cuestión de su título y la de heredar Whitfield y sus terrenos.
En cualquier caso, durante todo ese tiempo ambos pensaban también en algo más que en Whitfield, o incluso que en su château. En marzo, Hitler levantó su fea cabeza y «absorbió» Checoslovaquia afirmando que ya no existía como entidad propia y separada. En realidad, se había tragado a diez millones de personas que no eran de origen alemán. Apenas las hubo devorado, dirigió su atención hacia Polonia y empezó a amenazar a ese país con reivindicaciones territoriales históricas, tanto en Danzig como en otras partes.
Una semana más tarde terminó la Guerra Civil española, después de haberse cobrado más de un millón de vidas y dejando completamente arruinada a España.
Pero las cosas todavía empeoraron más en abril. A imitación de su amigo alemán, Mussolini se apoderó de Albania, y los gobiernos británico y francés empezaron a inquietarse y ofrecieron su ayuda a Grecia y Rumania si es que la necesitaban. Semanas antes le habían hecho la misma oferta a Polonia, prometiendo que esta vez se mostrarían más firmes si Hitler la agredía.
En el mes de mayo, Hitler y Mussolini firmaron una alianza, por la que cada uno de ellos se comprometía seguir al otro en el caso de que entrara en guerra, y conversaciones similares entre Francia, Inglaterra y Rusia se iniciaron, pero se detuvieron y no condujeron a ninguna parte. Fue una primavera sombría para la política mundial, y los Whitfield se sintieron hondamente preocupados aunque, al mismo tiempo, siguieron adelante con el enorme trabajo que había en el Château de la Meuze, mientras Sarah iba engordando con su bebé. Ya estaba embarazada de seis meses, y aunque William no le comentaba nada, le parecía que estaba enorme. Pero los dos eran de estatura alta, por lo que parecía razonable pensar que el niño sería de buen tamaño. Por la noche, mientras se hallaban en la cama, él lo sentía moverse dentro de ella y de vez en cuando, al acercarse mucho, notaba sus patadas.
– ¿No te duele eso? -preguntó fascinado por la vida que sentía dentro de ella, por la creciente figura redondeada de su vientre y por el bebé que no tardaría en surgir del amor que ambos compartían.
Aquel milagro seguía abrumándole. Seguía haciéndole el amor de vez en cuando, pero cada vez tenía más miedo de hacerle daño y ella parecía menos interesada ahora. Trabajaban sin descanso en el château y por la noche, al acostarse, ambos caían rendidos. Los obreros llegaban a las seis de la mañana y ya empezaban a martillear y hacer ruido.
A finales de junio ya pudieron instalarse en la casa del guarda, dejando las habitaciones que habían ocupado hasta entonces en el hotel. Ahora ya vivían a solas, y en un lugar que empezaba a adquirir un aspecto civilizado. William trajo un numeroso equipo de jardineros desde París para que se dedicaran a arrancar, podar y plantar, para convertir otra vez en un jardín lo que hasta entonces no había sido más que una jungla. El parque ocupó más tiempo, pero en agosto ya se vislumbraba la esperanza de que también eso quedaría arreglado, y para entonces, al ver las cosas con la perspectiva del tiempo transcurrido, incluso les extrañó comprobar las mejoras que habían hecho en toda la finca y en la casa. William ya empezaba a pensar que quizá pudieran instalarse a finales de mes, a tiempo para que Sarah diera a luz. Trabajaba mucho en el acondicionamiento de sus habitaciones, con intención de que Sarah se sintiera cómoda en ellas, para así poder ir trabajando en el resto de la casa, una vez que se hubieran instalado. Tardarían años en terminar con los innumerables detalles, pero ya habían conseguido mucho y en un tiempo considerablemente corto.
De hecho, cuando George y Belinda fueron a visitarles en el mes de julio, quedaron asombrados al ver todo lo que habían hecho. Jane y Peter también les visitaron, aunque a las dos hermanas les pareció muy breve. Jane estaba entusiasmada con William y muy emocionada por el hijo que Sarah no tardaría en alumbrar. Le prometió volver cuando hubiera nacido, para conocerlo, aunque ella misma también se hallaba en estado de buena esperanza y transcurriría algún tiempo antes de que pudiera volver a Europa. Los padres de Sarah también habían querido venir, pero su padre no se había sentido muy bien últimamente, aunque Jane le aseguró que no se trataba de nada serio. Además, estaban reconstruyendo Southampton a marchas forzadas, aunque su madre tenía intención de visitarles en otoño, una vez que hubiera nacido el niño.
Una vez que Peter y Jane se hubieron marchado, Sarah se sintió muy sola durante varios días, y volvió a entregarse por completo a la casa, para animarse. Trabajó sin horario para terminar su alcoba y especialmente la encantadora habitación situada al lado y destinada al bebé.
– ¿Cómo van las cosas por ahí dentro? -le preguntó William una tarde, trayéndole una rebanada de pan, un poco de queso y una taza de café humeante.
William se había portado de un modo magnífico con su familia, lo mismo que hacía con todo el mundo y, sobre todo, con ella. Ahora, más que nunca, Sarah le amaba profundamente.
– Yo estoy aquí -contestó ella con orgullo.
Había estado limpiando cuidadosamente una boiserie, que ahora tenía mucho mejor aspecto que cualquiera de las que hubieran visto en Versalles.
– Trabajas muy bien -le alabó él, admirando su tarea con una sonrisa amable-. Yo mismo te contrataría -añadió inclinándose para besarla-. ¿Te encuentras bien?
– De primera.
La espalda le dolía mucho, pero no se lo habría dicho por nada del mundo. Le encantaba lo que estaba haciendo allí y, además, el embarazo ya no duraría mucho más tiempo. Sólo tres o cuatro semanas más. Ya habían encontrado un hospital pequeño y limpio en Chaumont, donde podría dar a luz. Allí trabajaba un médico muy atento al que ella acudía a ver cada pocas semanas. En su opinión, todo marchaba bien, aunque le advirtió que probablemente sería un niño bastante grande.
– ¿Qué significa eso? -preguntó ella tratando de aparentar naturalidad.
Durante los últimos días había empezado a sentirse un poco nerviosa al pensar en el parto, pero no había querido asustar a William con sus preocupaciones que, de todos modos, le parecían tonterías.
– Podría ser necesario practicar una cesárea -confesó el médico-. Puede ser desagradable, pero hay ocasiones en que la madre y el niño pueden estar más seguros de ese modo, si el bebé es grande, y el suyo lo es.
– ¿Podré tener más hijos si me hace la cesárea?
El médico vaciló y finalmente negó con la cabeza, pues pensaba que debía decirle la verdad.
– No, no podrá.
– En tal caso, no quiero que me la haga.
– Entonces, muévase mucho, camine todo lo que pueda, haga ejercicio, nade si hay un río cerca de su casa. Eso la ayudará en el parto, madame la duchesse.
El hombre siempre se inclinaba amablemente ante ella al marcharse, y aunque no le gustaba la idea de la cesárea, a ella le gustaba como médico. No le comentó a William el hecho de que el bebé fuera grande, o la posibilidad de que tuvieran que practicarle una cesárea. Pero había una cosa de la que sí estaba segura, y era que deseaba tener más hijos. Decidió hacer todo lo posible para que fuera así.
Al niño todavía le faltaban una o dos semanas para nacer, cuando Alemania y Rusia firmaron un pacto de no agresión, dejando sólo a Francia y Gran Bretaña como potencias aliadas, puesto que Hitler ya había firmado un pacto con Mussolini y España había quedado virtualmente destruida y no podía ayudar a nadie.
– Parece que las cosas se ponen serias, ¿verdad? -preguntó Sarah una noche.
Acababan de instalarse en su dormitorio del château y, a pesar de que todavía faltaban por terminar los pequeños detalles, ella creía no haber visto nunca nada tan hermoso, que era precisamente la misma sensación que experimentaba William cuando miraba a su esposa.
– La situación no es buena. Probablemente, tendré que regresar a Inglaterra en cualquier momento para ver qué piensan en el 10 de Downing Street. -No le había comentado nada hasta entonces para no preocuparla-. Quizá sería mejor que regresáramos durante unos pocos días, una vez que haya nacido el bebé.
De todos modos, querían presentárselo a su madre, de modo que Sarah no se opuso a la idea.
– Resulta difícil creer que vayamos a entrar en guerra. Me refiero a Inglaterra -añadió puesto que cada vez se sentía más como una inglesa, a pesar de haber conservado su ciudadanía estadounidense cuando se casó con William, y él no vio ninguna razón en particular para que no lo hiciera.
Lo único que deseaba Sarah era que el mundo se tranquilizara el tiempo suficiente como para permitirle dar a luz. No quería tener que preocuparse por una guerra, cuando lo que deseaba era construir un hogar tranquilo para su hijo.
– Si ocurre algo no te marcharás, ¿verdad, William? -preguntó de improviso, presa del pánico, repasando mentalmente todas las posibilidades.
– No me marcharé antes de que nazca el niño. Eso sí puedo prometértelo.
– ¿Y después? -preguntó abriendo mucho los ojos, aterrorizada ante la idea.
– Sólo si estalla una guerra. Pero deja de preocuparte por eso ahora. No es bueno para ti en estos momentos. No me voy a ir a ninguna parte, excepto para acompañarte al hospital, así que no pienses más tonterías.
Aquella noche, mientras permanecían acostados en su nueva alcoba, tuvo unos ligeros dolores, pero ya habían desaparecido por la mañana y se sintió mejor. En efecto, era una tontería preocuparse ahora por la guerra, y a la mañana siguiente, al levantarse, se dijo a sí misma que sólo era que estaba nerviosa por la proximidad del parto.
Pero el primero de septiembre, cuando trabajaba en el suelo de una de las pequeñas habitaciones situadas encima de la suya, que algún día serían para los niños, oyó que alguien gritaba algo ininteligible abajo. Acto seguido oyó a alguien correr escaleras abajo y, por un momento, pensó que quizás uno de los obreros se habría herido, así que bajó a la cocina, dispuesta a ayudar en lo que pudiera. Pero allí los encontró a todos reunidos, escuchando la radio.
Alemania acababa de atacar a Polonia, por tierra y por aire. William estaba allí de pie, oyendo las noticias, acompañado por los obreros. A continuación, todos se pusieron a discutir sobre si Francia debía o no socorrer a Polonia. Unos pocos pensaron que debía hacerlo, pero a la mayoría no les importaba. Cada cual tenía sus propios problemas en casa, sus familias y sus preocupaciones, pero unos pocos estaban convencidos de que había que detener a Hitler antes de que fuera demasiado tarde. Sarah se quedó allí de pie, llena de terror, mirando fijamente a William y a los demás.
– ¿Qué significa esto? -preguntó.
– Nada bueno -le contestó su esposo con sinceridad-. Tendremos que esperar y ver qué ocurre.
Acababan de terminar el tejado de la casa. Las ventanas ya estaban hechas, bien cerradas, así como los suelos, y se habían instalado los cuartos de baño. Faltaba todavía abordar los detalles. No obstante, la parte principal del trabajo ya se había hecho, y su hogar estaba ahora completo, a salvo de los elementos y del mundo, justo a tiempo para que ella diera a luz. El mundo, sin embargo, había dejado de ser un lugar seguro, y no había ninguna forma de cambiar eso.
– Quiero que olvides ahora mismo todo lo que sucede a nuestro alrededor -le urgió él.
En los dos últimos días había observado que ella dormía mal, y sospechaba que se acercaba el día. Cuando llegara el momento quería que ella estuviera completamente libre de toda clase de temores y preocupaciones. La posibilidad de que Hitler no se detuviera en Polonia era algo muy real. Tarde o temprano, Gran Bretaña tendría que dar un paso adelante y detenerle. William lo sabía, pero no se lo dijo a Sarah.
Aquella noche, cenaron tranquilamente en la cocina. La mente de Sarah se centró en cosas serias, como siempre, pero William intentó distraerla. No le permitió hablar de las noticias, y sólo quería que pensara en algo agradable. Le habló de la casa, tratando de mantener su mente alejada de los acontecimientos que se producían en el mundo, pero no resultó fácil.
– Dime qué quieres hacer con el comedor. ¿Deseas restaurar los paneles de madera originales, o utilizar algunas de las boiseries que encontramos en los establos?
– No lo sé -contestó con expresión indiferente, haciendo un esfuerzo por centrar su atención en su pregunta-. ¿Qué te parece a ti?
– Yo creo que la boiserie se conserva muy bien. Con los paneles de la biblioteca ya es más que suficiente.
– Sí, yo también lo creo.
Jugueteaba con la comida que tenía en el plato, con aire ausente. William se dio cuenta de que no tenía apetito. Se preguntó si no estaría enferma, pero no quería presionarla. Esta noche parecía cansada, y preocupada. Todos lo estaban.
– ¿Y qué me dices de la cocina? -Habían dejado al descubierto los ladrillos originales, que databan de casi cuatrocientos años antes, algo que a William le encantaba-. A mí me gusta tal como está, pero quizá tú quieras algo más pulido.
– En realidad, no me importa -contestó mirándole con una repentina expresión desolada-. Me pongo enferma cada vez que pienso en esa pobre gente de Polonia.
– No puedes estar pensando en eso ahora, Sarah -le dijo él con suavidad.
– ¿Por qué no?
– Porque no es bueno ni para ti ni para el niño -contestó él con voz firme.
Pero ella empezó a llorar. Se levantó de la mesa y empezó a caminar por la cocina. Cualquier cosa parecía alterarla ahora que estaba tan cerca de dar a luz.
– ¿Y qué sucede con las mujeres polacas que están embarazadas como yo? Ellas no pueden cambiar de tema.
– Es un pensamiento horrible -admitió él-, pero en estos momentos, precisamente ahora, no podemos hacer nada para evitarlo.
– ¿Por qué no, maldita sea? ¿Por qué se mete con ellas ese maníaco? -vociferó.
Volvió a sentarse, respirando entrecortadamente, con un dolor evidente.
– Sarah, ya basta. No te alteres. -La hizo subir a su alcoba e insistió en que se tumbara en la cama, pero ella seguía llorando cuando lo hizo-. No puedes soportar el peso del mundo entero sobre tus hombros.
– No son mis hombros, ni es el mundo, sino sólo tu hijo.
Le sonrió a través de las lágrimas, pensando de nuevo en lo mucho que amaba a William. Era tan infinitamente bueno con ella, tan incansable, había trabajado tanto en la restauración del château…, y todo ello sólo porque la amaba, aunque ahora ya había aprendido a querer este lugar, algo que la conmovía.
– ¿Crees que este pequeño monstruo se decidirá a salir alguna vez de donde está? -preguntó con acento cansado, mientras él le frotaba la espalda.
Aún tenía que bajar a la cocina para retirar los platos, pero no quería dejarla sola hasta que se hubiera relajado, y era obvio que todavía no lo estaba y puede que no lo estuviese durante un rato.
– Creo que terminará por hacerlo en cualquier momento. Por ahora, está dentro del horario previsto. ¿Qué nos dijo lord Allthorpe? ¿El primero de septiembre? Eso es precisamente hoy, así que sólo se retrasaría si no ha nacido mañana.
– Es tan grande.
La preocupaba no ser capaz de darlo a luz por sí misma. En las últimas semanas había engordado mucho. Y recordaba lo que le había dicho el médico del cercano hospital: que era muy grande.
– Saldrá, no te preocupes. Lo hará en cuanto esté preparado.
– William se inclinó sobre ella y la besó tiernamente en los labios-. Por ahora, sólo tienes que descansar un rato. Te traeré una taza de té.
Pero algo más tarde, cuando regresó con lo que los franceses llamaban una infusión de menta, ella se había quedado dormida sobre la cama, todavía vestida, y él no la despertó. Durmió a su lado aquella noche. A primera hora Sarah se despertó con un sobresalto al sentir un agudo dolor. Pero ya los había tenido en otras ocasiones, aparecían y desaparecían y al poco remitían por completo. En realidad, ahora se sentía mucho más fuerte que en las últimas semanas, y tenía una larga lista de cosas que quería terminar en el cuarto del niño, antes de que naciera. Se pasó allí todo el día, trabajando, olvidada de sus preocupaciones, y se negó incluso a bajar para almorzar cuando él la llamó. William tuvo que subirle el almuerzo y la regañó por haber trabajado tanto. Ella se volvió a mirarle y se echó a reír. Tenía mejor aspecto y parecía más feliz que en las últimas semanas, y él sonrió, aliviado.
– Bueno, al menos ya sabemos que no voy a perder al bebé -dijo ella dándose una palmaditas en el enorme vientre, inmediatamente contestadas por las fuertes patadas del bebé.
Tomó apenas un bocado de pan y otro de manzana y volvió a enfrascarse en el trabajo. Hasta arregló y guardó en los cajones las ropas y pañales del bebé. Al morir el día había hecho todo lo que se había propuesto, y la habitación tenía un aspecto inmaculado. Lo había preparado todo en encaje blanco, con cintas de satén a juego. Había escogido una cuna antigua, un hermoso armario pequeño, una cómoda que encontró en la casa y que ella misma lijó y pintó; y los suelos tenían ahora un pálido color miel, parcialmente cubiertos por una alfombra de Aubusson. La habitación desbordaba cariño y calor, y lo único que faltaba en ella era la presencia del niño.
A la hora de la cena, bajó a la cocina y preparó algo de pasta, pollo frío y ensalada para los dos. Calentó una sopa, puso el pan en la mesa y luego llamó a William, que estaba arriba. Le sirvió un vaso de vino, pero ella no quiso probarlo. Sarah no deseaba beber vino porque le producía una terrible acidez.
– Has hecho un buen trabajo.
Acababa de estar en la habitación del niño y quedó impresionado por la mucha energía que ella había desplegado. No la había visto tan animada desde hacía meses, y después de cenar Sarah sugirió salir a dar un paseo por el jardín.
– ¿No crees que deberías descansar? -propuso, ligeramente preocupado por la posibilidad de que ella se estuviera agotando.
No importaba que sólo tuviera 23 años; dentro de poco tendría que pasar por un doloroso trance, del que siempre había oído decir que no era fácil, y deseaba que descansara todo lo posible.
– ¿Para qué? Es posible que el bebé no llegue en varios días. Empiezo a creer que podría continuar así indefinidamente.
– Desde luego, actúas como si fuera así. ¿Te encuentras bien?
La miró con atención, pero no observó nada extraño. Parecía estar bien. La mirada de sus ojos era centelleante y clara, tenía las mejillas sonrosadas, y se burlaba de él al tiempo que reía.
– Me encuentro muy bien, William, te lo prometo.
Esta noche conversaron sobre los padres de Sarah, sobre Jane, su madre y la casa de Long Island. Su familia también había emprendido amplios trabajos allí, y su padre informó que todo habría vuelto a la normalidad para el próximo verano. Parecía mucho tiempo, pero lo cierto era que la finca había sufrido graves daños a causa de la tormenta. Seguían echando de menos a Charles, y ahora habían contratado a un nuevo guarda. Un japonés y su esposa.
Mientras caminaban por los jardines, le entró la nostalgia. Los pequeños macizos de flores plantados aquí y allá empezaban a crecer, y el jardín irradiaba esperanza y promesa, lo mismo que ella.
Finalmente, volvieron a casa y se sentó de grado a descansar. Leyó un libro durante un rato, y luego se levantó, se desperezó y se dirigió hacia la ventana para contemplar la luz de la luna. Su nuevo hogar era hermoso y a ella le gustaba todo lo que contenía. Era como el sueño de su vida convertido en realidad.
– Gracias por todo esto -dijo en voz baja desde donde estaba y él la miró desde la cama, conmovido por el aspecto tan dulce que ofrecía, tan joven y tan lleno de vida. Y entonces, al dirigirse hacia la cama, se detuvo, miró a su alrededor, bajó la mirada hacia el suelo y luego la levantó hacia el techo-. Maldita sea, creo que tenemos un enorme escape de agua. Una de las cañerías tiene que haber reventado.
No podía ver nada por arriba, en el techo, pero el suelo estaba cubierto por un gran charco de agua. William se levantó, con el ceño fruncido y miró hacia el techo.
– Yo no veo nada. ¿Estás segura? -Pero ella señaló el suelo, miró a su alrededor y luego a su espalda. Él lo comprendió antes que ella-. Creo que es a ti a quien se le ha reventado la cañería, querida -dijo con suavidad, sonriendo, no muy seguro de saber lo que debía hacer para ayudarla.
– ¿Qué quieres decir?
Se sintió insultada cuando él sacó un montón de toallas del cuarto de baño que habían instalado en la habitación contigua y, de repente, la comprensión de lo que sucedía empezó a aparecer en sus ojos. Ni siquiera se le había ocurrido pensarlo. Había roto aguas.
– ¿Crees que se trata de eso? -preguntó mirando a su alrededor, mientras él empapaba el charco con las toallas y sólo entonces se dio cuenta de que tenía todo el camisón mojado.
Sí, su esposo tenía razón. Había roto aguas.
– Llamaré al médico -dijo William, levantándose.
– No creo que tengamos que hacerlo. Dijo que podía transcurrir todo un día antes de que sucediera algo después de esto.
– De todos modos, me sentiría mejor sí lo llamaras.
Pero, en realidad, se sintió bastante peor después de llamar al hospital de Chaumont. El professeur Vinocour, como solían llamar a los médicos en Francia, había partido con tres colegas suyos en dirección a Varsovia. Iban allí a ofrecer sus servicios y hacer todo lo que pudieran por ayudar; además, aquella noche se había producido un espantoso incendio en un pueblo vecino. Todas las enfermeras estaban allí para ayudar y no había ningún médico disponible. En el hospital se encontraban desesperadamente faltos de personal, y la última preocupación que necesitaban era un parto corriente, aunque se tratara de madame la duchesse. Por una vez, nadie pareció quedar impresionado por su título.
– Un parto no suele presentar grandes problemas -le dijeron.
Le sugirieron que llamara a una mujer de una de las granjas vecinas, o a alguien del hotel, pero le dijeron que en esos momentos no podían hacer nada por ayudarle. No supo qué decirle a Sarah cuando regresó al dormitorio. Se sentía culpable, ya que creía que debería haberla llevado a Londres, o por lo menos a París. Ahora, sin embargo, ya era demasiado tarde. De niño había ayudado en una ocasión a parir unos cachorros, pero, desde luego, no tenía ni la menor idea de cómo ayudar a traer un niño al mundo, y tampoco Sarah. Ella era incluso más ignorante que él, pues sólo había pasado por la experiencia del aborto y entonces le administraron anestesia general. Ni siquiera disponía de algo para ayudarla a soportar el dolor, o para ayudar al bebé, si es que se presentaban problemas. De repente, recordó lo que le había dicho, que a veces transcurría todo un día entre el momento en que empezaban los dolores del parto y el alumbramiento. La llevaría en el coche hasta París. Sólo estaban a dos horas y media de distancia. Decidió que era la solución perfecta y subió corriendo la escalera hacia la habitación. En cuanto entró en la alcoba, observó su rostro con consternación. Las contracciones ya habían empezado, como una venganza, surgiendo de la nada.
– Sarah. -Corrió hasta la cama, donde ella se esforzaba por respirar, retorciéndose de dolor-. No hay médicos en el hospital. ¿Te sientes lo bastante fuerte como para que te lleve hasta París en el coche?
Pero ella le miró horrorizada ante la simple sugerencia.
– No puedo… No sé qué ha ocurrido… No puedo moverme. Los dolores son terribles, y muy seguidos.
– Vuelvo ahora mismo -dijo él dándole unas palmaditas en el brazo.
Se precipitó escalera abajo, decidido a seguir el consejo de la mujer con la que había hablado por teléfono. Llamó al hotel y preguntó si había allí alguien que pudiera ayudarle en aquella situación, pero le contestó la hija del propietario, que sólo tenía diecisiete años y se mostró muy tímida. Le dijo que todos se habían marchado para ayudar a apagar el incendio. William comprendió al punto que la muchacha no le sería de ninguna utilidad.
– Está bien, si aparece alguien, quienquiera que sea, cualquier mujer que pueda ayudar, envíela al château, por favor. Mi esposa está dando a luz.
Colgó el teléfono y volvió a subir corriendo la escalera para acudir junto a Sarah, que estaba tendida en la cama. La encontró bañada en sudor, jadeando y gimiendo.
– Todo está bien, cariño. Vamos a hacer esto los dos juntos.
Fue a lavarse las manos y regresó con otro montón de toallas, rodeándola con ellas. Le aplicó un paño frío sobre la cabeza y ella quiso decir algo, darle las gracias, pero el dolor era demasiado fuerte como para poder hablar. Sin ningún motivo, William miró el reloj. Era casi la medianoche.
– Bueno, vamos a tener el bebé juntos.
Intentó que su tono de voz sonara alegre, y le sostuvo la mano. Ella se agitó de dolor ante sus propios ojos. William no tenía ni la menor idea de lo que debía hacerse y ella le rogaba que hiciera algo cada vez que sentía los fuertes dolores que parecían desgarrarla por dentro.
– Intenta resistirlo. Intenta pensar en ello como algo necesario para el alumbramiento de nuestro hijo.
– Es tan terrible… William…, William… Haz que se detenga… ¡Haz algo! -gimió.
Pero él permaneció sentado a su lado, impotente, deseando ser útil, aunque sin saber qué hacer. No estaba seguro de que alguien pudiera ayudar en una situación así, a pesar de que ella se sentía abrumada por los terribles dolores. El aborto podía haber sido algo terrible, pero esto era infinitamente peor. Mucho peor que sus más oscuros temores sobre cómo sería el parto.
– ¡Oh, Dios…, William! ¡Oh…! ¡Noto que ya viene!
A él le alivió saber que vendría tan pronto, pues imaginaba que si duraba poco tiempo, ella sobreviviría. Rezó para que todo fuera muy deprisa.
– ¿Puedo mirar? -preguntó, vacilante.
Ella le indicó que sí y apartó aún más las piernas, como si quisiera dejar más espacio para el bebé. Al mirar, William pudo verle la cabeza, pero sólo una punta, cubierta de una pelusilla de color rubio. El espacio que pudo ver debía tener unos cinco centímetros de circunferencia, y le pareció que ya debía de estar a punto de nacer, así que le gritó excitado:
– Puedo verlo, cariño. Está saliendo. Empuja ahora. Adelante…, empuja a nuestro hijo.
Continuó animándola de ese mismo modo, y pudo observar brevemente el resultado de sus esfuerzos. Por un instante, la cabeza pareció adelantarse aún más, para luego retroceder. Era como un baile a cámara lenta y no se produjo ningún cambio durante un largo rato. Luego, la parte de la cabeza que podía ver pareció hacerse un poco más grande. Le apretó las piernas contra el pecho, para que pudiera empujar con más fuerza, pero el bebé no se movió, y Sarah parecía desesperada, sin dejar de gritar a cada dolorosa contracción, recordando lo que le había dicho el médico, que la criatura podía ser demasiado grande para nacer de ese modo.
– Sarah, ¿no puedes empujar más fuerte? -le instó.
El niño parecía haber quedado atascado. Y ya llevaban varias horas intentándolo. Eran las cuatro de la madrugada, y ella llevaba haciendo esfuerzos desde la medianoche. Casi no había momentos de respiro entre las contracciones, y sólo disponía de unos pocos segundos para recuperar la respiración y volver a empujar. William observó que Sarah empezaba a sentir pánico, a perder el control de la situación. La sujetó de nuevo por las piernas y le habló con firmeza.
– ¡Empuja! ¡Empuja ahora! ¡Ahora…, vamos! Eso es…, ¡más fuerte! ¡Sarah! ¡Empuja más fuerte!
Le estaba gritando, y lo lamentaba mucho, pero no tenía más remedio. El bebé no había salido todavía lo suficiente como para que él pudiera maniobrar para sacarlo. Al gritarle, observó que la cabeza parecía salir un poco más. Lo estaban consiguiendo poco a poco, pero ya eran más de las seis y el sol empezaba a salir, y ellos todavía estaban allí, sin conseguir nada.
Ella siguió empujando, y a las ocho de la mañana empezó a perder mucha sangre. Estaba mortalmente pálida, y el niño no parecía haberse movido desde hacía horas. Entonces, oyó que alguien hacía ruido en la planta baja y gritó para llamar a quienquiera que pudiera oírle. Sarah apenas si era consciente de lo que ocurría, y sus esfuerzos eran ahora mucho más débiles. Prácticamente, no podía seguir. William oyó unos pasos que subían con rapidez la escalera. Un momento después vio a Emanuelle, la joven del hotel, con los ojos muy abiertos, y llevando un vestido azul y un delantal.
– He venido a ver si podía ayudar a madame la duchesse con el bebé.
Pero William abrigaba la trágica sospecha de que su esposa se moría, y de que no habría ningún bebé. Tenía una fuerte hemorragia, aunque no incontrolable. Pero la criatura no se movía y ella ya no tenía fuerzas para seguir empujando cuando aparecían las contracciones. Permanecía allí echada, profiriendo gritos y gemidos, y si no hacían algo pronto, él los iba a perder a los dos. Para entonces, ella ya llevaba nueve horas de parto y no había conseguido nada.
– Ven en seguida y ayúdame -le dijo con tono urgente a la muchacha, que se adelantó hacia la cama sin vacilar-. ¿Has ayudado alguna vez a traer un niño al mundo? -le preguntó sin apartar la mirada de Sarah, cuyo rostro tenía ahora un color grisáceo, con los labios ligeramente azulados. Hacía rodar los ojos en las órbitas y él seguía hablándole-. ¡Sarah! ¡Escúchame! Tienes que empujar. Tienes que hacerlo. Todo lo fuerte que puedas. Escúchame, Sarah. ¡Empuja! ¡Ahora! -Durante todo aquel tiempo había aprendido a anticiparse a las contracciones al mantener una mano sobre el estómago de Sarah. Se volvió hacia la muchacha del hotel-. ¿Sabes lo que hay que hacer?
– No -contestó ella ingenuamente-. Sólo lo he visto hacer a los animales -dijo con un fuerte acento francés, a pesar de que hablaba bien el inglés-. Creo que ahora debemos ayudarla a empujar o…, o…
No quería decirle que su esposa podía morir, pero eso ya lo sabía él.
– Lo sé. Quiero que empujes todo lo que puedas, que empujes al bebé hacia mí. Cuando yo te lo diga.
Trató de adelantarse a la siguiente contracción, pero ya se estaba produciendo. Le hizo una señal a la muchacha y empezó a gritarle a Sarah para que empujara con fuerza. En esta ocasión, el bebé se movió más de lo que se había movido desde hacía horas. Emanuelle lo empujaba todo lo que podía, con el temor de que pudiera matar a la duquesa, pero sabiendo que no tenía otra alternativa. Siguió empujando una y otra vez, intentando hacer salir al bebé, sacarlo a la vida, antes de que se perdieran tanto él como la madre.
– ¿Sale? -preguntó la muchacha y vio que Sarah abría los ojos y que él asentía con un gesto.
Sarah pareció darse cuenta de la presencia de ambos, pero sólo por un breve instante, porque luego se hundió en una nueva oleada de dolor.
– Vamos, cariño, empuja otra vez. Trata de ayudarnos esta vez -dijo William con serenidad, luchando por contener sus propios temores, mientras ella gritaba de dolor.
Emanuelle se inclinó sobre ella con todo su peso y empujó con toda la fuerza que pudo ejercer, mientras William observaba y rezaba y entonces, lenta, muy lentamente, la cabeza fue saliendo al exterior y antes de que ambos pudieran liberar el recién nacido emitió un prolongado grito. Sarah se agitó al oírlo y miró a su alrededor, como si no comprendiera lo que había ocurrido.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó débilmente, mirando fijamente a William.
– Ha sido nuestro hijo -le contestó William con lágrimas en los ojos.
Sarah empezó a sentir pánico al notar que volvían los dolores y que tenía que seguir empujando. Todavía tenían que liberarle los hombros, pero William podía ayudar ahora en esa tarea, y mientras la madre y el niño gemían, sintió el sudor mezclado con las lágrimas. Sarah ya no pudo colaborar más. Se encontraba demasiado débil y el niño era demasiado grande. El médico de Chaumont había tenido razón. No debería haber intentado dar a luz a este niño, pero ahora ya era tarde. Ya casi había nacido, y sólo tenían que extraerlo de su madre.
– ¡Sarah! ¡Vuelve a empujar! -gritó William, mientras Emanuelle seguía apretándole el abdomen hasta que casi dio la impresión de que podría atravesarla.
Pero el bebé volvió a avanzar, y William logró sacarle un brazo, aunque no encontró el otro. Y entonces, de improviso, recordó los cachorros a los que había ayudado a nacer hacía mucho tiempo. A uno de ellos le había ocurrido lo mismo, y había sido terrible para la madre, pero él había logrado salvarlos a ambos. El perrito había sido muy grande, como veía ahora que era su propio hijo.
En esta ocasión, cuando el dolor desgarró a Sarah y gritó, William introdujo la mano y trató de hacer girar al bebé, para colocarlo en una posición diferente, tanteando con mucha suavidad. Sarah se agitó angustiada, tratando de rechazarlo.
– ¡Sujétala! -le gritó a la muchacha-. ¡No dejes que se mueva!
Si continuaba moviéndose así, podía matar al niño. Pero Emanuelle la sujetó con firmeza, mientras William le apartaba las piernas a Sarah y trataba de liberar a la criatura. Y entonces, de repente, con un extraño y ligero sonido, el otro brazo quedó liberado. Los hombros aparecieron a la vista y un momento más tarde William sacó el resto. Era un niño muy hermoso y absolutamente enorme.
William lo sostuvo en alto, a la luz de la mañana y lo contempló en toda su belleza. Ahora sabía lo que quería decir su madre cuando hablaba de un milagro, pues esto era un verdadero milagro.
Cortó el cordón cuidadosamente y le entregó el bebé a la muchacha, limpió con ternura el rostro de Sarah con paños húmedos, y trató de contener la hemorragia con toallas.
Pero ahora Emanuelle sí sabía lo que debía hacer. Dejó suavemente al recién nacido en un pequeño nido de sábanas hecho apresuradamente en el suelo y se incorporó para enseñarle a William.
– Tenemos que apretar con fuerza sobre su estómago…, así, para que deje de sangrar. He oído decírselo a mi madre al referirse a mujeres que han tenido muchos hijos.
Y mientras lo decía, apretó el bajo vientre de Sarah, incluso con más fuerza de la que había empleado hasta entonces, amasándolo como si fuera pan, mientras Sarah gritaba ya sin fuerzas y les rogaba que se detuvieran. Pero William comprendió que la muchacha tenía razón, y la hemorragia remitió poco a poco, hasta que finalmente se detuvo, a excepción de lo que les pareció normal a ambos.
Para entonces, ya era mediodía, y William apenas si podía creer que su hijo hubiera tardado doce horas en nacer. Doce horas a las que apenas si habían sobrevivido Sarah y su hijo. Ella seguía mortalmente pálida, pero ya no tenía los labios azulados. Entonces, tomó al bebé y lo sostuvo delante de ella, para que pudiera verlo. Sarah sonrió, pero estaba demasiado débil para sostenerlo, y miró a William con expresión de agradecimiento, dándose cuenta instintivamente de que él les había salvado la vida a ambos.
– Gracias -susurró con las lágrimas corriendo por sus mejillas, al tiempo que él se inclinaba para besarla.
Volvió a entregar el niño a Emanuelle, que se lo llevó abajo para lavarlo y devolvérselo a la madre más tarde. William se dedicó a bañar a Sarah. Limpió la cama, cambió las sábanas, y la envolvió a ella en sábanas y toallas limpias. Sarah se sentía muy débil para moverse, o siquiera para hablar, pero le observó agradecida y por fin se recostó sobre las almohadas limpias y se quedó medio dormida. Habían sido los peores momentos por los que había tenido que pasar William en toda su vida y, al mismo tiempo, también los más hermosos. Ahora, se sentía abrumado por sus propias emociones. Bajó a la cocina para prepararle a Sarah una taza de té y añadirle un poco de coñac. No pudo resistir la tentación de tomar él mismo una copa.
– Es un niño muy hermoso -le dijo Emanuelle, mirándole-. Y pesa cinco kilos -anunció sorprendida.
Eso explicaba la agonía por la que había tenido que pasar Sarah. William sonrió, aturdido, y trató de expresarle su agradecimiento a la muchacha. Había sido muy valiente, e increíblemente útil y sabía que, sin su ayuda, él solo no habría podido salvar al niño o a Sarah.
– Gracias -le dijo, mirándola con expresión agradecida-. No podría haberlos salvado sin tu ayuda.
La muchacha sonrió y ambos subieron a la habitación para ver cómo seguía Sarah, que tomó un sorbo de té y volvió a sonreír al ver a su bebé. Seguía teniendo dolores y estaba muy débil, pero sabía que el coñac le ayudaría a recuperarse. A pesar de su debilitado estado, se sentía muy emocionada por haber tenido a su hijo.
William le comunicó que pesaba cinco kilos, y hubiera querido pedirle disculpas por todo lo que había tenido que hacerle pasar, pero no tuvo oportunidad de decir nada más, porque ella se quedó profundamente dormida apenas posó la cabeza sobre la almohada. Y permaneció así, durmiendo, durante varias horas, mientras William se quedaba allí sentado en un sillón, a la cabecera de la cama, vigilando su sueño. Al anochecer, cuando se despertó parecía haberse recuperado bastante y le pidió que la ayudara a ir al cuarto de baño. Así lo hizo él, y luego la ayudó a regresar a la cama, maravillado ante la resistencia que demostraba.
– Estaba tan preocupado por ti -le confesó una vez que se hubo acostado de nuevo-. No tenía ni la menor idea de que el crío pudiera ser tan grande. Cinco kilos es mucho.
– El médico ya me avisó -confesó ella, aunque no le dijo que no había querido que le practicaran la cesárea por temor a que no pudieran tener más hijos.
Sabía que si hubiera existido esa posibilidad, William la habría obligado a marchar a Londres. Pero ahora se alegraba de no haberlo hecho, le alegraba haber sido valiente, aunque fuera un poco tonta. Ahora podría tener más hijos… y su hermoso niño… Iban a llamarlo Phillip Edward, por el abuelo de William y el padre de ella. Y ahora, sosteniendo a su hijo por primera vez entre sus brazos, pensaba que nunca había visto a una criatura tan hermosa.
Emanuelle se marchó al anochecer, y al bajar a la planta baja vio a algunos de los hombres que habían trabajado para él, saludándole desde la distancia. Les devolvió el saludo con una sonrisa, creyendo que lo felicitaban por la llegada del bebé, pero al mirarlos más atentamente se dio cuenta de que le estaban gritando algo, algo que no comprendió al principio, y entonces oyó con claridad una palabra que le dejó la sangre helada, y echó a correr hacia ellos.
– C'est la guerre, monsieur le duc… C'est la guerre.
Había estallado la guerra. Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Alemania aquella misma tarde. Su hijo acababa de nacer, y su esposa había estado a punto de morir, y ahora él se vería obligado a abandonarlos. Permaneció allí de píe durante largo rato, oyéndoles hablar, sabiendo que tendría que regresar a Inglaterra tan pronto como le fuera posible. Si podía, tenía que enviar un mensaje a Inglaterra ahora mismo. ¿Y qué le diría a Sarah? Decidió no decirle nada por el momento. Todavía estaba muy débil para conocer la noticia. Pero tendría que saberla pronto. No podría quedarse con ellos durante mucho más tiempo.
Regresó apresuradamente a la alcoba para comprobar cómo estaban ella y el niño, que dormía. Y al subir la escalera, unas lágrimas descendieron por sus mejillas. Era tan injusto… ¿Por qué precisamente ahora? Ella se quedó mirándole, como si supiera algo, como si percibiera lo que ocurría.
– ¿Qué ha sido ese ruido ahí fuera? -preguntó con voz débil.
– Algunos de los hombres vinieron para felicitarte por haber traído al mundo a un muchacho tan guapo.
– Qué amables -dijo ella sonriente, medio dormida.
Y volvió a quedarse dormida, mientras él se quedaba allí, a su lado, junto a la cama, vigilándola, lleno de temores por lo que pudiera suceder.