El 17 de agosto, cuando entraron las tropas estadounidenses, Sarah, Phillip y Emanuelle observaron su llegada. Habían oído rumores de que se aproximaban desde hacía varias semanas, y Sarah sentía verdaderos deseos de verlos. Recorrieron el camino de entrada al château en un convoy de jeeps; se asemejaban a los alemanes cuatro años antes. Era como un caprichoso déjà vu, pero en esta ocasión no les apuntaron con armas, ella comprendió todo lo que decían y todos se pusieron a vitorearla al descubrir que era americana, como ellos. Seguía pensando cada día en Joachim, pero sólo podía suponer que habría llegado a Berlín sano y salvo. Phillip hablaba constantemente de él. Sólo Emanuelle no mencionaba nunca a los alemanes.
El oficial al mando de las tropas era el coronel Foxworth, de Texas, un hombre muy agradable, que pidió mil disculpas por verse obligado a alojar a sus hombres en los establos. Pero los demás plantaron tiendas y utilizaron la casa del guarda que ella había abandonado poco antes, e incluso el hotel local. No la hicieron salir de su casa, a la que se había vuelto a trasladar, con Phillip y Emanuelle.
– Ya estamos acostumbradas a eso -dijo ella con una sonrisa, refiriéndose a los hombres alojados en los establos.
El coronel le aseguró que causarían las menores molestias posible. Ejercía un férreo control sobre sus hombres, que se mostraron amistosos, a la vez que sabían mantener las distancias. Tontearon un poco con Emanuelle, que no demostró el menor interés por ellos, y siempre traían caramelos para Phillip.
Todos oyeron el tañido de las campanas cuando los aliados entraron en París. Era el 25 de agosto y Francia era libre por fin. Los alemanes habían sido expulsados de Francia, y sus días de oprobio habían concluido.
– ¿Ya ha terminado todo? -le preguntó Sarah al coronel Foxworth, con incredulidad.
– Casi. Habrá terminado en cuanto lleguemos a Berlín. Pero aquí, al menos, sí ha terminado. Ahora puede usted regresar a Inglaterra si quiere.
No sabía qué hacer, pero pensó que debía ir al menos a Whitfield para ver a la madre de William. Sarah no había salido de Francia desde que se declaró la guerra, cinco años atrás. Resultaba extraño.
Sarah y Phillip marcharon para Inglaterra el día antes del cumpleaños del pequeño, dejando a Emanuelle a cargo del château. Era una muchacha responsable y ella también había pagado su precio en la guerra. Su hermano Henri murió en las Árdenas, durante el invierno anterior. Pero había sido un héroe de la Resistencia.
El coronel Foxworth y los generales de París habían arreglado las cosas para que Sarah y Phillip partieran en un vuelo militar con destino a Londres, y se había armado bastante revuelo al comunicar a la fuerza aérea que esperaran a la duquesa de Whitfield y su hijo, lord Phillip.
Los estadounidenses pusieron a su disposición un jeep para trasladarlos a París, y tuvieron que rodear la ciudad para dirigirse al aeropuerto, al que llegaron con muy poca antelación. Tomó a Phillip en un brazo y echó a correr hacia el avión, llevando en la otra mano una pequeña maleta con sus cosas. Cuando estaba a punto de llegar, un soldado se adelantó y la detuvo.
– Lo siento, señora, pero no puede subir a este avión. Es un vuelo militar…, militaire -repitió en francés, pensando sin duda que ella no le entendía-. Non…, non -insistía moviendo un dedo ante ella.
– ¡Me están esperando! -gritó ella por encima del rugido de los motores-. ¡Nos esperan!
– Este vuelo está reservado para personal militar -le gritó el soldado-. Y alguna vieja… -Y entonces, al darse cuenta de quién era, enrojeció hasta las raíces del cabello y tendió las manos para hacerse cargo de Phillip -. Pensé… Lo siento mucho, señora… Su… Majestad…
Se le había ocurrido pensar, demasiado tarde, que ella era la duquesa a la que esperaban.
– No importa -le sonrió subiendo al avión tras él.
Por lo visto, el soldado esperaba a alguien de más edad, y jamás se le había ocurrido pensar que la duquesa de Whitfield pudiera ser una mujer joven, acompañada de un niño pequeño. Todavía se disculpaba después de acomodarlos en el avión.
El vuelo hasta Londres fue breve. Tardaron menos de una hora en cruzar el canal. Durante el vuelo, algunos oficiales hablaron con ella, admirados de que hubiera podido resistir durante toda la ocupación. Sarah no lo entendía y entonces recordó lo relativamente plácida que había sido su vida durante los cuatro años pasados en la casa del guarda, protegida por Joachim. Al llegar a Londres, un enorme Rolls Royce los esperaba. La iban a llevar directamente al Ministerio del Aire para tener una entrevista con sir Arthur Harris, el comandante en jefe del mando de bombarderos, y con el secretario privado del rey, sir Alan Lascelles, que estaban allí por orden de Su Majestad, y también como representantes del servicio de inteligencia. Le regalaron banderas y una pequeña insignia a Phillip, y todos los secretarios le llamaban milord. Aquello representaba mucho más ceremonial y consideración del que el niño estaba acostumbrado a recibir, pero Sarah observó con una sonrisa que a Phillip parecía gustarle.
– ¿Por qué la gente de casa no me llama así? -le susurró a su madre.
– ¿A quién te refieres? -replicó, divertida por la pregunta.
– Oh, a Emanuelle…, a los soldados…
– Me aseguraré de recordárselo -bromeó ella, pero el pequeño no se dio cuenta de su tono burlón y le agradó ver que su madre estaba de acuerdo con él.
Varios secretarios y dos ayudantes mantuvieron entretenido a Phillip. Entró en la sala de conferencias y se encontró con sir Arthur y sir Alan. Fueron extremadamente amables con ella, y sólo querían comunicarle lo que ya sabía: que no se había sabido absolutamente nada de William desde hacía dos años y medio.
Sarah vaciló, tratando de mantener la compostura y reunir el valor necesario para hacer la pregunta. Respiró profundamente y les miró.
– ¿Creen que es posible que todavía esté con vida?
– Es posible, pero no probable -contestó sir Arthur de un modo prudente, y añadió con tristeza-: A estas alturas ya deberíamos haber sabido algo a través de algún evadido o repatriado, que pudiera haberlo visto en uno de los campos de prisioneros de guerra. Y si el enemigo supiera quién es, lo habrían paseado por todas partes. Creo que es improbable que no sepan quién es, si es que lo tienen prisionero.
– Comprendo -dijo ella con serenidad. Hablaron con ella durante un rato más y, al concluir, todos se levantaron, felicitándola de nuevo por el valor que había demostrado en Francia y por el hecho de que ella y su hijo hubieran podido salir bien librados-. Perdimos a mi hija pequeña -dijo ella en voz baja-, en mayo de este año… William no llegó a conocerla.
– Le acompañamos en el sentimiento, Su Gracia. No sabíamos…
La condujeron fuera y le devolvieron a Phillip. Después, les dieron escolta hasta Whitfield. La duquesa viuda les esperaba y Sarah quedó impresionada por su buen aspecto. Estaba más delgada, y parecía más frágil, pues ya tenía 89 años de edad. Era una mujer realmente notable, que incluso había hecho todo lo que había podido en Whitfield por los esfuerzos que exigía la guerra.
– Me alegro mucho de verte -le dijo a Sarah, abrazándola. Luego, retrocedió un paso, apoyada sobre el bastón, para contemplar a Phillip. Llevaba un vestido azul brillante, como el color de sus ojos, y Sarah experimentó una oleada de emoción al pensar en William-. ¡Qué jovencito tan apuesto! Se parece mucho a mi esposo.
Sarah sonrió. Era exactamente lo que William había dicho cuando Phillip nació, que se parecía mucho a su padre.
Los hizo entrar y ofreció a Phillip una taza de té y unas pastas caseras. El niño la observaba con respeto, pero pareció sentirse asombrosamente a gusto con ella. Más tarde, uno de los criados se lo llevó para enseñarle los caballos y los establos, mientras la duquesa viuda hablaba con Sarah. Estaba enterada de que había pasado ese mismo día por el Ministerio del Aire, y deseaba saber qué le habían dicho allí, pero no le sorprendió que las noticias fueran desalentadoras. De hecho, se mostraba mucho más pesimista al respecto que la propia Sarah, lo que no dejó de chocarle un poco.
– No creo que sepamos lo que le ocurrió hasta que Alemania haya sido vencida, y espero que eso sea pronto. Creo que tiene que haber alguien que lo sepa y que, por alguna razón, no quieren decirlo.
Por otro, lado, podía haber muerto colgado de un árbol cuando se lanzó en paracaídas, o a causa de los disparos de algún soldado que no llegó a saber quién era y que lo dejó allí para que lo enterrara algún campesino. Podría haber muerto de muchas formas y Sarah ya reconocía que había pocas esperanzas de que estuviera con vida. Empezaba a vislumbrar que era poco probable que su esposo siguiera con vida, a pesar de lo cual aún le quedaba un destello de esperanza, sobre todo ahora que estaba en Inglaterra. Ante su consternación, acababa de saber, después de llamar a Jane, que su cuñado Peter había muerto en Kiska, en las Aleutianas, y Jane estaba desolada como la propia Sarah sin William.
En Whitfield, William parecía estar presente. Todo lo que veía allí se lo recordaba. Al día siguiente, le conmovió en particular que su suegra le regalara a Phillip un pony por su cumpleaños. El niño se mostró muy contento y feliz. Sarah no le había visto sonreír así desde la muerte de Lizzie y la partida de Joachim. Aquí, Phillip formaba parte del mundo de su padre y de la vida para la que había nacido. Al niño le entusiasmaba el simple hecho de encontrarse allí, y le dijo con firmeza que deseaba quedarse cuando ella, tras mucho pensarlo, anunció que regresarían a Francia en octubre.
– ¿Puedo llevarme el pony a Francia con nosotros, mamá? -preguntó el niño, y Sarah negó con la cabeza.
Volverían a Francia en otro vuelo militar y no había forma de transportar un caballo con ellos. Además, todavía había algunos soldados en el château, y demasiada agitación en sus vidas como para pensar en llevarse un pony. En el fondo de toda aquella agitación, Sarah empezaba a sentir verdadero dolor por la pérdida de William. El regreso a Whitfield había hecho su ausencia mucho más real, y ahora le echaba de menos más que nunca.
– Volveremos pronto, cariño, y la abuela cuidará del pony aquí.
Le entristeció no podérselo llevar a Francia. Resultaba extraño, sin embargo, pensar que todo esto sería suyo algún día. Pero le sorprendió mucho que, hacia el final de su estancia en Whitfield, los sirvientes ya hubieran empezado a llamarlo Su Gracia. Para ellos, William se había marchado para siempre y Phillip era ahora el duque.
– Sigo pensando que algún día recibiremos alguna noticia de él -dijo la madre de William la noche antes de su partida-. No he abandonado por completo toda la esperanza. No debería.
Sarah le prometió que ella tampoco lo haría, pero en el fondo de su corazón ahora empezaba a llorar su pérdida.
Al día siguiente regresaron a Francia y, una vez allí, el Departamento de Guerra se ocupó de hacer los arreglos necesarios para el transporte. Las cosas daban la sensación de funcionar mejor que seis semanas antes, cuando se marcharon, y cuando llegaron al château lo encontraron todo en orden. Emanuelle ya se había instalado, y el coronel se había ocupado de controlar bien a sus hombres, la mayoría de los cuales ya se había marchado. Algunos de los campesinos que habían trabajado para ella regresaron y se encargaron de las labores de jardinería, y Sarah también empezó a trabajar de nuevo en algunas de las boiseries, después de años de descuido por parte de los alemanes, aunque, gracias a la vigilancia de Joachim, en realidad habían ocasionado muy pocos daños.
Pensaba en él con frecuencia, pero no tenía forma de saber dónde o cómo estaba. A veces, preocupada, rezaba por él y por William.
Las Navidades de ese año fueron muy tranquilas en el château y muy solitarias para Sarah. Todo parecía volver a la normalidad, a excepción, naturalmente, de que el mundo seguía en guerra. Pero las fuerzas aliadas ganaban terreno y ahora la gente ya empezaba a pensar que aquello casi había terminado.
En la primavera, los aliados avanzaron sobre Berlín y en mayo, por fin, terminó la lucha en Europa. Hitler se había suicidado, y muchos de sus colaboradores habían huido. El caos reinaba en Alemania. Empezaban a conocerse terribles historias acerca de las atrocidades cometidas en los campos de concentración, y Sarah seguía sin recibir noticias de William o de Joachim. No tenía ni la menor idea de lo que podía haberles ocurrido, o de si estaban con vida. Ella seguía viviendo el día a día, en el château, hasta que recibió una llamada del Departamento de Guerra.
– Tenemos noticias para Su Gracia -dijo una voz al otro lado de la línea, y ella se puso a llorar incluso antes de que le dijeran de qué se trataba. Phillip estaba en la cocina del château, mirándola, preguntándose por qué lloraba su madre-. Creemos haber encontrado a nuestro hombre… o…, quiero decir, a su esposo. Liberamos uno de los campos de prisioneros de guerra ayer mismo, y había allí cuatro militares no identificados en condiciones bastante lamentables. Me temo que él es uno de ellos, si se trata de él…, pero no tenemos ninguna identificación. No obstante, el oficial al mando asistió a la academia militar de Sandhurst con él, y jura que se trata de su esposo. Aún no estamos seguros, pero lo trasladan por avión esta misma noche. Quisiéramos que acudiera usted a Londres inmediatamente, si puede.
¿Que si podía? ¿Le preguntaban eso después de no haber sabido nada de él durante más de tres años? ¿Estaban bromeando?
– Iré. ¿Pueden facilitarme un medio de transporte? Acudiré en seguida.
– No creo que podamos facilitárselo hasta mañana -dijo la voz con amabilidad-. Las cosas están un poco caóticas por todas partes, con la terrible situación en Berlín, los italianos y todo lo demás.
Toda Europa se hallaba inmersa en el caos, pero ella habría estado dispuesta a cruzar el canal a nado de haber sido necesario.
El Departamento de Guerra volvió a contactar con las fuerzas estadounidenses en Francia y, en esta ocasión, un jeep del cuartel general de las fuerzas aliadas en París fue al château para recoger a Sarah y a Phillip, que esperaban impacientes. Todavía no le había dicho a su hijo por qué razón iban a Londres; no quería desilusionarlo si resultaba que William no era el hombre que habían encontrado, pero al niño le encantaba la perspectiva de visitar de nuevo a su abuela y ver su pony. Sarah decidió que lo enviaría directamente a Whitfield, para que se quedara con su abuela, y el Departamento de Guerra puso a su disposición un vehículo y un conductor para llevarla al hospital donde se alojaban los prisioneros de guerra repatriados desde Alemania. Le habían dicho que aquellos cuatro hombres se encontraban desesperadamente enfermos y alguno de ellos gravemente herido, aunque no le habían comunicado de qué forma, o qué le sucedía a William. A ella no le importaba siempre y cuando él estuviera vivo y pudiera salvarse. Y si estaba con vida, se prometió a sí misma que haría cualquier cosa por salvarle.
El vuelo hasta el aeropuerto de Londres transcurrió sin ningún problema, y el coche que llevaría a Phillip hasta Whitfield ya estaba esperando cuando llegaron. Los soldados saludaron marcialmente a Phillip, con todos los honores militares y al niño le encantó. Luego, acompañaron a Sarah al hospital Real de Chelsea, para ver a los repatriados la noche anterior. Rezaba para que uno de ellos fuera William.
Sólo había entre ellos un hombre que presentaba una remota posibilidad de que fuera él. Tenía aproximadamente la misma altura que William, pero le dijeron que sólo pesaba unos sesenta kilos, tenía el cabello blanco y parecía bastante más viejo que el duque de Whitfield. Sarah no dijo nada mientras se lo explicaban, camino del hospital, y guardó un silencio temeroso mientras la llevaban al primer piso, cruzaban por salas llenas de soldados críticamente enfermos y médicos y enfermeras muy ocupados. Con lo que acababa de suceder en Alemania, tenían mucho que hacer. Estaban trayendo a los hombres por vía aérea con toda la rapidez que podían, y se había pedido ayuda a todos los médicos de Inglaterra.
Habían colocado al hombre que creían era William en una habitación para él solo. Y un ordenanza permanecía de continuo en la habitación para vigilar su respiración. Lo habían entubado por la nariz, conectándolo a un respirador, y sobre él se veían varias máquinas e ingenios mecánicos, incluyendo una tienda de oxígeno, que medio lo ocultaba.
El ordenanza apartó un poco la parte lateral de la tienda para que pudiera verlo e identificarlo, mientras los hombres del Departamento de Guerra se mantenían a una discreta distancia. El hospital todavía esperaba las radiografías dentales del mando de bombarderos para poder establecer una identificación segura. Pero Sarah no las necesitó. Apenas si era reconocible de tan delgado como estaba, y parecía su propio padre, pero al acercarse a la cama, ella alargó una mano y le tocó en la mejilla. Había regresado hasta ella de entre los muertos, y ahora no hizo el menor movimiento, pero en la mente de Sarah no quedó la menor duda. Era William. Se volvió y miró a los presentes y la expresión de su rostro fue suficiente para hacerles comprender, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
– Gracias a Dios… -susurró sir Alan, expresando los propios sentimientos de Sarah.
Ella permaneció como anclada donde estaba, incapaz de apartar la mirada de él, acariciándole el rostro y las manos, llevándose sus dedos a los labios para besarlos. Unas manos que tenían un color ceroso, como su rostro. Comprendió que se encontraba entre la vida y la muerte, pero sabía que en el hospital harían todo lo humanamente posible por salvarlo. El ordenanza volvió a cerrar la tienda de oxígeno y un momento más tarde entraron dos médicos y tres enfermeras que se pusieron a trabajar de inmediato, pidiéndole que abandonara la habitación. Así lo hizo ella, tras dirigirle una última mirada. Era un milagro. Ella había perdido a Lizzie…, pero ahora habían encontrado a William. Quizá Dios no fuera tan cruel como había temido durante un tiempo. Antes de que se marcharan, les pidió a los representantes del Departamento de Guerra si podían arreglar las cosas para que ella llamara a la madre de William, en Whitfield. Lo organizaron en seguida, desde el despacho del director del hospital y la duquesa viuda emitió un suspiro de alivio desde el otro lado del teléfono y luego se puso a llorar, como la propia Sarah.
– Gracias a Dios…, el pobre muchacho, ¿cómo está?
– Me temo que no muy bien. Pero pronto se repondrá.
Esperaba no haber dicho ninguna mentira, porque eso era lo que ella misma deseaba creer. Pero él no había sobrevivido a todo por lo que pasó para morir ahora. Ella, simplemente, no se lo permitiría.
Los representantes del Departamento de Guerra se marcharon y el director del hospital se dispuso a hablar con ella sobre el estado en que se encontraba William. No desperdició tiempo ni palabras, y habló sin ambages, con una expresión seria en el rostro.
– No sabemos si su esposo vivirá. Tiene gangrena en las dos piernas, grandes heridas internas, y ha estado enfermo durante mucho tiempo. Posiblemente años. Ha sufrido fracturas múltiples en ambas piernas que no llegaron a curar nunca, y es posible que no podamos salvarle la vida. Debe usted saberlo.
Ella lo sabía, pero también se negaba a aceptarlo. Ahora que había regresado se negaba rotundamente a perderlo.
– Tienen ustedes que salvarle las piernas. No ha llegado hasta aquí para que ustedes se las amputen.
– De todos modos, podemos hacer muy poco o nada. Y sea cual fuere el resultado, sus piernas quedarán inútiles, los músculos y los nervios se hallan demasiado dañados. Tendrá que vivir en una silla de ruedas.
– Muy bien, pero que él conserve las piernas en esa silla de ruedas.
– Su Gracia, no estoy seguro de que haya comprendido… Se trata de un equilibrio muy delicado… La gangrena…
Ella le interrumpió, asegurándole que lo comprendía a la perfección, pero le rogó que, de todas maneras, tratara de salvarle las piernas a William, y como parecía tan desesperada, el director le prometió que harían todo lo posible, aunque advirtiéndole que debía ser realista.
En las dos semanas siguientes, a William se le practicaron cuatro operaciones a las que a duras penas pudo sobrevivir. No obstante, lo consiguió, aunque todavía no había recuperado el conocimiento desde que lo trasladaron a Londres. Las dos primeras operaciones se hicieron en sus piernas, la tercera en la espina dorsal, y la última para restañar heridas internas que a la larga habrían podido acabar con su vida. Ninguno de los especialistas que lo atendió lograba comprender cómo había podido conseguirlo. Se encontraba muy debilitado por la infección y la enfermedad, extremadamente malnutrido, con huesos rotos que nunca habían curado, y mostraba señales evidentes de haber sido torturado. Había sufrido de todo y logrado sobrevivir… apenas.
A la tercera semana ya habían hecho todo lo posible, y ahora no cabía hacer otra cosa que esperar para ver si recuperaba la conciencia, permanecía en coma, o moría, algo que nadie sabía decir con certeza. Sarah permaneció sentada a su lado día tras día, sosteniéndole la mano, hablándole, infundiéndole la voluntad de vivir, hasta que casi tuvo peor aspecto que él mismo. Estaba desesperadamente pálida y delgada y los ojos vidriosos, pero siguió sentada a su lado, cuidándolo. Un día, una de las enfermeras entró en la habitación y sacudió la cabeza, diciéndole:
– No puede oírle, Su Gracia. No se agote intentándolo.
Le había traído a Sarah una taza de té, que ella aceptó agradecida, pero siguió insistiendo como si William pudiera oírla.
A finales de julio, le practicaron una nueva operación en el bazo y luego volvieron a esperar, mientras Sarah lo cuidaba, hablaba con él, lo animaba, le besaba los dedos y lo vigilaba, sin abandonar su cabecera ni por un momento. Le habían instalado una cama en la habitación, y ella se había puesto uno de los uniformes prestados por las enfermeras. Permanecía allí sentada, día tras día, sin abandonar nunca la esperanza. La única ocasión en que se separó de la cabecera de la cama de William fue cuando la duquesa viuda trajo a Phillip al hospital, ya que en esa ocasión salió a encontrarse con ellos en la sala de espera. Al niño no se le permitió subir a la habitación para ver a William porque se habría asustado. Se le había dicho lo muy enfermo que se encontraba su padre, pero William todavía era un extraño para Phillip. En la época en que todavía podía haberlo recordado, el niño no lo había visto. Sarah se alegró de ver a su hijo; lo echaba mucho de menos, y él a ella, pero no creía que debiera abandonar a William.
Era el primero de agosto cuando el cirujano jefe le dijo que necesitaba descansar, que habían llegado al convencimiento de que William nunca despertaría de su coma. Sencillamente, esta vez no iba a conseguirlo. Podía existir de aquella forma durante años, o días, pero si fuera a despertar ya lo habría hecho para entonces, y eso era algo que ella tenía que afrontar.
– ¿Cómo sabe que no despertará de improviso esta misma tarde? -preguntó con un tono un tanto histérico.
Pero lo único que sabía ella era que habían logrado salvarle las piernas y, a tenor de sus palabras, ahora se disponían a abandonar la lucha y desprenderse de él como de una basura. No había dormido decentemente desde hacía cinco semanas, y no estaba dispuesta a abandonar ahora, sin que le importara nada de lo que le dijeran. El médico, sin embargo, insistió en que ellos sabían lo que ocurría.
– Soy cirujano desde hace casi cuarenta años -le dijo con firmeza-, y a veces hay que saber cuándo luchar y cuándo ha llegado el momento de abandonar. Luchamos… y perdimos. Ahora tiene usted que abandonar.
– Estuvo prisionero de guerra durante tres años y medio, ¿considera usted que eso es abandonar? -le gritó, sin que le importara quién pudiera escucharla-. William no abandonó la lucha en aquellos momentos, y yo tampoco la abandonaré ahora. ¿Me ha oído bien?
– Desde luego, Su Gracia. La comprendo perfectamente.
El cirujano salió de un modo sereno de la habitación y pidió a la enfermera jefe que le sugiriera a la duquesa de Whitfield tomar un ligero sedante, pero Sarah se limitó a mirarle con rabia. Estaba poseída, obsesionada con la idea de salvar a su esposo.
– El pobre hombre ya está casi muerto. Debería dejarlo morir en paz -le comentó a la enfermera de turno, quien sacudió la cabeza, si bien pensó que a veces se veían cosas muy extrañas.
Habían tenido a un hombre en una de las salas que había revivido recientemente, después de permanecer casi seis meses en coma a causa de una herida en la cabeza sufrida durante una incursión aérea.
– Nunca se sabe -dijo la enfermera y regresó a la habitación para comprobar cómo se encontraban Sarah y William.
Sarah estaba sentada en la silla, junto a la cabecera de la cama, hablándole dulcemente de Phillip, de su madre, de Whitfield, del château, e incluso le mencionó de manera vaga a Lizzie. Le hubiera dicho cualquier cosa que creyera que pudiera funcionar, pero pasaron tantos días que, aunque se negaba a admitirlo, estaba a punto de desesperar. La enfermera le puso una mano cariñosa sobre el hombro, observándoles, y en ese momento, por un instante, creyó verlo moverse, pero no dijo nada. Sarah también lo había visto, y permaneció muy quieta durante un rato. Luego, volvió a hablarle, y le preguntó si no quería abrir los ojos para mirarla aunque sólo fuera una vez…, por un instante muy pequeño, sólo para comprobar si le gustaba el aspecto de su cabello. Llevaba más de un mes sin mirarse en un espejo, pero eso no le importaba ahora. Siguió hablándole, besándole las manos con ternura, mientras la enfermera la observaba admirada, y entonces, lentamente, los ojos de William aletearon levemente y los abrió, la miró y sonrió. Después, volvió a cerrarlos con un leve gesto de asentimiento, mientras ella sollozaba en silencio. Lo habían conseguido…, había abierto los ojos. La enfermera también lloraba, y apretó la mano de Sarah antes de decirle a su paciente:
– Es muy agradable que haya despertado, Su Gracia. Ya iba siendo hora de que lo hiciera.
Pero él no se movió durante un rato y luego lo hizo muy despacio. Giró la cabeza y miró directamente a Sarah.
– Es muy bonito -susurró con la voz enronquecida.
– ¿El qué? -preguntó ella sin la menor idea de a qué se refería.
Pero nunca se había sentido más feliz. Hubiera querido ponerse a gritar de alivio y de alegría. Se inclinó para besarlo dulcemente.
– Tu pelo…, ¿no me preguntaste eso?
La enfermera y Sarah se echaron a reír. Al día siguiente ya lo habían incorporado y le dieron sopa y té flojo a cucharadas, y a finales de esa misma semana ya hablaba con todos ellos y poco a poco iba recuperando su fortaleza, aunque parecía la sombra de un fantasma. Pero había vuelto. Estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba a Sarah. Era la única razón de su vida.
Representantes del Departamento de Guerra y del Interior acudieron a verlo, y cuando se sintió lo bastante fuerte, les contó lo que le había ocurrido. Para enterarse de todo necesitaron hacerle varias visitas, y resultó ser una historia casi increíble. William no consintió en que Sarah estuviera presente en la habitación. Le habían roto las piernas una y otra vez, lo habían abandonado entre la inmundicia hasta que se ulceró, lo torturaron con hierros al rojo vivo y con descargas eléctricas. Le hicieron de todo, salvo matarlo. Pero jamás lograron saber quién era, y él nunca lo dijo. Cuando fue hecho prisionero, llevaba pasaporte y documentación militar falsos, y eso fue todo lo que supieron de él hasta el final. Jamás les dijo una sola palabra sobre su abortada misión.
Recibió la Cruz de Vuelos Distinguidos por su heroísmo, pero eso no fue más que un pequeño consuelo por haber perdido el uso de sus piernas. Al principio, le deprimió saber que ya nunca volvería a caminar, pero Sarah tuvo mucha razón al luchar para que se las conservaran, pues le alegró mucho comprobar que todavía las tenía. No hubiera soportado verse con las piernas amputadas.
Ambos habían perdido mucho. Una tarde, poco antes de abandonar el hospital, Sarah le habló de Lizzie, y los dos se echaron a llorar, mientras le contaba lo ocurrido.
– Oh, querida…, y yo ni siquiera estaba contigo.
– No podrías haber hecho nada. No disponíamos de medicinas, ni de médicos… No teníamos de nada. Los aliados todavía no habían llegado y los alemanes se preparaban para marcharse y disponían de muy poca cosa. La niña no tuvo fuerzas suficientes para sobrevivir. El comandante del château se portó muy bien con todos nosotros, nos ofreció todo lo que tenía, pero Lizzie no tuvo ánimos suficientes… -Sollozó y luego miró a su marido-. Era una niña tan dulce y encantadora… – Sarah apenas si podía hablar, mientras él la tenía cogida de sus manos-. Desearía que hubieras podido conocerla.
– Algún día la conoceré -dijo él entre lágrimas-. Cuando todos volvamos a estar juntos, en algún otro lugar.
Y, de alguna forma, eso hizo que Phillip fuera doblemente valioso para ambos, por mucho que, a veces, ella todavía echaba terriblemente de menos a la pequeña Lizzie, sobre todo cuando veía a alguna niña que se parecía a ella. Sabía que otras madres también habían perdido a sus hijos durante la guerra, pero eso no aliviaba un dolor casi insoportable. Se sentía sumamente agradecida por el hecho de que William estuviera ahora con ella para compartirlo.
A veces, también pensaba en Joachim, pero él pertenecía cada vez más a un distante pasado. En la soledad, en el dolor, el terror y la guerra, había sido su único amigo, a excepción de Emanuelle. Pero su recuerdo se iba desvaneciendo gradualmente.
Sarah cumplió 29 años de edad cuando William todavía se hallaba hospitalizado. La guerra con Japón había terminado varios días antes, y todo el mundo lo celebraba con alegría. William regresó a la mansión de Whitfield el mismo día que los japoneses se rindieron oficialmente en el acorazado Missouri, en vísperas del sexto cumpleaños de Phillip. Era la primera vez que veía a su hijo desde que tenía unos pocos meses de edad, y el encuentro fue muy emocionante para él, y un tanto extraño para el pequeño. Phillip se quedó de pie, mirándolo fijamente durante largo rato antes de acercarse finalmente y rodear el cuello de su padre con los brazos, alentado por su madre. Incluso en su silla de ruedas, William era tan alto que causaba respeto en Phillip. Ahora, más que nunca, su padre lamentaba los años que había tardado en conocerlo.
El tiempo que pasaron en Whitfield les sentó muy bien. William aprendió a manejarse con mayor facilidad en su silla de ruedas, y Sarah obtuvo un descanso que necesitaba desde hacía mucho tiempo. A Phillip le encantaba estar allí, y eso le dio oportunidad para empezar a conocer a su padre.
En una ocasión habló con él de Lizzie y era evidente que hablar de su hermana todavía le resultaba doloroso.
– Era muy hermosa -dijo el niño dulcemente, con la mirada perdida en la distancia-. Y cuando se puso enferma, mamá no pudo conseguir medicinas para ella, así que se murió.
Apenas hubo un atisbo de reproche en su voz, que William no dejó de notar, pero que no comprendió. ¿Acusaba a su madre por la muerte de la niña? Pero le pareció tan improbable que no se atrevió a hacer más preguntas al niño. Sin duda, éste sabía que su madre habría hecho todo lo posible por ella…, ¿o acaso no lo sabía?, se preguntó William.
A veces, Phillip también hablaba de Joachim. No dijo gran cosa, pero fue fácil percibir que aquel hombre le gustaba. Y fuera cual fuese su nacionalidad, William se sintió agradecido por la amabilidad que había demostrado con sus hijos. Sarah nunca le hablaba de él, cuando William le preguntaba, se limitaba a decir que había sido un hombre amable y decente. Aquel año celebraron el nonagésimo cumpleaños de la madre de William. Era una mujer superior, y ahora que William había vuelto parecía sentirse mejor que nunca.
Todos eran más felices de lo que lo habían sido en el reciente pasado. Pero no podían negar que habían sufrido pérdidas enormes… de tiempo, de esperanza, de personas a las que amaban, con la dulce Lizzie muerta, con William ausente durante tanto tiempo y casi perdido para siempre, con Joachim que apareció y desapareció de sus vidas. La muerte y el dolor habían cobrado su tributo, y ahora se recuperaban de ellos. Pero, a veces, Sarah se preguntaba sí el más afectado de todos no habría sido el pequeño Phillip. Durante los seis primeros años de su vida había perdido a un padre al que no había conocido, y ahora tenía que conocerlo y construir con él una relación que no le resultaba fácil. Había perdido a un amigo cuando se marchó Joachim, y una hermana a la que nunca olvidaría, y a la que todavía lloraba.
– La echas de menos, ¿verdad? -le preguntó ella con tristeza una tarde en que paseaban por el bosque. El niño asintió, levantando los ojos para mirarla dolorosamente, como hacía siempre que hablaban de su hermana-. Yo también, cariño.
Le apretó la mano mientras caminaban, y Phillip apartó la mirada y no dijo nada. Pero sus ojos expresaron algo que William ya había comprendido y que Sarah todavía no había captado. En el fondo, acusaba a su madre por la muerte de su hermana. Ella tenía la culpa de que Lizzie hubiera muerto por falta de medicamentos, como era culpa suya el hecho de que Joachim hubiera tenido que marcharse. No estaba muy seguro de saber qué había hecho su madre para que esas calamidades afectaran a su vida, pero sabía que tenía que haber hecho algo…, o al menos no las había evitado. No obstante, en Whitfield se sentía muy feliz. Montaba a caballo, paseaba por los bosques, disfrutaba con la compañía de su abuela y, poco a poco, empezaba a conocer a su padre.