14

Desde aquella noche, Sarah vio a Joachim casi a diario, sin proponérselo. Él conocía ahora cuándo solía ella salir a pasear, y siempre aparecía entonces, aparentemente por casualidad. A cada día que pasaba caminaban un poco más despacio. A veces, llegaban hasta el río y otras hasta la granja. Poco a poco, empezaba a conocerla. También intentaba conocer al pequeño Phillip, que, sin embargo, se mostraba reticente y tímido, como lo habían sido sus propios hijos a esa edad. Pero Joachim era increíblemente cariñoso con él, ante el descontento de Emanuelle, que no aprobaba nada o nadie que fuera alemán.

Pero Sarah sabía que era un hombre decente. Ella tenía más experiencia del mundo que Emanuelle, a pesar de que tampoco le gustaran los alemanes. No obstante, había veces en que él la hacía reír y otras en que se mostraba serena, y el comandante sabía entonces que estaba pensando en su esposo.

Imaginaba los momentos difíciles por los que ella estaba pasando. Llegó el día de su cumpleaños, y no recibió noticias de William o de sus padres. Se hallaba separada y aislada de todos aquellos a los que amaba, de sus padres, su hermana, su esposo. Lo único que le quedaba ahora era su hijo, y el bebé que estaba a punto de nacer y que le había dejado William.

Pero, ese mismo día, Joachim le trajo un libro que había significado mucho para él cuando estuvo en Oxford y que era uno de los pocos objetos personales que había traído consigo.

Era un gastado ejemplar de poemas de Rupert Brooke, que a ella le encantó. Pese a esto, no fue un cumpleaños feliz para ella. Pensaba ominosamente en las noticias que se recibían de la guerra, y le angustiaban los bombardeos sobre Gran Bretaña. Los ataques sobre Londres se había iniciado el 15 de agosto, y le desgarraba el corazón pensar en las personas que conocía y que debían estar allí, sus amigos, los parientes de William, los niños…, Joachim ya le había advertido que pasaría, pero no lo esperaba tan pronto, ni comprendió plenamente lo destructivo que sería. Londres estaba siendo devastada.

– Ya te lo dije -le comentó Joachim-. Aquí estás más segura. Sobre todo ahora, Sarah.

Su voz era afable y la ayudó cortésmente a superar un pequeño obstáculo en el camino. Al cabo de un rato se sentaron sobre unas piedras. Él sabía que era mucho mejor no hablar de la guerra, sino de otras cosas que no alteraran el estado de ánimo de Sarah.

Le habló de sus viajes de niño por Suiza, y de las travesuras de su hermano cuando ambos eran pequeños. Se quedó impresionado desde el principio al ver lo mucho que su hermano se parecía a su hijo. Phillip ya caminaba, con sus rizos dorados y sus ojos azules, y cuando Joachim estaba con su madre o Emanuelle, el niño lo miraba con desconfianza.

– ¿Por qué no has vuelto a casarte? -le preguntó Sarah una tarde, mientras permanecían sentados, descansando.

La criatura estaba ya tan abajo que ella casi no podía moverse, pero le gustaba pasear con él y no quería dejarlo ahora. Era un alivio hablar con él y, sin darse cuenta siquiera, había empezado a contar con su presencia.

– Nunca volví a enamorarme -contestó con sinceridad, sonriéndole, y hubiera querido añadir: «Hasta ahora». Pero no lo dijo-. Quizá sea terrible, pero lo cierto es que ni siquiera estoy seguro de que me enamorara de la que fue mi esposa. Éramos jóvenes y nos conocíamos desde niños. Creo que eso era lo que… se esperaba de nosotros -explicó.

Sarah sonrió. Se sentía tan a gusto con él que no le pareció necesario seguir manteniendo secretos.

– Yo tampoco amé a mi primer marido -admitió.

Él se volvió a mirarla, sorprendido. Siempre había en ella cosas que le extrañaban, como lo fuerte que era, lo respetuosa y fiel que se mostraba con su esposo.

– ¿Estuviste casada antes? -preguntó realmente asombrado.

– Durante un año. Con alguien a quien conocía de toda la vida, como te pasó a ti con tu esposa. Fue terrible. Jamás deberíamos habernos casado. Cuando nos divorciamos me sentí tan avergonzada que permanecí oculta un año. Mis padres me trajeron entonces a Europa y así fue como conocí a William. -Todo parecía tan sencillo de explicar ahora, pensó. Pero no lo había sido entonces. Las situaciones por las que tuvo que pasar le resultaron muy dolorosas-. Lo pasé bastante mal durante un tiempo, pero con William… -y sus ojos se iluminaron al pronunciar el nombre-, con William todo fue muy diferente.

– Tiene que ser todo un hombre – dijo Joachim con tristeza.

– Lo es. Soy una mujer afortunada.

– Y él un hombre con mucha suerte.

La ayudó a incorporarse, continuaron caminando hasta la granja y luego regresaron. Pero al día siguiente ella ya no pudo hacerlo, y él permaneció tranquilamente sentado a su lado, en el parque. Sarah parecía más serena de lo habitual, más nostálgica y pensativa. Al otro día, sin embargo, dio la impresión de haberse recuperado, de volver a ser ella misma, e insistió en ir a pasear hasta el río.

– ¿Sabes? A veces me preocupas -dijo él mientras recorrían la orilla.

Ella se movía hoy con mayor vivacidad, y parecía haber recuperado su sentido del humor.

– ¿Por qué? -preguntó, intrigada.

Le resultaba extraño imaginar que el jefe de las fuerzas alemanas de ocupación en la zona estuviera preocupado por ella y, sin embargo, veía que se habían hecho amigos. Era un hombre serio, fuerte y, desde luego, muy amable y decente. Y a ella le gustaba.

– Haces demasiadas cosas. Soportas demasiado sobre tus hombros.

Ya se había enterado de lo mucho que había trabajado para restaurar ella misma el château, algo que seguía admirándole. Un día la acompañó por algunas de las habitaciones y quedó impresionado por la precisión y profesionalidad de algunos de los trabajos de reparación que había hecho. Después, le mostró todo lo que había hecho en los establos.

– No creo que hubiera permitido que lo hicieras de haber sido mi esposa -comentó con firmeza, ante lo que ella se echó a reír.

– En tal caso, supongo que hice bien en casarme con William.

Él le sonrió, nuevamente envidioso de William, pero contento de haberla conocido. Aquel día se demoraron más de lo habitual ante la puerta. Era como si esta tarde ella no deseara verle partir y por primera vez, antes de marcharse, ella extendió una mano, tocándole la suya y dándole las gracias.

Ese gesto le dejó asombrado y le llegó hasta el fondo del alma, aunque fingió no darse cuenta.

– ¿Por qué?

– Por dedicar tiempo a pasear conmigo…, y por hablarme.

Contar con él para charlar había terminado por significar mucho para ella.

– Espero con impaciencia el verte…, quizá más de lo que te puedas imaginar -dijo él con voz casi inaudible. Ella apartó la mirada, sin saber qué decir-. Quizá cada uno de nosotros sea afortunado por el hecho de que el otro esté aquí, como una especie de destino más elevado. Esta guerra habría sido mucho peor si tú no hubieras estado aquí, Sarah. -En realidad, no se sentía tan feliz desde hacía años, y lo único que le asustaba era saber que la amaba, que algún día tendría que irse y que ella regresaría junto a William, sin saber lo que había sentido por ella, ni todo lo que había significado para él-. Gracias a ti -añadió deseando acariciarle el rostro, el cabello, los brazos, pero sin ser tan valiente o estúpido como habían sido sus soldados.

– Te veré mañana entonces -dijo ella con suavidad.

Pero a la tarde siguiente vigiló la puerta de la casita y se preocupo al ver que no aparecía. Se preguntó si se encontraría mal, y esperó hasta el anochecer antes de dirigirse a verla. Las luces estaban encendidas y vio a Emanuelle a través de las ventanas de la cocina. Golpeó en una de ellas y la muchacha acudió a abrirle, con el ceño fruncido, y sosteniendo a Phillip en los brazos, que parecía inquieto.

– ¿Está enferma Su Gracia? -le preguntó en francés.

Al principio, la muchacha negó con la cabeza, pero luego vaciló y finalmente decidió contárselo. Sabía que, al margen de lo que ella misma pensara de él y los de su clase, aquel hombre le caía bien a Sarah. A ella, en cambio, no le gustaba. Eso era algo que Emanuelle nunca había puesto en duda. Pero existía un extraño respeto mutuo entre ambos.

– Va a tener el niño.

Pero había algo más en sus ojos, una débil expresión de temor que él percibió casi más que vio, algo que le hizo acordarse de lo que Sarah le había dicho sobre su parto anterior.

– ¿Van bien las cosas? -preguntó mirando a la muchacha intensamente a los ojos.

Emanuelle dudó y luego asintió, ante lo que él se mostró aliviado, porque todas sus enfermeras y los dos médicos se habían marchado a París para asistir a una conferencia. Como quiera que en esos momentos no había heridos graves, habían decidido dejar a los ordenanzas a cargo de todo.

– ¿Está segura de que se encuentra bien? -insistió.

– Sí, lo estoy -espetó ella-. Yo también estuve con ella la primera vez.

Le dijo que le presentara a Sarah sus respetos y se marchó, pensando en ella, en el dolor que debía experimentar ahora, en el niño que estaba a punto de llegar, deseando que fuera suyo y no de otro.

Regresó al estudio de William y permaneció allí sentado durante largo rato. Sacó de un cajón la fotografía de ella que había encontrado. Reía de un comentario que había dicho alguien, y estaba junto a William, en Whitfield. Formaban una excelente pareja. Volvió a guardar la foto y se sirvió una copa de coñac. Acababa de bebérsela cuando entró uno de los hombres que estaban de servicio.

– Alguien ha venido a verle, señor.

Eran las once de la noche, y ya se disponía a acostarse, pero salió del despacho y le sorprendió ver a Emanuelle, de pie en el vestíbulo.

– ¿Ocurre algo? -preguntó, preocupado por Sarah.

Emanuelle empezó a agitar las manos y hablar de manera atropellada.

– Las cosas no van bien otra vez. El niño no quiere salir. La otra vez… el señor duque lo hizo todo. Le gritó… y tardó horas… Yo la apretaba, y finalmente él tuvo que tirar del niño.

«¿Por qué no habré dejado de guardia a alguno de los médicos?», se preguntó acusadoramente. Sabía que la vez anterior ella había tenido un parto difícil, y ni siquiera se le ocurrió pensar en ello cuando los médicos se marcharon a París. Agarró la chaqueta y siguió a Emanuelle. Nunca había ayudado a traer un niño al mundo, pero no había absolutamente nadie que pudiera ayudarles. Y sabía que tampoco quedaban médicos en el pueblo. No había ninguno desde hacía meses. No podía enviar a buscar a nadie para que la ayudara.

Al llegar a la casa, con todas las luces encendidas, echó a correr escalera arriba y vio que el pequeño Phillip se hallaba profundamente dormido en su cuna, en la habitación contigua a la de Sarah. Al verla, comprendió en seguida lo que había querido decirle Emanuelle. Se agitaba terriblemente, sumida en un profundo dolor, y la muchacha le dijo que estaba de parto desde aquella mañana. Habían transcurrido dieciséis horas desde que empezó.

– Sarah -dijo con ternura, sentándose junto a ella, en la única silla que había en la habitación-. Soy Joachim. Siento haber venido yo, pero no hay nadie más -se disculpó.

Ella asintió con un gesto, consciente de su presencia, y no pareció importarle. Le dio una mano, le cogió la suya y empezó a gritar cuando sintió de nuevo el dolor, que parecía continuar interminablemente.

– Es terrible… Peor que la última vez… No puedo… William…

– Sí, sí que puedes. Yo estoy aquí para ayudarte. – Su voz sonaba muy serena y Emanuelle salió de la habitación para traer más toallas-. ¿Ha empezado a salir? -preguntó mirándola a los ojos.

– No lo creo… Yo… -Se agarró entonces a sus dos manos-. Oh, Dios… Oh, lo siento… ¡Joachim! ¡No me dejes!

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, aunque él había pronunciado con frecuencia el suyo. Hubiera querido tomarla entonces entre sus brazos, decirle lo mucho que la amaba.

– Sarah, por favor… Tienes que ayudarme, todo va a salir bien.

Le dijo a Emanuelle cómo tenía que sujetarle las piernas y los

hombros cuando llegaran los dolores, para que ella pudiera empujar a la criatura con mayor facilidad. Sarah se debatió presa de dolor al principio, pero la voz de él sonó serena y fuerte, y daba la impresión de saber lo que estaba haciendo. Al cabo de una hora empezó a verse la cabeza del bebé, y ella no sangraba tanto como la primera vez. Evidentemente, se trataba de otro niño muy grande y era obvio que tardaría en nacer, pero Joachim había decidido quedarse allí y ayudarla durante todo el tiempo que hiciera falta. Era ya casi por la mañana cuando por fin terminó de salir la cabeza, con el rostro arrugado, pero, a diferencia de Phillip, el niño no lloraba y en la habitación sólo reinaba un silencio ominoso. Emanuelle le miró, preocupada, sin saber qué podía significar aquello, mientras él observaba al bebé con atención. Entonces, se volvió rápidamente hacia Sarah.

– Sarah, tienes que empujar con fuerza para que salga -le dijo con tono de urgencia, mirando una y otra vez la cara azulada del bebé-. Vamos, ahora… ¡Empuja, Sarah, ahora! -le ordenó como si fuera más un soldado que un médico, o un esposo.

Le ordenaba que lo hiciera y esta vez fue él quien hizo lo que había hecho Emanuelle la vez anterior, presionó con fuerza sobre su estómago para ayudarla. Entonces, poco a poco, el bebé fue saliendo, hasta que quedó inmóvil entre las piernas de ella, sobre la cama. Sarah lo miró y lanzó un grito de pena.

– ¡Está muerto! ¡Dios mío, está muerto! -gritó, mientras él lo cogía entre las manos, todavía sujeto a la madre.

Era una niña, pero no parecía haber vida en ella. La sostuvo en alto, dándole masajes en la espalda y ligeros golpecitos. Le dio unas palmadas en las plantas de los pies y luego la sacudió, sosteniéndola boca abajo. Y, de repente, al hacerlo, una gran masa de moco le cayó de la boca, el bebé abrió la boca y lanzó un berrido y se puso a llorar con más fuerza que cualquier otro recién nacido que hubiera oído. Joachim estaba cubierto de sangre, y lloraba casi tanto como Sarah y Emanuelle, alborozado ante la belleza de la vida. Cortó entonces el cordón umbilical y le entregó la niña a Sarah, con una tierna sonrisa. No podría haberla amado más de haber sido él mismo el padre de la niña.

– Tu hija -le dijo, depositándola con cuidado junto a Sarah, envuelta en una sábana limpia.

Luego fue a lavarse las manos, haciendo todo lo posible por limpiarse la camisa, y un momento más tarde regresó junto a Sarah, que le tendió una mano. Aún lloraba cuando le tomó la mano, se la acercó a los labios y la besó.

– Joachim, la has salvado.

Las miradas de ambos se encontraron, sosteniéndose durante largo rato, y él experimentó el poder de haber compartido el don de la vida con ella durante estas últimas horas.

– No, no he sido yo -dijo, negando lo que había hecho-. Me he limitado a hacer lo que he podido. Pero Dios ha tomado la decisión por nosotros. Siempre lo hace así. -Contempló a la tranquila niña, tan rosada, redonda y bonita. Era una pequeña hermosa y, a excepción de la pelusilla rubia de la cabeza, era igual que Sarah-. Es muy hermosa.

– ¿Verdad que sí?

– ¿Cómo la vas a llamar?

– Elizabeth Annabelle Whitfield.

Ella y William ya lo habían decidido mucho antes, y ahora le pareció que era un nombre muy apropiado para aquella hermosa criatura que dormía pacíficamente.

Después, la dejó y regresó de nuevo al acabar la tarde para ver cómo les iba. Phillip contemplaba a la niña, fascinado, pero acurrucándose junto a su madre.

Joachim trajo flores y un gran pedazo de pastel de chocolate, una libra de azúcar y otro precioso kilo de café. Y ella ya se había sentado en la cama, con un aspecto sorprendentemente bueno si se tenía en cuenta todo lo que había pasado. Pero esta vez, a pesar del tiempo transcurrido, le había resultado más fácil que la primera, y la niña «sólo» pesaba cuatro kilos y medio, según anunció Emanuelle haciendo reír a todos. Lo que estuvo a punto de ser una tragedia había terminado bien, gracias a Joachim. Ahora, hasta Emanuelle le trataba con amabilidad. Después de que Emanuelle saliera de la habitación, Sarah le miró sabiendo que, pasara lo que pasase, siempre le estaría agradecida, y nunca olvidaría que él había salvado a su hija.

– Jamás olvidaré lo que has hecho -le susurró, cogiéndole la mano.

Aquella mañana se había establecido entre ambos un lazo innegable.

– Ya te lo dije antes. Fue la mano de Dios la que se encargó de todo.

– Pero tú estuviste allí… Tenía tanto miedo…

Al recordarlo, las lágrimas acudieron a sus ojos. No podría haber soportado que el bebé hubiera muerto. Pero él lo había salvado.

– Yo también estaba asustado -le confesó-. Tuvimos mucha suerte. -Y luego, sonriendo, añadió-: Resulta extraño, pero la verdad es que se parece un poco a mi hermana.

– También a la mía -dijo Sarah riendo con dulzura.

Tomaron una taza de té y él llevó a escondidas una botella de champaña. Sirvió las copas y brindó con ella por una larga vida para lady Elizabeth Annabelle Whitfield. Por último, se levantó, dispuesto a marcharse.

– Ahora debes dormir. -Sin decir nada más, se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Sus labios le rozaron el cabello y él cerró los ojos por un instante-. Duerme, cariño -susurró.

Y ella se quedó durmiendo antes de que Joachim saliera de la habitación. Había oído sus palabras, como si procedieran desde la distancia, pero ya estaba soñando con William.


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