En 1972, cuando Julian se graduó en la Sorbona con una licenciatura en filosofía y letras, Sarah se sintió muy orgullosa de él. Todos acudieron a la ceremonia, excepto Phillip, que estaba muy ocupado en Londres comprando una famosa colección de joyas, entre las que se incluía una tiara de leyenda. Emanuelle acudió a la graduación, muy digna en su traje azul oscuro de Givenchy, y adornada con un maravilloso juego de zafiros de Whitfield's. Se había convertido en una mujer importante. Su relación con el ministro de Finanzas ya era un secreto a voces. Llevaban juntos varios años, y él la trataba con respeto y afecto. Su esposa había estado enferma durante muchos años, sus hijos eran ya mayores y no hacían ningún comentario. Se comportaban con discreción, él era muy amable y ella le amaba. Varios años antes le había comprado un hermoso apartamento en la avenida Foch, y allí era donde le recibía y daba fiestas a las que la gente rogaba asistir. Las personas más interesantes de París acostumbraban pasar por allí, y su puesto como directora de Whitfield's despertaba una gran fascinación e interés. Ella vestía impecablemente, y tenía un gusto exquisito, como las joyas que ahora escogía ella misma, con todo cuidado…, lo mismo que las que él le regalaba.
Sarah se sentía agradecida porque siguiera trabajando para ella, sobre todo ahora que Julian empezaba a introducirse en el negocio. El joven poseía un gran gusto y un maravilloso sentido para el diseño, así como un ojo muy fino para las joyas de mérito, pero había muchas cosas que no sabía acerca de cómo dirigir un negocio. Emanuelle ya no se dedicaba a vender directamente; eso lo había dejado desde hacía tiempo; ahora disponía de un despacho propio en el primer piso, era la directrice genérale, y su despacho se hallaba situado directamente frente al de Sarah. A veces dejaban las puertas abiertas y se gritaban de uno a otro despacho, como dos jovencitas en un dormitorio común, cuando hacen los deberes. Seguían siendo muy buenas amigas, y sólo esa amistad, sus hijos y la siempre creciente carga de trabajo habían ayudado a Sarah a superar la muerte de William. Habían transcurrido seis años desde entonces y, para Sarah, habían sido brutalmente solitarios.
La vida no era lo mismo sin él, tanto en las cuestiones grandes como en los pequeños detalles. Ahora ya habían desaparecido las risas que compartieron, los pequeños gestos reflexivos, las sonrisas, las flores, la profunda comprensión mutua, los puntos de vista compartidos o diametralmente opuestos, su increíble buen juicio, su ilimitada sabiduría. El dolor que ella experimentaba era casi físico y muy vivo.
Los niños la habían mantenido ocupada durante todos aquellos años. Isabelle ya tenía dieciséis, y Xavier siete. El pequeño estaba en todo y Sarah se preguntaba a veces si lograría sobrevivir a su niñez. Se lo encontraba en el tejado del château o en cuevas que hacía cerca de los establos, probando hilos eléctricos, construyendo cosas que daban la impresión de poder matarlo con facilidad. Pero, no sabía cómo, el pequeño nunca se hizo daño, y la energía e ingenuidad que demostraba intrigaban a su madre. También poseía pasión por las piedras preciosas y las rocas, y siempre creía haber descubierto oro, plata o diamantes. En cuanto algo relucía al sol, saltaba sobre lo que fuera y afirmaba haber encontrado un bijou para Whitfield's.
Phillip ya era padre de un niño que ahora tenía cinco años, y una niña de tres, Alexander y Christine, pero Sarah admitía, aunque sólo ante Emanuelle, que se parecían demasiado a Cecily, y que despertaban muy poco interés en ella. Eran atentos, pero muy tristes y pálidos, y su compañía no resultaba muy excitante, o soportable. Se comportaban de una forma distante y tímida, incluso con Sarah. A veces, llevaba a Xavier a jugar con ellos, en Whitfield, pero el pequeño Xavier era mucho más emprendedor, y siempre andaba haciendo travesuras hasta que acabó por ser evidente que a Phillip no le gustaba tenerlo cerca.
En realidad, a Phillip no le gustaban ninguno de sus hermanos, o su hermana, ni se mostraba interesado por ellos, excepto quizá por Julian, a quien a veces Sarah temía que Phillip odiara.
Se sentía irrazonablemente celoso de él hasta el punto de que con la perspectiva de que Julian entrara en el negocio, a ella le preocupaba que Phillip pudiera hacerle algún daño. Sospechaba que Emanuelle temía lo mismo, pues ya le había comentado la necesidad de que lo vigilara. En otros tiempos, Phillip había sido su amigo, había estado a su cargo, pero en aquel entonces su vida era mucho menos sofisticada que ahora y, en cierto sentido, lo conocía incluso mejor que la propia Sarah. Sabía qué maldades era capaz de cometer, qué cosas temía más y qué venganzas podía perpetrar cuando alguien se le cruzaba en su camino. De hecho, a Emanuelle le extrañaba que, después de todos aquellos años, Phillip continuara llevándose bien con Nigel. Entre ambos se había establecido una unión insólita, una especie de matrimonio de conveniencia que, a pesar de todo, seguía funcionando.
Phillip odiaba lo mucho que todos querían a Julian, y no sólo su familia, sino también sus amigos e incluso sus mujeres. Salía con las jóvenes más atractivas de la ciudad, siempre hermosas, divertidas y deslumbrantes, y ellas le adoraban. Incluso antes de casarse, las mujeres con las que salía Phillip eran un poco desaliñadas. Y Emanuelle sabía que seguía sintiéndose atraído por esa clase de mujeres cuando su esposa no estaba a su lado. En cierta ocasión lo había visto en París en compañía de una de ellas, y él fingió que se trataba de su secretaria y que estaban en viaje de negocios. Se alojaban en el Plaza Athénée, y él tomó prestadas algunas de sus mejores joyas para que las luciera durante unos pocos días. Al verse descubierto, le pidió a Emanuelle que no se lo comentara a su madre. Pero las joyas perdían en aquella mujer, que parecía cansada y usada, y las ropas ridículamente cortas que llevaba no tenían mucho estilo. Simplemente, parecía barata, algo que Phillip no daba la impresión de notar. Sarah lo sintió mucho por él. Para ella, era evidente que su hijo no había encontrado la felicidad en su matrimonio.
Pero durante la graduación de Julian nadie echó de menos a Phillip.
– Bien, amigo mío -le dijo Emanuelle al salir de la Sorbona-, ¿cuándo piensas ponerte a trabajar? Mañana mismo, n'est-ce pas?
Él sabía que sólo bromeaba, porque acudiría a la fiesta que organizaba su madre en su honor aquella noche, en el château, fiesta a la que asistirían todos sus amigos.
Los chicos se alojarían en los establos y las chicas dormirían en la casa principal y en la casita del guarda, mientras que los invitados adicionales se quedarían en hoteles de las cercanías. Esperaban a casi trescientas personas. Después de la fiesta, se marcharía a pasar unos días en la Riviera, pero le había prometido a su madre que empezaría a trabajar el lunes.
– El lunes, te lo prometo -contestó mirando a Emanuelle con aquellos enormes ojos que ya habían derretido muchos corazones. Se parecía mucho a su padre-. Te lo juro…
Levantó una mano, como para dar un sentido oficial a su compromiso, y Emanuelle se echó a reír. Sería divertido tenerlo en Whitfield's. Era tan apuesto que las mujeres le comprarían cualquier cosa. Confiaba, sin embargo, en que él no las comprara para ellas. Era increíblemente generoso, como lo había sido William, y terriblemente bondadoso.
Sarah le había ofrecido su piso de París, hasta que pudiera encontrar uno, y tenía verdaderos deseos de instalarse allí. También le entregó un Alfa Romeo como regalo de graduación, lo que sin duda impresionaría a las chicas. Ese día, se ofreció a conducir a Emanuelle hasta el château, después del almuerzo en el Relais del Plaza, pero ella había prometido acompañar a Sarah.
En su lugar, fue Isabelle quien le acompañó y él no dejó de burlarse de sus piernas largas y sus faldas cortas, que le daban más aspecto de mujer de 26 años que de la adolescente que era.
Como solía decir Julian refiriéndose a ella, era un verdadero problema. Tonteaba con todos sus amigos, y había salido con varios de ellos. A él siempre le extrañaba que su madre no adoptara una postura más firme con ella. Pero desde la muerte de su padre se mostraba muy blanda. Era casi como si no tuviera la fortaleza o el deseo de luchar con ellos. Julian pensaba que consentía demasiado a Xavier, pero lo único que hacía el niño eran cosas como encender petardos en los establos y asustar a los caballos, o perseguir a los animales de la granja hasta hacerlos huir por los viñedos. Las travesuras de Isabelle, en comparación, resultaban mucho más peligrosas, a pesar de ser más discretas, al menos a juzgar por lo que le había comentado su amigo Jean-Francois. Recientemente, lo había vuelto loco durante un fin de semana que pasaron esquiando en Saint- Moritz, hasta que, finalmente, le dio con la puerta de su habitación en las narices, un hecho por el que Julian no dejó de sentirse agradecido, pero también sabía que su hermana no tardaría mucho en dejar la puerta abierta.
– ¿Y bien? -preguntó mientras conducía hacia el sur por la Nacional 20, hacia Orléans-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Algún novio?
– Nadie en especial -contestó fríamente, lo que no era habitual en ella.
De costumbre, le encantaba fanfarronear con él sobre su última conquista. Pero en estos últimos días se mostraba mucho más reservada, y estaba haciéndose cada vez más bonita. Parecía como su madre, pero de una forma más sensual y sugerente. Todo en ella sugería pasión y gratificación inmediata. Y la inocencia subyacente que mostraba no hacía sino hacer más tentadora la invitación.
– ¿Cómo va la escuela? -siguió preguntando.
Todavía iba a la escuela en La Marolle, lo que él creía un error. Pensaba que debería ir fuera, a otra escuela o quizás a un convento. Él, al menos, había sido lo bastante listo como para portarse con discreción cuando tenía su edad; aparentaba la mayor de las inocencias y fingía jugar al tenis después de la escuela, aunque en realidad mantenía una relación con una de las profesoras. Nunca los habían descubierto, aunque la mujer se había puesto finalmente seria y le había amenazado con suicidarse cuando él la dejó, algo que realmente le alteró bastante. Después fue la madre de uno de sus amigos, pero eso también resultó complicado y, como resultado, llegó a la conclusión de que era más fácil ir detrás de las jovencitas vírgenes antes que meterse en complicaciones con mujeres mayores que él. A pesar de todo, seguían intrigándole. Se mostraba totalmente omnívoro cuando se trataba de mujeres. Las adoraba a todas, viejas y jóvenes, hermosas, sencillas, inteligentes y a veces, incluso a las feas. Isabelle le acusaba de no tener gusto, y sus amigos decían que era lascivo, lo que no dejaba de ser cierto, pero eso no constituía ningún pecado para Julian. Le agradaba serlo a la menor oportunidad.
– La escuela es algo estúpido y aburrido -le contestó Isabelle, con expresión petulante-, pero ahora ha terminado, gracias a Dios, al menos por este verano.
La enfurecía que no se marcharan a ninguna parte hasta agosto. Su madre le había prometido un viaje a Capri, pero quería quedarse en el château hasta entonces. Tenía cosas de las que ocuparse, cambios que quería introducir en la tienda de París, y reparaciones que había que hacer en la granja y en los viñedos.
– Es tan aburrido estar aquí -se quejó.
Encendió un cigarrillo, dio unas cuantas chupadas y luego lo tiró por la ventanilla. Julian no creía que fumara; más bien trataba de impresionarle.
– A tu edad, a mí me gustaba mucho el château. Y mamá siempre deja que invites a quedarse a tus amigas.
– Pero no a los chicos -replicó ella con la mirada encendida.
Adoraba a su hermano pero a veces no parecía entender nada, sobre todo de un tiempo a esta parte.
– Muy divertido -ironizó él-. Pues a mí siempre me dejó que llevara a mis amigos.
– Muy divertido -le imitó ella.
– Gracias. Bueno, esperemos al menos que esta noche no sea tan aburrida. Pero será mejor que te comportes o te daré unos azotes.
– Muchas gracias. -Cerró los ojos y se arrellanó en el asiento del Alfa Romeo-. Y, a propósito, me gusta tu coche -añadió sonriéndole.
A veces, le agradaba su hermano.
– A mí también. Mamá ha sido muy amable.
– Sí. Probablemente, a mí me hará esperar hasta que haya cumplido los noventa.
Isabelle pensaba que su madre era irrazonable con ella. Pero, ante sus ojos, cualquiera que se interpusiera en sus deseos era una especie de monstruo.
– Quizás hayas obtenido para entonces el permiso de conducir.
– Oh, cállate.
En la familia se gastaban bromas acerca de lo mala conductora que era. Ya había estropeado dos de los viejos trastos que había en el château, y afirmaba que todo había sucedido porque resultaba imposible conducirlos y que eso no tenía nada que ver con su forma de conducir. Pero Julian pensaba de modo diferente, y jamás le habría permitido tocar el volante de su precioso Alfa Romeo.
Llegaron al château bastante antes que los invitados. Julian nadó un rato en la piscina y luego fue a ver si podía ayudar en algo a su madre. Sarah había contratado los servicios de una empresa local de banquetes, que preparó largas mesas provistas de selectos manjares. Se dispusieron varias barras y un entoldado sobre una enorme pista de baile. Habría dos orquestas, una local y otra más grande llegada desde París. A Julian le encantaba y le conmovía que su madre le ofreciera una fiesta tan fabulosa.
– Gracias, mamá -dijo, rodeándola con un brazo todavía húmedo después de su baño.
Tenía un aire esbelto y atractivo al lado de ella, goteando en su bañador. Emanuelle estaba junto a Sarah y fingió desmayarse al verlo.
– Cúbrete, querido. No estoy muy segura de que pueda tenerte en la tienda. -Y tampoco lo estaba nadie más. Tomó nota mental de vigilar a las chicas que trabajaban allí, por si a Julian se le ocurría llevarse a alguna de ellas a su apartamento, después del almuerzo. Sabía que tenía una dilatada reputación en ese sentido-. Vamos a tener que inventarnos algo en el trabajo para que parezcas feo.
Pero la verdad era que eso no podía hacerse. Julian rezumaba encanto y atractivo sexual, y era todo lo contrario que su hermano mayor, tan contenido y reprimido.
– Deberías vestirte antes de que llegaran los invitados -le dijo su madre sonriéndole.
– O quizá no -susurró Emanuelle, que siempre disfrutaba con un cuerpo atractivo y a la que le gustaba burlarse un poco de él.
Al fin y al cabo, era algo inofensivo. Ella no era más que una vieja amiga y él apenas un niño para ella, que acababa de cumplir los 50 años.
Julian bajó mucho antes de que llegaran los invitados, tras pasar una media hora con Xavier, mientras se arreglaba, hablándole de los vaqueros en el salvaje Oeste. Por alguna razón, Xavier estaba obsesionado con Davy Crockett, se sentía fascinado por todo lo estadounidense y le había dicho a alguien en la escuela que era de Nueva York, y que sólo estaría en Francia durante un año, mientras sus padres hacían unos negocios.
– ¡Bueno, mamá lo es! -se había defendido más tarde.
Quería ser estadounidense más que ninguna otra cosa. Como no había conocido a su padre y veía muy poco a Phillip, no experimentaba ninguna relación especial con lo británico. Y mientras que Julian se sentía claramente francés, a Xavier le parecía mucho más excitante fingir que era de Nueva York, de Chicago o incluso de California. Hablaba constantemente de tía Jane y de sus primos a los que no conocía, lo que no dejaba de divertir a Sarah, que a menudo le hablaba en inglés. El pequeño lo hablaba muy bien, como Julian, aunque con un cierto acento francés. El inglés de Julian era mejor, a pesar de lo cual parecía más francés, a diferencia de Phillip, que parecía realmente británico. A Isabelle no le importaba de dónde era, siempre y cuando estuviera lejos de sus parientes. Quería estar separada de todos ellos para poder hacer así lo que deseara.
– Quiero que esta noche seas un buen chico -le advirtió Julian a Xavier antes de ir a reunirse con sus amigos-. Nada de travesuras, ni de hacerte daño. Quiero divertirme en mi fiesta. ¿Por qué no te vas a ver la televisión?
– No puedo -contestó el niño con naturalidad-. No tengo ninguna.
– Puedes mirar la que hay en mi habitación -dijo Julian sonriéndole. Por muy imposible que fuera su hermano menor, lo quería mucho. Había sido como un padre para él y disfrutaba estando en su compañía-. Creo que esta noche dan un partido de fútbol.
– ¡Estupendo! -exclamó regresando a la habitación de su hermano, tarareando Davy Crockett.
Julian todavía sonreía para sus adentros cuando se encontró con Isabelle en la escalera. Llevaba un vestido blanco muy escotado y corto, que apenas le llegaba a las ingles y que le cubría el estómago con una especie de malla.
– ¿Cardin? -le preguntó fingiendo frialdad.
– Courréges -le corrigió ella mirándole con malicia.
Era mucho más peligrosa de lo que ella misma se imaginaba. Un verdadero problema andante.
– Ya voy aprendiendo.
Pero también Sarah. Al verla, la envió de nuevo a su habitación para que se pusiera otra cosa. A continuación, Isabelle cerró con fuerza todas las puertas que encontró abiertas en su camino, mientras Emanuelle la observaba y Sarah suspiraba y se servía una copa de champaña.
– Esta hija va a terminar conmigo. Y si no lo hace ella, lo hará Xavier.
– También solías decir eso mismo de los otros -le recordó Emanuelle.
– No decía exactamente eso -le corrigió Sarah-. Phillip me desilusionaba porque se mostraba muy distante y frío, y Julian me preocupaba porque se acostaba con las madres de sus amigos y creía que yo no me enteraba. Pero Isabelle es una criatura completamente diferente. Se niega a comportarse, a controlarse o atender a razones.
Emanuelle no podía estar en desacuerdo con ella. No le habría gustado ser la madre de aquella jovencita. Verla siempre le hacía sentirse agradecida por el hecho de no haber tenido hijos. Xavier, sin embargo, era otra historia; se trataba de un niño imposible, pero tan cálido y mimoso que era irresistible. Era como Julian, pero más libre y aventurero. Desde luego, los Whitfield formaban un grupo interesante. Ninguna de las dos vio a Isabelle salir de nuevo llevando unos leotardos a rayas y una falda de cuero blanco incluso peores que lo que se había puesto la primera vez. Pero, por suerte para ella, Sarah no la vio en esta ocasión.
– ¿Te diviertes? -le preguntó Sarah a Julian varias horas más
tarde, cuando lo vio en medio de la fiesta.
Parecía estar un poco bebido, pero sabía que no le pasaría nada. Nadie tenía que conducir, y había trabajado tanto para graduarse en la Sorbona… Se lo merecía.
– ¡Mamá, estás estupenda! Es la mejor fiesta en la que he estado.
Estaba feliz, despeinado y ardiente. Llevaba bailando desde hacía horas con dos chicas que le planteaban el problema de tomar una decisión. Era una velada llena de agradables dilemas.
También le sucedía lo mismo a Isabelle. Estaba tumbada entre los matorrales, cerca de los establos, con un chico al que había conocido esa misma noche. Sabía que era un amigo de Julian, aunque no recordaba su nombre. Pero era el que mejor la había besado hasta entonces, y acababa de decirle que la amaba.
Finalmente, uno de los sirvientes la vio allí y le susurró algo a la duquesa, con discreción. Poco después, Sarah apareció como por ensalmo en el camino que conducía a los establos, acompañada por Emanuelle, fingiendo dar un paseo, enfrascadas en una conversación casual. Cuando Isabelle las oyó se alejó apresuradamente, a hurtadillas, y las dos mujeres se miraron y se echaron a reír, sintiéndose viejas y jóvenes al mismo tiempo. En agosto, Sarah cumpliría 56 años, aunque no los aparentaba.
– ¿Hiciste alguna vez cosas así? -preguntó Emanuelle-. Yo sí.
– Sólo las hiciste con los alemanes, durante la guerra -dijo Sarah bromeando y Emanuelle puntualizó con firmeza.
– Eso sólo fue para obtener información de ellos -replicó con orgullo.
– Fue un milagro que no nos mataras a todos -la reprendió Sarah ahora, treinta años más tarde.
– Hubiera querido matarlos a todos ellos -dijo ella apasionadamente.
Entonces, Sarah le dijo que Joachim había aparecido poco después de la boda de Phillip. No se lo había dicho hasta ese momento, y eso molestó a Emanuelle.
– Me sorprende que todavía esté con vida. Muchos murieron cuando regresaron a Berlín. Era bastante decente, para tratarse de un nazi, pero un nazi siempre es un nazi…
– Parecía tan triste, y tan viejo. Supongo que lo desilusioné amargamente. Tengo la impresión de que creía que todo sería distinto, una vez muerto William. Pero jamás podría haberlo sido.
Emanuelle hizo un gesto de ausencia. Sabía lo mucho que Sarah había amado a William. Jamás había mirado a ningún otro hombre desde su muerte, y no creía que volviera a hacerlo. Había intentado presentarle discretamente a unos pocos amigos suyos, una vez transcurridos unos años, pero era evidente que ella no tenía ningún interés. Ahora sólo le interesaba el negocio y sus hijos.
La fiesta terminó a las cuatro de la madrugada cuando el último grupo de jóvenes se arrojó a la piscina y las orquestas se marcharon. Como colofón, aparecieron por la cocina, ya al amanecer, mientras Sarah les preparaba unos huevos revueltos y les servía café. Resultó divertido tenerlos allí. Le gustaba tener gente joven a su alrededor y últimamente se sentía contenta por haber tenido a algunos de sus hijos a una edad avanzada. Tenía tantos amigos que se encontraban solos… Ella, en cambio, los tendría siempre a su alrededor. Quizá la volverían loca, pero quienes la conocían bien sabían que lo disfrutaba.
Se dirigió a su alcoba a las ocho de la mañana, y sonrió al ver a Xavier profundamente dormido en la cama de Julian. La televisión seguía encendida, aunque ya habían terminado los programas y sólo se emitía una grabación continua de La Marsellesa. Entró en la habitación, le quitó a su hijo el sombrero de Davy Crockett que todavía llevaba puesto y le acarició el cabello. Después, entró en su dormitorio y durmió profundamente hasta después del mediodía.
Sarah y Emanuelle almorzaron juntas antes de que ésta regresara a París. Tenían mucho de que hablar. Volvían a ampliar la tienda de París, y Nigel había comentado hacía poco que deberían pensar en hacer lo mismo con la de Londres. Todavía tenían su certificado real y eran, oficialmente, joyeros de la Corona. En los últimos años vendían a muchos jefes de Estado, reyes y reinas, así como a montones de árabes. Los negocios funcionaban muy bien en las dos joyerías y a Sarah le entusiasmaba la idea de que Julian se iniciara en el negocio.
Empezó, tal y como había prometido, a la semana siguiente, y todo funcionó como una seda hasta que cerraron en agosto. Luego, él se marchó a Grecia con unos amigos y Sarah se llevó a Xavier y a Isabelle a Capri. Les encantó estar allí. Les gustó mucho la Marina Grande y la Marina Piccola, y la plaza, e ir a los clubes de la playa, como el Canzone del Mare, o a alguno de los más concurridos. Isabelle estudiaba italiano en la escuela y, como también sabía algo de español, se consideraba una gran lingüista.
Se lo pasaron muy bien, alojados en el Quisiana y comiendo helado en la plaza, y Sarah pudo investigar lo que había en las joyerías. No había mucho que hacer allí, excepto leer, comer, relajarse y pasar el tiempo con sus hijos. Creyó que no haría ningún daño permitir a Isabelle que fuera a un club de la playa ella sola, en uno de los taxis marítimos que todo el mundo empleaba. Se encontró con ella más tarde, acompañada por Xavier, que siempre quería ir a ver los pequeños burros.
Una mañana en que Isabelle se adelantó, Sarah y Xavier se entretuvieron más de lo habitual en su camino a la plaza, dedicándose a hacer unas compras. Llegaron al Canzone del Mare justo a tiempo para el almuerzo, y Sarah buscó a su hija por todas partes, sin encontrarla. Empezaba a asustarse, cuando Xavier encontró las sandalias de su hermana bajo una silla y siguió su rastro hasta una pequeña cabaña. La encontraron allí. Se había quitado la parte superior del traje de baño y estaba con un hombre que le doblaba la edad y que le sostenía los pechos con las manos, gimiendo, apretando su ominoso bulto contra el bikini de la joven.
Por un instante, Sarah no pudo hacer otra cosa que contemplar boquiabierta la escena, y luego, sin pensar, agarró a Isabelle por el brazo y tiró de ella, arrastrándola fuera de la cabaña.
– ¿Qué crees que hacías ahí dentro, por el amor de Dios? -le espetó furiosa. Isabelle se echó a llorar, mientras el hombre salía, tratando de adoptar una postura digna, envuelto sin mucho éxito en una toalla-. ¿Se da usted cuenta de que mi hija sólo tiene dieciséis años? -le dijo con un tono de voz incisivo, tratando de controlarse no sin cierta dificultad-. Podría llamar a la policía ahora mismo.
Pero ella misma sabía que, en tal caso, tendría que entregarles a su propia hija. Sólo trataba de asustar a aquel hombre para que no volviera a hacer una cosa así y, a juzgar por la expresión de éste, se dio cuenta de que había logrado su objetivo. Era un hombre muy apuesto, de Roma, y tenía aspecto de playboy.
– Signora, mi displace… Ella dijo que tenía 21 años. Lo siento mucho.
Presentó toda clase de disculpas y miró apesadumbrado a Isabelle, que sollozaba histéricamente al lado de su madre. Regresaron al hotel, y Sarah sugirió con un tono de voz helado que ella se pasara el resto de la tarde en su habitación, y que luego volverían a hablar. Pero mientras regresaba a la playa con Xavier pensó que tendría que hacer algo más que hablar con su hija. Phillip y Julian tenían razón. Isabelle necesitaba ingresar en un internado. Pero ¿dónde? Esa era la cuestión.
– ¿Qué estaban haciendo ahí dentro? -preguntó Xavier con curiosidad cuando volvieron a pasar ante la cabaña, y Sarah se estremecía por lo que habían visto.
– Nada, cariño, practicaban unos juegos muy tontos.
Después de esto, mantuvo a Isabelle muy controlada, y el resto de las vacaciones ya no pudo salir tanto. Pero al día siguiente Sarah ya había hecho unas cuantas llamadas telefónicas. Encontró una maravillosa escuela para ella, cerca de la frontera austríaca, al lado de Cortina d'Ampezzo. Podría esquiar allí en el invierno, hablar tanto italiano como francés, y aprender a controlarse un poco mejor. Era un internado para señoritas y no había ningún otro para chicos en las cercanías. Sarah había hecho esas preguntas con mucha claridad.
El último día de vacaciones le comunicó sus propósitos a Isabelle que, como cabía esperar, se subió por las paredes, pero Sarah se mostró firme, incluso cuando su hija se puso a llorar. Era por su propio bien. Si no lo hacía así, sabía que Isabelle cometería cualquier estupidez en cuanto se descuidara y quizás incluso podía quedar embarazada.
– ¡No iré! -exclamó hecha una furia.
Llamó a Julian, a la tienda de París, pero en esta ocasión su hermano se puso de parte de su madre. Terminadas las vacaciones en Capri, fueron a Roma para comprarle todo lo que necesitaba. Las clases empezarían al cabo de pocos días y no valía la pena llevarla de regreso a Francia, sólo para tener más problemas. Sarah y Xavier la acompañaron al internado y su hija quedó muy apesadumbrada al ver el lugar. Era bonito, y ella disponía de una habitación grande y soleada. Las otras chicas parecían amables. Eran francesas, inglesas, alemanas e italianas, además de dos brasileñas, una argentina y otra de Teherán. Formaban un grupo interesante, y sólo había cincuenta chicas en el internado. La escuela de La Marolle había ofrecido sus mejores recomendaciones, y el director felicitó a Sarah por su buen juicio.
– No puedo creer que me vayas a dejar aquí -gimió Isabelle.
Pero nada conmovió a Sarah. La dejaron allí y la propia Sarah lloró en el camino de regreso al aeropuerto. Luego, ella y Xavier volaron a Londres para visitar a Phillip. Después de haber dejado a su hijo con sus sobrinos para almorzar, se dirigió directamente a la tienda de Londres. Todo parecía estar bien. Almorzó con Phillip y le asombró oírle hacer varias observaciones maliciosas sobre su hermano.
– ¿Aqué viene todo esto? -preguntó Sarah candidamente-. ¿Qué te ha hecho para que te sientas tan molesto?
– Él y sus condenadas y estúpidas ideas sobre el diseño. No entiendo por qué tiene que meterse en esa clase de cosas -casi bramó, a lo que ella respondió con serenidad.
– Porque yo le pedí que lo hiciera así. Tiene mucho talento para el diseño. Bastante más que tú y que yo, y comprende las piedras importantes y lo que se puede y no se puede hacer con ellas. -Recientemente, había engarzado una esmeralda de un marajá, de más de cien kilates, y cualquier otro la habría estropeado, pero Julian supo exactamente lo que debía hacer con ella, y había supervisado todo el proceso del montaje en el taller-. No es nada malo que haga eso. Tú eres bueno en otras cosas -le recordó Sarah.
Sabía cómo tratar a la realeza y cómo mantenerse a la cabeza del mercado. Por muy rígido que fuera, encantaba a todos.
– No sé por qué tienes que defenderlo siempre -dijo Phillip con irritación.
– También te he defendido siempre a ti, Phillip, si es que eso te sirve de consuelo -replicó, negándose a entablar la lucha, pero desilusionada por sus celos. Se portaba peor que nunca-. Resulta que os quiero a los dos. -Phillip no dijo nada, pero se mostró algo más apaciguado al preguntar por Isabelle, diciéndole que había oído hablar muy bien de aquel internado-. Esperemos que obren un milagro -suspiró Sarah.
Al regresar a su despacho, Sarah observó a una joven muy bonita que salía del edificio. Tenía las piernas largas y bien formadas, llevaba una falda muy corta parecida a lo que hubiera podido ponerse Isabelle y dirigió una mirada a Phillip que ocultaba bien poco. Él se irritó, al tiempo que fingía no conocerla. La chica era nueva y no sabía que Sarah era su madre. «Estúpida zorra», pensó Phillip, pero Sarah captó en seguida la mirada que habían intercambiado, aunque no le dijo nada. Pero Phillip se sintió en la obligación de explicárselo a su madre, haciendo aún más evidente la situación de ambos ante ella.
– No importa, Phillip. Ya tienes 33 años, y lo que hagas o dejes de hacer es asunto tuyo. -Entonces, decidió volver a ser valerosa-. ¿Qué puesto ocupa Cecily en todo esto?
Su hijo pareció turbado por la pregunta y se ruborizó.
– ¿Qué quieres decir? Ella es la madre de mis hijos.
– ¿Y eso es todo? -inquirió Sarah con frialdad.
– Pues claro que no. Yo…, ella está fuera estos días. Por el amor de Dios, eso no ha sido más que una broma. Esa chica estaba flirteando conmigo.
– Querido, eso no importa. -Era evidente, sin embargo, que él seguía con sus devaneos, que dormía con busconas, con chicas con las que se «divertía», como él mismo solía decir, al mismo tiempo que estaba casado con otra.
Sintió mucho que su hijo no hubiera podido encontrar ambas cosas en una misma persona, pero él nunca se quejaba, por lo que abandonó el tema, ante el alivio de Phillip.
Al día siguiente, ella y Xavier volaron a París, donde Julian acudió a recibirles al aeropuerto. Durante el breve trayecto a la ciudad, Sarah le contó a su hijo la visita que había hecho a la Torre de Londres para ver las joyas de la Corona con su padre, al principio de conocerle.
– ¿Era muy fuerte? -preguntó Xavier siempre fascinado por oírla hablar de su padre.
– Mucho -le aseguró-. Y un hombre muy bueno, inteligente y cariñoso. Era maravilloso y tierno, y algún día tú también serás como él. En cierto sentido, ya lo eres.
Y lo mismo era Julian.
Cenaron con Julian en París, contento de verlos y recibir noticias de Isabelle y de la tienda de Londres. Ella no le dijo nada sobre su entrevista con Phillip ni los comentarios que éste había hecho sobre Julian. No quería azuzar el fuego entre ellos. Al anochecer, Sarah regresó al château con el coche que previamente había dejado en París. Xavier se durmió durante el viaje, y ella lo miraba de vez en cuando, a su lado, pensando en su buena suerte por haberlo tenido. Mientras que, a su edad, otras mujeres pasaban algún que otro sábado con sus hijos, ella tenía a este pequeño encantador con quien compartir la vida. Recordó lo inquieta que se había sentido al saber que estaba embarazada, lo tranquilizadora que había sido la presencia de William…, y también recordó a su suegra, quien consideraba a William como una bendición. Y así había sido para todos aquellos que le habían conocido en vida, y ahora este niño era para ella… como su propia y muy especial bendición.