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El funeral fue sombrío y grave, se celebró en la iglesia de La Marolle y el coro local cantó el Ave María, con Sarah en los bancos de la iglesia, acompañada por sus hijos. Llegaron amigos íntimos desde París, pero el oficio fúnebre principal se celebraría en Londres, cinco días después.

Lo enterró junto a Lizzie, en el Château de la Meuze, y ella y Phillip discutieron sobre ello durante toda la noche, porque él afirmaba que, desde hacía siete siglos, los duques de Whitfield se enterraban en Whitfield. Ella no podía estar de acuerdo con su hijo. Deseaba que estuviera allí, con ella y con su hija, en el mismo lugar que tanto había amado y donde había vivido y trabajado con Sarah.

Salieron en silencio de la iglesia, sosteniendo la mano de Isabelle, con Julian rodeándola con un brazo. Emanuelle había llegado desde París y salió de la iglesia cogida del brazo de Phillip. Formaron un pequeño grupo y, más tarde, Sarah sirvió el almuerzo para todos en el château. Los habitantes del pueblo también presentaron sus respetos, y Sarah invitó a almorzar a aquellos que habían conocido, servido y querido a su esposo. Ni siquiera podía imaginarse cómo sería la vida sin él.

Parecía como atontada, caminaba por el salón, ofrecía vino a la gente, estrechaba manos y escuchaba las historias que contaban sobre monsieur le duc, pero ésta había sido su vida, la vida que ellos habían construido y compartido durante veintiséis años. Ahora, le resultaba imposible creer que todo hubiera terminado.

Nigel también llegó de Londres. Y lloró cuando lo enterraron, como Sarah, sostenida entre los brazos de Julian. Verle allí, al lado de Lizzie, era más de lo que podía soportar. Parecía como si fuera ayer cuando habían acudido a ese mismo lugar y habían hablado de todo, de ella, de tener a Xavier, que se había convertido ahora en una alegría para ella. Pero la tragedia era que nunca conocería a su padre. Tendría dos hermanos mayores que se ocuparían de él, y una madre y una hermana que lo adorarían, pero nunca conocería al hombre que había sido William, y saberlo le desgarraba el corazón.

Dos días más tarde todos viajaron a Londres para el funeral, que discurrió con gran pompa y ceremonia. Estuvieron presentes todos los parientes de William, y también la reina y sus hijos. Después, se marcharon a Whitfield, donde atendieron a cuatrocientos invitados a tomar el té. Sarah se sentía como un autómata, estrechando manos, y se giró de repente cuando oyó a alguien decir: «Su Gracia», por detrás de ella, y la voz de un hombre que respondía. Por un momento, pensó que William acababa de entrar en la estancia, pero se sobresaltó al ver que se trataba de Phillip. Y entonces, por primera vez, se dio cuenta de que su hijo se había convertido ahora en el duque.

Fue una temporada muy dura para todos ellos, una época que ella siempre recordaría. No sabía a dónde ir, ni qué hacer para escapar de la angustia que la atormentaba. Si iba a Whitfield, él estaría allí, y todavía más si se quedaba en el château. Si se alojaba en un hotel en Londres, no podía dejar de pensar en él, y el apartamento de París le inspiraba terror. Habían sido tan felices allí, y se habían alojado en el Ritz durante su luna de miel… No había ningún sitio a donde ir, ningún lugar hacia el que echar a correr. Él estaba en todas partes, en su corazón, en su alma, en su mente y en cada uno de ellos, cada vez que miraba a sus hijos.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Phillip serenamente un día que estaba en Whitfield, mirando por la ventana con expresión ausente.

No lo sabía y ni siquiera le importaba el negocio. Con gusto se lo habría entregado a su hijo. Pero sólo tenía 26 años, aún le quedaba mucho por aprender, y Julian sólo tenía quince si es que algún día quería dirigir la tienda de París.

– No lo sé -contestó con sinceridad. Ya había transcurrido un mes desde que él se fuera para siempre, y todavía no era capaz de pensar con claridad-. Trato de averiguarlo, y no puedo. No sé a dónde ir, ni qué hacer. Sigo preguntándome una y otra vez qué habría querido él que hiciera.

– Creo que él hubiera preferido que continuaras -dijo Phillip honradamente-, me refiero al negocio y a todo lo que solías hacer con él. No puedes dejar de vivir.

Sin embargo, había veces en que se sentía tentada de hacerlo.

– A veces, me gustaría.

– Lo sé, pero no puedes -dijo su hijo con serenidad-. Todos tenemos una obligación que cumplir.

Y la de él era más pesada ahora que la de ninguno. Había heredado Whitfield, del que Julian no recibiría ninguna participación. La tendría del château, que compartiría con Isabelle y Xavier, pero así era la injusticia de las leyes inglesas. Ahora, Phillip soportaba sobre sus hombros la carga del título y todo lo que eso representaba. Su padre lo había sobrellevado decorosamente y bien, y Sarah no estaba muy segura de que Phillip supiera hacer lo mismo.

– ¿Qué me dices de ti? -le preguntó con amabilidad-. ¿Qué vas a hacer ahora?

– Las mismas cosas que he venido haciendo -contestó de un modo vacilante y entonces decidió decirle algo que no le había dicho todavía-. Uno de estos días quisiera presentarte a alguien.

Parecía un momento extraño para decírselo, y quizá no le había comentado nada por eso. Había querido hablarles de Cecily durante las fiestas navideñas, pero había visto tan enfermo a su padre, que no lo había mencionado.

– ¿Alguien especial?

– Más o menos -contestó vagamente ruborizándose.

– Quizá podamos cenar juntos antes de que me marche de Inglaterra.

– Me gustaría mucho -dijo su hijo con timidez.

Ahora era diferente al resto de la familia, a pesar de lo cual ella continuaba siendo su madre.

Se lo volvió a recordar a Phillip dos semanas más tarde, cuando empezaba a pensar en regresar a París. Emanuelle había tenido algunos problemas con la tienda, e Isabelle debía reanudar sus clases. Se había quedado con ella en Whitfield, aunque Julian ya había regresado hacía varias semanas, para proseguir sus estudios.

– ¿Qué hay de esa amiga con la que querías que cenara? -le

preguntó con amabilidad, ante lo que él se mostró evasivo.

– Oh, eso… Probablemente no tendrás tiempo antes de partir.

– Lo tengo -le contradijo-. Siempre tengo tiempo para ti. ¿Cuándo te gustaría que fuera?

Phillip lamentaba ahora habérselo mencionado, pero ella trató de que se sintiera cómodo, y acordaron una cita para ir a cenar al Connaught. La joven a la que conoció allí aquella noche no la sorprendió en absoluto, aunque hubiera querido que fuese distinta. Era tan típicamente inglesa… Alta, enjuta y pálida, y no hablaba casi nunca. Era extremadamente bien educada, totalmente respetable y la joven más aburrida que Sarah hubiera creído conocer. Se trataba de lady Cecily Hawthorne. Su padre era un importante ministro del Gabinete y ella era una joven muy amable, muy conveniente y bien educada, pero Sarah no dejaba de preguntarse cómo podría Phillip soportarla. No tenía ningún atractivo sexual, no mostraba nada cálido ni coqueto y, desde luego, no era una persona con la que resultara fácil reír. Antes de marcharse, a la mañana siguiente, Sarah trató de decírselo con tacto.

– Es una joven encantadora -dijo durante el desayuno.

– Me alegra que te guste.

Parecía muy contento, y Sarah se preguntó hasta qué punto sería una relación seria y si debía preocuparse. Todavía tenía entre las manos un hijo que llevaba pañales y ya tenía que empezar a preocuparse por sus nueras, y William se había marchado para siempre. Pensó que no había justicia en el mundo y trató de adoptar una actitud natural ante Phillip.

– ¿Es algo serio? -le preguntó, haciendo esfuerzos por no atragantarse con un trozo de tostada cuando él asintió-, ¿Muy serio?

– Podría serlo. Sin duda se trata de la clase de joven con la que a uno le gustaría casarse.

– Comprendo por qué dices eso, querido -dijo ella, tratando de mantener la calma, preguntándose si él la creía-. Y es una joven encantadora…, aunque ¿es lo bastante divertida? También hay que pensar en eso. Tu padre y yo siempre nos lo pasamos muy bien juntos. Eso es algo muy importante en un matrimonio.

– ¿Divertida? -replicó él con expresión de asombro-. ¿Divertida? ¿Y qué importancia tiene eso? No te comprendo, madre.

– Phillip… -Decidió ser franca con él, confiando en no lamentarlo más tarde-. La buena educación no lo es todo. Necesitas algo más…, un poco de carácter, alguien con quien quieras estar en la cama.

Phillip ya tenía edad suficiente para oírle decir la verdad y, al fin y al cabo, corría el año 1966, y no el 1923. Los jóvenes se marchaban a San Francisco y se ponían collares de cuentas y flores en el pelo. Sin lugar a dudas, su hijo no podía ser tan anticuado. Pero lo extraño fue que lo era. Pareció aterrado mientras escuchaba a su madre.

– Bueno, que tú y papá lo practicarais no significa que yo tenga que elegir a mí esposa por los mismos baremos.

Y en ese preciso instante Sarah supo que si su hijo se casaba con esta joven cometería un error irreparable. Pero también sabía que, si se lo decía así, jamás la creería.

– ¿Todavía crees en llevar una doble vida, Phillip? ¿Eres capaz de jugar con una cierta clase de joven y casarte con otra? ¿O te gustan acaso las que son serias y bien educadas? Porque si te gusta jugar con las que son atractivas y divertidas y te casas con una seria, te encontrarás con un montón de problemas.

Era lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias, aunque se dio cuenta de que él había captado el mensaje.

– Tengo que pensar en mi posición -dijo como si se sintiera muy molesto con ella.

– También lo hizo así tu padre. Y se casó conmigo. Y no creo que lo lamentara. Eso espero, al menos.

Le sonrió tristemente a su hijo mayor, sintiéndolo como si fuera un completo extraño.

– Tú procedías de una familia perfectamente buena, aunque te hubieras divorciado. -Ella misma se lo había contado hacía años, para que ninguna otra persona lo hiciera antes que ella-. ¿Quiere esto decir que no te gusta Cecily? -preguntó fríamente, levantándose y preparándose para abandonar la mesa.

– Me gusta mucho. Sólo creo que si piensas en casarte con ella, debes reflexionar seriamente sobre lo que deseas en la vida. Es una joven muy agradable, pero muy seria y muy insulsa.

Sarah siempre había sabido que a su hijo le gustaban las jóvenes más activas, aunque sin compromisos, sobre todo a juzgar por las historias que había oído contar en Londres y París. Le gustaba que lo vieran y lo fotografiaran con la clase de jóvenes «correctas», al mismo tiempo que disfrutaba con las otras. Y no cabía la menor duda de que Cecily pertenecía a las primeras.

– Será una excelente duquesa de Whitfield -dijo Phillip con expresión austera.

– Supongo que eso es importante. Pero ¿es suficiente? -se sintió impulsada a preguntarle.

– Creo que soy yo el que mejor puede juzgar eso -replicó. Ella asintió, confiando en que tuviera razón, pero convencida de que no la tenía.

– Sólo quiero lo mejor para ti -le dijo, besándolo.

Phillip se marchó a la ciudad y ella regresó a París esa misma tarde, con sus dos hijos pequeños. Los llevó al château, dejándolos con Julian y luego volvió a París para pasar unos días atendiendo el negocio. Pero ya no ponía el corazón en lo que hacía y lo único que deseaba era regresar al château y visitar su tumba, lo que, según le comentó Emanuelle, era mórbido.

Tardó mucho tiempo en volver a ser ella misma, y sólo durante ese verano empezó a comportarse medio normal. Entonces, Phillip les anunció a todos que se casaba con Cecily Hawthorne. Sarah lo lamentó por él, pero jamás lo habría dicho a nadie. Iban a vivir en el piso que él tenía en Londres, y pasarían mucho tiempo en Whitfield, donde ella dejaría los caballos que poseía. Phillip le aseguró a su madre que podía utilizar el pabellón de caza siempre que quisiera. Él y Cecily ocuparían la casa principal, por supuesto. No dijo ni una sola palabra sobre sus hermanos.

Sarah no tuvo que hacer planes para la boda, ya que los Hawthorne se ocuparon de todo, y la ceremonia se celebró en su residencia familiar en Staffordshire. Los Whitfield llegaron todos juntos, con Sarah del brazo de Julian. Fue una boda de Navidad y ella se puso un traje de lana beige de Chanel.

Isabelle llevaba un delicado vestido de terciopelo blanco, con un abrigo a juego ribeteado de armiño, y Xavier un pequeño traje de terciopelo azul de La Châteleine, de París. Julian tenía un aspecto increíblemente elegante con su traje de gala, lo mismo que Phillip. La novia estaba muy simpática, con un vestido de encaje que había pertenecido a su abuela. Era un poco alta para el vestido, y el velo le colgaba de un modo curioso sobre la cabeza. Si Sarah hubiera tenido a su lado a alguien con quien cuchichear, como Emanuelle, que no asistió, habría admitido que tenía un aspecto horrible, como un palo largo y seco, sin ningún encanto ni atractivo sexual. Ni siquiera se había molestado en maquillarse. Pero Phillip parecía muy complacido con ella. La boda se celebró la semana antes de Navidad y pasarían la luna de miel en las Bahamas.

Sarah no dejaba de preguntarse qué habría pensado William de ellos. Aquella noche, ya en el Claridge, se sintió deprimida por el hecho de que no le gustara su primera nuera, y se preguntó si tendría mejor suerte con sus otros hijos.

La vida era extraña, con estos hijos que hacían cosas tan raras, que llevaban sus propias vidas, a su manera, con personas que sólo les gustaban a ellos. En el avión de regreso a París estos pensamientos la hicieron sentirse aún más sola sin William. Eran las primeras Navidades que pasaba sin él… Ya había transcurrido un año desde su muerte y Xavier cumpliría dos el día de Año Nuevo. Durante el trayecto hasta el château, su mente se hallaba llena de recuerdos. Pero al subir lentamente por el camino, al anochecer, vio a un hombre allí de pie. Un hombre que le pareció conocido y, sin embargo, diferente. Se preguntó si no estaría soñando, y lo miró con atención. Pero no, no soñaba. Era él… y por un momento pareció como si no hubiera cambiado. Caminó muy despacio hacia ella, con una sonrisa amable y Sarah no pudo apartar la mirada… Era Joachim.


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