– No estoy segura -dijo Sarah ceñuda, al observar las nuevas piezas con Emanuelle. Acababan de entregarlas, procedentes del mismo taller con el que solía trabajar el joyero Chaumet, pero Sarah no estaba segura de que le gustaran-. ¿Qué te parece a ti?
Emanuelle tomó en las manos uno de los pesados brazaletes. Eran de color dorado y rosado y estaban incrustados de diamantes y rubíes.
– Creo que son muy chic, y que están muy bien hechos -concluyó.
En los últimos tiempos, Emanuelle tenía cada vez más estilo, con su cabello pelirrojo recogido en un moño, y un traje negro de Chanel que la hacía parecer muy digna, allí sentada, en el despacho de Sarah.
– También van a ser muy caros -dijo Sarah con pesar.
Le fastidiaba tener que cargar demasiado y, sin embargo, la buena artesanía exigía pagar precios increíbles. Ella seguía negándose a encontrar atajos, a utilizar a malos profesionales o piedras de poca calidad. Su credo era que en Whitfield's sólo pudiera comprarse lo mejor.
– No creo que eso le importe a nadie -dijo Emanuelle sonriéndole a Sarah, mientras cruzaba la estancia para probarse uno de los brazaletes ante el espejo-. A la gente le encanta pagar por lo que vendemos. Le gusta la calidad, el diseño y las piezas antiguas, pero sobre todo le encanta usted, madame.
Seguía llamándola así, incluso después de todo aquel tiempo. Se conocían ya desde hacía once años, desde la primera vez que Emanuelle acudió al château pata ayudarla a dar a luz a Phillip.
– Quizá tengas razón -decidió Sarah finalmente-. Son piezas hermosas. Les diré que las aceptamos.
– Bien -dijo Emanuelle complacida.
Se habían pasado la mañana revisando las cosas. Era el viaje final de Sarah a París, para tener el niño. Era a finales de junio, y lo esperaba para dentro de dos semanas. Pero, en esta ocasión, William no quería correr ningún riesgo. Meses atrás ya le había dicho a su esposa que hacía años había realizado su última intervención como comadrona y que no estaba dispuesto a permitir que ella le obligara a repetirlo, sobre todo después de saber lo difícil que había sido también su segundo parto, cuando él se hallaba ausente.
– Pero yo quiero que el niño nazca aquí -volvió a objetar ella antes de abandonar el château.
William, sin embargo, no quiso ni oír hablar de eso.
Llegaron a París y se alojaron en el apartamento que habían comprado finalmente, esa misma primavera. Tenía tres bonitos dormitorios, dos habitaciones para el servicio, un elegante salón, un estudio encantador, un boudoir en la alcoba y un comedor y cocina muy bonitos. Sarah se las había arreglado para encontrar el tiempo necesario para decorarlo, y desde el apartamento se contemplaba una hermosa vista de los jardines de las Tullerías, con el Sena al fondo.
También se hallaba cerca de Whitfield's, y de algunas de sus tiendas favoritas, lo que agradaba mucho a Sarah. En esta ocasión, habían llevado a Phillip con ellos. El niño estaba furioso por no haber podido quedarse en el château, en alguna otra parte o incluso en Whitfield, y decía que París era muy aburrido. Sarah había contratado a un profesor para él, un hombre joven que lo acompañaba al Louvre, a la torre Eiffel o al zoológico cuando ella no podía. Y tenía que admitir que durante las dos últimas semanas, desde que estaban en el apartamento, apenas si podía moverse. El embarazo parecía haber ocupado toda su existencia.
Y eso también molestaba a Phillip. Durante las vacaciones de primavera le habían comunicado que iba a tener un hermanito, y él les había mirado con expresión consternada y casi de horror. Más tarde, le oyó decirle a Emanuelle que le parecía algo nauseabundo.
El niño y Emanuelle se habían hecho muy buenos amigos, y lo único que le gustaba a Phillip era ir a la tienda para visitarla y contemplar las joyas, como hizo aquella tarde, cuando Sarah lo dejó con Emanuelle para poder hacer algunos recados. Admitía que algunas de las alhajas eran muy hermosas, y la joven trataba de convencerlo de que el pequeño también sería muy agradable, pero el niño le contestó que, en su opinión, los bebés eran estúpidos. Elizabeth no lo había sido, añadió con tristeza, pero eso era distinto.
– Tú tampoco fuiste un estúpido -replicó Emanuelle con afecto, mientras comían unas magdalenas y tomaban una taza de chocolate caliente en el despacho, una vez que Sarah se hubo marchado a hacer unos recados, antes de ingresar en la clínica-. Fuiste un crío maravilloso -añadió, deseando tranquilizar al niño, que se había acostumbrado a mostrarse muy duro y brusco-. Y tu hermana también lo era. -Al oírla, algo cruzó por el rostro del niño y Emanuelle decidió cambiar de tema-. Quizá sea también una niña pequeña.
– Odio a las niñas… -Pero tras una pausa decidió matizar su comentario-, excepto a ti. -Y a continuación la dejó totalmente sorprendida, al preguntarle-; ¿Crees que podrías casarte conmigo algún día? Quiero decir, si no te has casado para entonces.
Sabía que ella ya tenía sus años, veintiocho para ser exactos, y que cuando él tuviera edad para casarse, ella ya tendría casi cuarenta, pero le parecía la mujer más hermosa que había conocido, incluso más guapa que su madre, que también había sido guapa, hasta que se puso gorda con su estúpido bebé. Emanuelle le contestó que tenía demasiados años para pensar así, a su edad, que no debía sentir celos de un hermanito, sino alegría por su llegada y por el hecho de convertirse en un hermano mayor. Pero era evidente que el niño no experimentaba nada de eso, y mucho menos alegría. Emanuelle vio que, más bien, se sentía muy enojado.
– Me encantaría casarme contigo, Phillip. ¿Quiere decir eso que estamos prometidos? -le preguntó sonriéndole y ofreciéndole otra magdalena.
– Supongo que sí, pero no puedo comprarte un anillo de pedida. Papá nunca me deja tener dinero.
– Está bien, no te preocupes. Ya tomaré prestado uno de la tienda mientras tanto.
El niño asintió y observó algunos de los objetos que había sobre la mesa del despacho, y entonces la sorprendió de nuevo con sus palabras, y aún habría sorprendido más a su madre si ésta le hubiera oído.
– Algún día me gustaría trabajar aquí, contigo…, cuando nos hayamos casado.
– ¿Lo dices de verdad? -preguntó ella, divertida, y luego se burló un poco de él-. Creía que querías vivir en Inglaterra.
Quizás había descubierto que París no era un lugar tan malo donde vivir.
– Podríamos abrir una tienda allí, en Londres. Eso me gustaría.
– Tendremos que decírselo a tus padres -dijo ella dejando la taza sobre la mesa.
Justo en ese momento Sarah entró en el despacho. Tenía un aspecto absolutamente enorme, pero seguía siendo bella, con un vestido de Dior que le habían hecho a medida aquel mismo verano.
– ¿Decirme, qué? -preguntó tomando asiento.
A Emanuelle le pareció que se sentía increíblemente incómoda. Ella misma esperaba no tener hijos nunca, y estaba dispuesta a hacer todos los esfuerzos posibles para evitarlo. Ya había visto cómo eran los partos de Sarah, y llegó a la conclusión de que no eran hijos lo que ella quería. No comprendía cómo Sarah los deseaba tanto.
– Phillip quiere abrir una tienda en Londres. Una Whitfield's -explicó Emanuelle orgullosamente y, al darse cuenta de que el niño no deseaba que dijera nada sobre su compromiso, decidió guardar silencio sobre eso.
– Eso parece una buena idea -dijo Sarah sonriéndole-. Estoy segura de que le encantará a tu padre, pero no estoy tan segura de que yo pueda sobrevivir hasta entonces.
El año transcurrido desde la inauguración de la joyería había sido absolutamente agotador para ella.
– Tendremos que esperar a que Phillip tenga edad suficiente para dirigirla.
– Entonces lo haré -dijo el niño con una mirada decidida que Sarah conocía muy bien.
Le ofreció dar un paseo en coche por el Bois de Boulogne y el niño se despidió a desgana de Emanuelle, dándole sendos besos en ambas mejillas, y para acabar, le apretó la mano, como para recordarle lo de su compromiso.
Dieron un agradable paseo por el parque, y el niño se mostró más parlanchín de lo habitual en él, hablando de Emanuelle, de la tienda, de Eton y de Whitfield. Fue paciente con el paso lento de Sarah, e incluso sentía pena por ella al verla siempre tan incómoda.
Al regresar al apartamento, William ya les esperaba, y esa noche cenaron en la Brasserie Lippe, algo que siempre le encantaba a Phillip. Durante las dos semanas siguientes, Sarah se dedicó por completo a él, porque sabía que no podría disponer de tanto tiempo una vez que naciera el bebé. Tenían la intención de regresar al château en cuanto naciera, y los médicos aseguraran que podría viajar. Deseaban que ingresara en la clínica una semana antes de lo previsto para el alumbramiento, algo a lo que ella se negó en redondo, diciéndole a William que eso no lo hacía nadie en Estados Unidos. En Francia, en cambio, las mujeres ingresaban en las clínicas privadas una o incluso dos semanas antes de tener al niño, simplemente para dejarse mimar y dedicarse a esperar el momento. Una vez que habían dado a luz, se quedaban durante otras dos semanas. Pero ella, por muy de moda que estuviera, no estaba dispuesta a quedarse sentada en una clínica sin hacer nada.
Pasaban cada día por la tienda, y Phillip se entusiasmó mucho cuando llegó un nuevo brazalete de esmeraldas, así como en otra ocasión en que Emanuelle les dijo que en una mañana habían vendido dos enormes anillos. Lo más extraño de todo fue que uno de ellos lo había comprado Jean-Charles de Martin, su amante. Lo había comprado para ella, bromeando cruelmente al hacerlo, fingiendo que era para su propia esposa. Luego, a medida que Emanuelle fue enfadándose más y más con él, sacó el anillo del estuche y lo deslizó en uno de sus dedos. Y ahora estaba allí, por lo que Sarah enarcó una ceja al verla.
– ¿Significa eso algo serio? -le preguntó, aunque también sabía las muchas joyas que adquiría aquel hombre para su esposa y sus amigas en otras joyerías.
– Sólo que poseo un nuevo y hermoso anillo -contestó Emanuelle, muy realista.
No se hacía ilusiones. Sin embargo, había algunos clientes muy interesantes. Muchos de los hombres que acudían a comprar en la joyería lo hacían tanto para sus esposas como para sus amantes. Llevaban vidas complicadas y todos ellos terminaron por saber que Emanuelle Bourgois era la personificación de la más absoluta discreción.
A últimas horas de la tarde ya estaban en el apartamento y esa noche Phillip se fue al cine acompañado por su tutor, un hombre joven y agradable, estudiante de la Sorbona, que hablaba con fluidez inglés y francés y que, afortunadamente, le había caído muy bien a Phillip.
Corría ya el mes de julio y el ambiente en París era caluroso y húmedo. Estaban allí desde hacía tres semanas, y Sarah se mostraba ansiosa por regresar a su hogar. El château estaba tan hermoso en esta época del año. Parecía tonto desperdiciar el verano quedándose en París.
– Yo no diría que lo estamos «desperdiciando» -musitó William con una sonrisa, mirándola. Su esposa tenía el aspecto de una ballena varada, allí, sobre el lecho, con el enorme camisón de satén rosado-. ¿No tienes calor con eso puesto? -preguntó, sintiéndose incómodo sólo de mirarla-. ¿Por qué no te lo quitas?
– No quiero ponerte enfermo por tener que verme así.
– No hay en ti nada que me ponga enfermo -dijo él rodando lentamente sobre la cama para acercarse a ella.
Le entristecía un poco no poder estar presente cuando ella diera a luz, como si se viera excluido del acontecimiento por aquel médico de moda en París, y por la clínica, pero él mismo deseaba que su esposa estuviera allí, porque eso le parecía mucho más seguro.
Aquella noche, ella cayó en un profundo sueño mientras él apenas sí dormía por el calor. Sarah lo despertó a las cuatro de la madrugada, cuando empezó a notar los primeros dolores. William se vistió cuidadosamente y llamó a la doncella para que la ayudara. Luego la llevó en el coche a Nevilly, a la clínica que habían elegido. En el momento de partir ella parecía estar sufriendo fuertes dolores, y habló muy poco durante el corto trayecto en el Bentley. Luego, ya en la clínica, la apartaron de su lado y él esperó nervioso hasta el mediodía, con el temor de que las cosas pudieran ir tan mal como la primera vez. En esta ocasión, le habían prometido anestesiarla, asegurándole que la intervención sería fácil y con las más modernas técnicas. Tan fácil como pudiera ser para una mujer que tuvo un bebé de unos cuatro kilos y medio. Finalmente, a la una y media de la tarde, el médico acudió a verle, con aspecto muy limpio y aseado, y sonriéndole ampliamente.
– Tiene usted un hijo muy guapo, monsieur.
– ¿Y mi esposa? -preguntó William con ansiedad.
– Ha tenido un parto difícil -contestó el médico con expresión seria-, pero todo ha salido bien. Ahora le hemos administrado algo para dormir. Podrá verla dentro de un rato.
Y cuando fue a su lado, la vio envuelta en sábanas blancas, y muy pálida y adormilada, sin tener una idea clara de dónde se encontraba o por qué estaba allí. Seguía diciéndole que tenían que ir a la tienda esa misma tarde, y que no se olvidara de escribirle a Phillip a Eton.
– Lo sé, cariño…, todo está bien.
Permaneció pacientemente sentado a su lado y hacia las cuatro y media ella se agitó un poco, abrió los ojos y le miró. Luego miró a su alrededor, confundida. William se le acercó un poco más, la besó en la mejilla y le dijo que habían tenido un hijo. William todavía no lo había visto, pero todas las enfermeras le habían dicho que era encantador. Pesaba más de cuatro kilos y medio, casi tanto como pesó Phillip en su día, y a juzgar por la expresión de su esposa, William sabía que no debía de haber sido nada fácil.
– ¿Dónde está? -preguntó ella buscándolo por la habitación.
– En la sala de recién nacidos. Lo traerán pronto. Querían que durmieras. -Volvió a besarla y preguntó -: ¿Ha sido muy difícil?
– Fue extraño… -contestó mirándole todavía con expresión soñolienta, sosteniéndole la mano y tratando de enfocar la visión-. No hacían más que aplicarme éter y eso hacía que me vinieran náuseas…, pero lo único que consiguió fue marearme. Tenía la impresión de que todo sucedía como muy lejos de mí, a pesar de que sentía el dolor, pero no podía decírselo a ellos.
– Quizá sea ésa la razón por la que prefieren hacerlo así.
Pero al menos ambos se hallaban a salvo y esta vez no había sucedido nada terrible.
– Me gustó mucho más cuando lo hiciste tú -dijo ella con tristeza.
Todo esto le parecía tan distante, tan ajeno a ella misma, tan aséptico. Y ni siquiera les habían enseñado el bebé todavía.
– Gracias, pero me temo que no soy muy buen ginecólogo.
Entonces les trajeron al niño, y todo el dolor quedó olvidado al instante. Era hermoso y rollizo, tenía el cabello oscuro y unos grandes ojos azules, y se parecía mucho a William. Sarah lloró al sostenerlo en sus brazos. Era un bebé tan perfecto, tan hermosamente pequeño. Ella había deseado una niña, pero ahora que ya lo había tenido no le importaba. Lo único que importaba era que estaba allí, y que se encontraba bien. Habían decidido llamarlo Julian, por un primo lejano de William. Ella insistió en William como segundo nombre, lo que a su padre le pareció una tontería, aunque finalmente consintió de mala gana. Sarah lloró cuando se lo volvieron a llevar. No comprendía por qué tenían que hacerlo así. Ella disponía de su propia enfermera y de una habitación particular, donde había incluso un pequeño salón y un cuarto de baño, pero le dijeron que no era higiénico dejar al pequeño allí durante mucho tiempo. Debía estar en la sala de recién nacidos, donde reinaba un ambiente estéril. Sarah bufó por la nariz y miró a William una vez se hubieron llevado a Julian, y las emociones del día parecieron abrumarla. Entonces, él se sintió repentinamente culpable por haberla traído a esta clínica y le prometió llevarla a casa tan pronto fuera posible.
Al día siguiente llevó a Phillip y a Emanuelle a verlos. Al observarlo a través del panel de cristal, Emanuelle afirmó que Julian era muy hermoso. Pero en la clínica no permitían que nadie visitara a los recién nacidos, y Sarah empezaba a odiar aquel lugar. Phillip lo miró con curiosidad a través del cristal y luego se encogió de hombros y se dio media vuelta, visiblemente indiferente. Al llegar a la habitación, Sarah observó su expresión desilusionada. Parecía enfadado por la presencia del bebé y no se mostró muy amable con su madre.
– ¿No te parece gracioso? -preguntó ella esperanzada.
– No está mal, pero es muy pequeño -dijo Phillip con un deje de desprecio.
Su padre se echó a reír tristemente, sabiendo por lo que había tenido que pasar Sarah.
– No lo es para nosotros, jovencito. ¡Cuatro kilos seiscientos gramos es un monstruo!
Pero no había nada de monstruoso en el pequeño cuando lo trajeron para que Sarah lo alimentara, y a su madre le pareció una criatura de lo más tierna. Después de alimentarlo, lo dejó descansando acurrucado a su lado. Pero entonces, como si hubiera sonado un timbre, apareció una enfermera para llevárselo.
Al octavo día, Sarah estaba esperando a William cuando éste llegó con un ramo de flores. Ella estaba de pie en el saloncito de la habitación, con los ojos encendidos.
– Si no me sacas de aquí dentro de una hora, tomaré a Julian en brazos y yo misma me iré, aunque sea en camisón. Me siento perfectamente bien. No estoy enferma, y no me dejan estar ni un momento cerca de mi hijo.
– Está bien, querida -asintió William, sabiendo que este momento llegaría-. Mañana, te lo prometo.
Y al día siguiente los llevó a los dos al apartamento, y dos días más tarde emprendieron el camino al château, con Sarah sosteniendo a Julian en sus brazos, mientras el pequeño dormía felizmente rodeado por el calor de su madre.
El día de su cumpleaños, en agosto, Sarah volvía a ser la misma de siempre. Estaba delgada y se encontraba bien y fuerte y, sobre todo, encantada con su niño. Habían cerrado la tienda durante ese mes, Emanuelle se encontraba a bordo de un yate en algún lugar del sur de Francia, y Sarah ni siquiera tenía que pensar en el negocio. En septiembre, cuando Phillip tuvo que regresar a la escuela, fueron a París a pasar unos días y Sarah se llevó al bebé consigo. Les acompañaba a todas partes y a veces incluso dormía pacíficamente en una canastilla instalada en su oficina.
– Es un niño tan bueno -comentaban todos de él.
Siempre estaba sonriendo, riendo y haciendo gorgoritos, y la víspera de Navidad ya se sentaba y todo el mundo estaba enamorado de él. Todos, excepto Phillip, que parecía enojarse cada vez que veía a su hermano, y que siempre tenía algo desagradable que decir de él. Eso le dolía a Sarah, que había esperado que se produjera un cambio en su hijo mayor. Pero el amor fraternal que ella esperaba no se produjo, y el muchacho permaneció distante y hosco.
– Está celoso -dijo William, aceptando las cosas como eran, como siempre hacía, a diferencia de Sarah, que no dejaba de protestar-. Así son las cosas.
– Pues no está bien. Es un bebé muy dulce y no se merece esto. Todo el mundo le quiere, excepto Phillip.
– Si durante el resto de su vida sólo hay una persona a la que no le guste, te aseguro que será un hombre muy feliz -comentó William de manera realista.
– Pero no si esa única persona es su propio hermano.
– La vida es así a veces. Nadie dijo nunca que los hermanos tuvieran que ser amigos. Sólo tienes que pensar en Caín y Abel.
– No lo entiendo. Phillip estaba loco por Lizzie -dijo con un suspiro-. Y Jane y yo nos adorábamos cuando éramos jóvenes.
Y todavía era así, a pesar de que no se veían. Jane había vuelto a casarse después de la guerra, y se trasladó primero a Chicago y luego a Los Ángeles. No había vuelto a Europa, y Sarah tampoco había ido a Estados Unidos, y mucho menos a California. Ahora, resultaba difícil creer que Jane estuviera casada con alguien a quien Sarah ni siquiera conocía. A pesar de la intimidad que compartieron de pequeñas, cada una había seguido su propio camino. Sin embargo, aún la quería, ambas se escribían con frecuencia y Sarah intentaba animarla para que fuera a Europa.
Por contra, al margen de lo que pensaran sus padres, Phillip nunca fue cariñoso con su hermano menor, y cuando Sarah intentó hablar con él al respecto, no le hizo caso, hasta que ella insistió y entonces explotó con ella.
– Mira, no necesito ningún otro bebé en mi vida. Ya tuve uno.
Era como si no pudiera volver a intentarlo, como si no pudiera aceptar el riesgo, la pérdida o el cariño. Había querido a Lizzie, quizás hasta demasiado, y la había perdido. En consecuencia, había decidido que nunca querría a Julian. Era una triste situación para los dos niños.
Poco después de su nacimiento, William y Sarah llevaron a Julian a conocer a su única abuela, en Whitfield, y ahora estaban juntos para pasar las Navidades. La duquesa viuda quedó encantada con el pequeño, asegurando que nunca había visto a un niño más risueño. Parecía irradiar luz y hacía sonreír a todo aquel que lo contemplaba.
Ese año, las fiestas navideñas fueron particularmente agradables en Whitfield, con toda la familia reunida. La madre de William ya tenía 96 años y se hallaba postrada en una silla de ruedas, pero seguía conservando su buen ánimo. Era la mujer más amable y animosa que Sarah hubiera conocido nunca, y seguía estando muy orgullosa de William, que le regaló un hermoso brazalete de diamantes, ante lo que ella murmuró que ya era muy vieja para ponerse algo tan hermoso, aunque evidentemente le agradó tanto que no se lo quitó en todo el tiempo que estuvieron allí. Al marcharse, poco después de Año Nuevo, abrazó con fuerza a William y le dijo lo buen hijo que había sido y que siempre, siempre la había hecho muy feliz.
– ¿Por qué crees que me dijo eso? -preguntó William con lágrimas en los ojos ya en la habitación-. Siempre ha sido tan increíblemente buena conmigo.
Giró la cabeza, incómodo porque Sarah le viera llorar, pero su madre lo había conmovido con su gesto. También había besado las sonrosadas mejillas de Julian, y a Sarah, agradeciéndole todos los regalos que le habían comprado en París. Dos semanas más tarde murió tranquilamente, mientras dormía, y fue a reunirse con su esposo y el Señor, después de una vida de felicidad en Whitfield.
William quedó muy conmocionado por su fallecimiento, pero incluso él tuvo que admitir que su madre había tenido una buena vida, y muy prolongada. Ese mismo año habría cumplido los 97 años y había disfrutado de buena salud durante toda su vida. Mientras todos ellos estaban de pie, en el cementerio de Whitfield, William pensó que había razones para sentirse agradecido. El rey Jorge y la reina Isabel acudieron al funeral, así como los parientes y amigos que sobrevivían, y todos aquellos que la conocieron.
Phillip fue el que notó más su ausencia.
– ¿Quiere decir eso que ya no podré venir más aquí? -preguntó con lágrimas en los ojos.
– No, al menos durante un tiempo -contestó William con tristeza-. Pero esto estará aquí siempre, para ti. Y algún día será tuyo. Intentaremos venir unos días todos los veranos. Pero no podrás venir durante las vacaciones y los fines de semana, como hacías cuando tu abuela estaba con vida. No sería correcto que te quedaras aquí solo, con los criados. Puedes venir si quieres a La Marolle, o a París, o quedarte con alguno de tus primos.
– No deseo hacer nada de eso -le replicó con petulancia-. Quiero quedarme aquí.
Pero William no vio forma de que pudiera ser así. Con el tiempo, iría por su propia cuenta, cuando estudiara en Cambridge. Pero para eso todavía faltaban siete años y, mientras tanto, tendría que contentarse con las visitas ocasionales durante el verano.
Pero, al llegar la primavera, William ya se había dado cuenta de que ni siquiera él mismo podría estar alejado de Whitfield tanto como creía. El no contar con la presencia de ningún miembro de la familia significaba que no había nadie para vigilar las cosas y tomar decisiones inmediatas. Le asombró descubrir las muchas cosas de las que se había ocupado su madre y de pronto resultó muy difícil dirigir la finca sin su presencia.
– No me gusta tener que hacer esto -admitió ante Sarah una noche, mientras leía página tras página las quejas del administrador de la hacienda-, pero creo que necesito pasar allí más tiempo. ¿Te importaría mucho?
– ¿Y por qué iba a importarme? -replicó ella sonriendo-. Ahora puedo llevarme a Julian a cualquier parte. -Ya tenía ocho meses y seguía siendo muy manejable-. Emanuelle controla perfectamente la tienda. -Había contratado a otras dos jóvenes, por lo que en total eran cuatro y el negocio seguía marchando de maravilla-. No me importaría pasar algún tiempo en Londres.
A ella siempre le había gustado. Y Phillip podría estar con ellos los fines de semana, en Whitfield, algo que sabía le encantaría.
Pasaron allí todo el mes de abril, a excepción de una breve escapada al Cap d'Antibes, durante la Semana Santa. Vieron a los Windsor durante una cena, y Wallis tuvo el detalle de indicar que había comprado algunas piezas muy bonitas en la joyería de Sarah, en París. Daba la sensación de estar muy impresionada por sus joyas, y sobre todo por los nuevos diseños de Sarah. En Londres, mucha gente hablaba de Whitfield's.
– ¿Por qué no abres una tienda aquí? -le preguntó William una noche, cuando salieron de una fiesta donde tres mujeres la habían acosado materialmente a preguntas.
– ¿En Londres? ¿Tan pronto?
Sólo tenían la joyería de París desde hacía dos años y le preocupaba un poco la idea de tener que repartirse tanto; además, no le gustaba verse obligada a pasar mucho tiempo en Londres. Una cosa era estar allí con él, y otra muy distinta tener que cruzar el canal una y otra vez. Además, quería pasar el mayor tiempo posible con su hijo antes de que se hiciera mayor y se alejara de su vida, como Phillip. Había aprendido lo fugaces que pueden ser los momentos en la vida.
– Tendrías que encontrar a alguien muy bueno para dirigirla. En realidad… – William pareció pensativo, como si tratara de recuperar algo desde lo más profundo de su memoria-. Había un hombre maravilloso que trabajaba en Garrard's. Un hombre muy discreto, muy profesional. Todavía es joven, aunque quizás un tanto anticuado, pero eso es lo que gusta a los ingleses, con muy buena educación y fiel a las viejas tradiciones.
– ¿Y por qué crees que estaría dispuesto a dejarlos? Son los joyeros más prestigiosos aquí. Podría asustarse de una nueva aventura como Whitfield's.
– Siempre tuve la impresión de que se sentía un poco subestimado allí, como una especie de hombre olvidado, a pesar de ser bueno. Me pasaré por allí a la semana que viene y veré si puedo entrevistarme con él. Podemos invitarle a almorzar, si te parece.
Sarah le miró, sonriéndole burlonamente, incapaz de creer lo que estaban haciendo.
– Siempre andas tratando de meterme en más problemas, ¿verdad?
Pero lo cierto era que le encantaba. Le gustaba la forma que tenía William de animarla, de ayudarle a hacer las cosas que realmente deseaba hacer. Sabía que, sin él, nunca lo habría hecho.
Fiel a su palabra, William pasó por Garrard's a la tarde siguiente y le compró a Sarah una magnífica sortija de diamantes, muy antigua y bonita. Mientras lo hacía, distinguió a su hombre: Nigel Holbrook. Acordó una cita para almorzar con él al mediodía del martes siguiente, en el Savoy Grill.
En cuanto entraron en el restaurante, Sarah supo exactamente quién era él, a juzgar por la descripción que le había hecho William. Era un hombre alto, delgado y muy pálido, con el pelo rubio grisáceo y un pequeño bigote recortado. Llevaba un traje de rayas con un corte impecable y daba la impresión de ser un banquero o un abogado. Había algo elegante en su figura, distinguido y discreto, y se mostró extremadamente reservado cuando William y Sarah le explicaron lo que se proponían hacer. Dijo que llevaba en Garrard's desde hacía diecisiete años, desde que tenía 22 y que le resultaría difícil pensar en dejarlos, aunque admitía que la perspectiva de una nueva aventura como la que le proponían le atraía bastante.
– Sobre todo si se considera la reputación de su joyería en París – añadió con serenidad-. He visto algo del trabajo que realiza allí, Su Gracia -dijo mirando a Sarah-, y me parece muy exquisito. En realidad, debo decir que me sorprendió. Los franceses pueden ser… -vaciló un momento, antes de continuar-, un tanto burdos a veces… si se les deja.
Ella se echó a reír ante el comentario tan chovinista, pero sabía lo que quería decir. Si no vigilaba los talleres con los que trabajaba tendían a descuidar los acabados, algo que ella nunca les permitía. Le encantó el comentario, así como la reputación que, evidentemente, se habían ganado.
– Quisiéramos estar por aquí durante un tiempo. Deseamos hacer las cosas bien, señor Holbrook.
El hombre era el segundo hijo de un general británico, y se había criado en la India y en China. Nacido en Singapur, se entusiasmó por las joyas hindúes, ya desde niño. De joven trabajó con diamantes durante una breve temporada en Suráfrica. Conocía bien su profesión. Y Sarah estaba completamente de acuerdo con William. Era justamente la clase de hombre que necesitaban en Londres. Aquí reinaba un ambiente muy diferente y ella intuyó que tendrían que moverse con algo más de sutileza y gracia, con menor ostentación, y precisamente con la clase de dignidad que Nigel Holbrook ofrecía. Le pidieron que les llamara cuando se lo hubiera pensado, y una semana más tarde Sarah se sentía desconsolada porque aún no había llamado.
– Dale tiempo. Es posible que no llame durante un mes. Pero puedes estar segura de que se lo va pensando mientras tanto.
Le habían hecho una atractiva oferta económica y, por muy leal que fuera con Garrard's, era difícil creer que no se sentiría tentado por ella. De no ser así, William quedaría realmente impresionado ante la fidelidad que demostraría a sus actuales patronos. Porque sabía que no podía estar ganando un salario como el que acababan de ofrecerle.
Resultó que, finalmente, les llamó a Whitfield la noche antes de su partida. Sarah esperó con impaciencia mientras William atendía la llamada, y le vio sonreír al colgar el teléfono.
– Acepta -anunció-. Quiere dar a Garrard's dos meses de tiempo, lo que es algo condenadamente decente por su parte. A partir de entonces, es todo tuyo. ¿Cuándo quieres inaugurar?
– ¡Santo Dios! Ni siquiera lo había pensado… No lo sé…, quizá a finales de año. ¿En Navidad? ¿Crees realmente que deberíamos hacerlo?
– Desde luego que sí -afirmó. Siempre insistía en animarla-. De todos modos, tengo que volver dentro de pocas semanas. Podemos buscar entonces un lugar adecuado y hablar con un arquitecto. Conozco a uno muy bueno.
– Será mejor que empiece a comprar nuevas joyas.
Había utilizado el dinero que ganaba con la joyería de París para comprar piezas nuevas y hacer los nuevos diseños, pero ahora necesitaba algo de capital, y tenía la intención de emplear el dinero que le quedaba de la venta de la casa en Long Island. Y si Londres era parecido a París, sabía que no tardaría en empezar a ganar dinero.
Entonces, William dijo algo en lo que no había pensado.
– Da la impresión de que Phillip ha conseguido por fin su tienda – dijo con una ligera sonrisa mientras hacían planes para su regreso a Londres.
– Lo parece, ¿verdad? ¿Crees que lo haría?
– Podría.
– De algún modo, no me lo imagino participando en negocios con nosotros. Es tan independiente. Y tan frío, y distante, y siempre tan desagradable con Julian.
– Puede que algún día te sorprenda. Nunca se sabe lo que son capaces de hacer los niños. ¿Quién me habría dicho a mí que algún día me convertiría en joyero?
Se hecho a reír y la besó y al día siguiente ya estaban en París.
Durante los meses siguientes, Nigel voló a París en varias ocasiones para reunirse con ellos, hablar con Emanuelle y ver cómo funcionaba la joyería de París. Las cosas iban tan bien que empezaban a hablar de trasladarse a una tienda nueva, pero Sarah no quería forzar su suerte, sobre todo teniendo en perspectiva la inauguración en Londres.
Nigel quedó muy impresionado con todo lo que estaban haciendo en París, e incluso empezó a gustarle Emanuelle, quien ya había supuesto, desde el principio, que las mujeres no le apasionaban precisamente. Y tenía toda la razón, a pesar de lo cual admiraba el buen gusto de Nigel, su excelente olfato para los negocios y su buena educación. Ella misma se había pasado los últimos años tratando de pulir su educación, y admiraba sobre todo la serena elegancia de Nigel y su excelente saber estar. Cenaban juntos cuando él estaba en la ciudad, y ella le presentó a algunos de sus amigos, incluyendo a un importante diseñador, que también adquirió una gran importancia en la vida de Nigel. Pero la mayor parte del tiempo dedicaban toda su atención a los negocios.
Habían encontrado una pequeña y hermosa tienda en la calle New Bond, y el arquitecto de William aportó algunas ideas maravillosas. Lo iban a hacer todo en un terciopelo azul marino y en mármol blanco.
Tenían previsto inaugurar el primero de diciembre y tuvieron que trabajar como demonios para conseguirlo. Emanuelle acudió desde París para ayudar, dejando la tienda a cargo de una de sus mejores chicas. Pero ahora, la joyería del Faubourg-Saint Honoré casi funcionaba por sí sola. La de Londres, sin embargo, era como un recién nacido.
La semana antes de la inauguración trabajaron cada día hasta la medianoche, junto con un equipo de hombres incansables, colocando mármoles, instalando luces y espejos, forrando de terciopelo… Fue un período increíble, y Sarah no se había sentido tan cansada en toda su vida, pero tampoco se lo había pasado nunca tan bien.
Había traído consigo a Julian, y volvían a alojarse en el hotel Claridge, con una niñera. Por la noche estaban demasiado cansados para conducir hasta Whitfield.
Todos querían organizar fiestas en su honor, pero nunca disponían de tiempo. No pararon ni un instante, hasta que abrieron las puertas. Invitaron a unos cuatrocientos parientes y amigos, así como a otros cien de los mejores clientes de Garrard's, que proporcionó Nigel. Fue una fiesta a la que asistió lo mejor de la nobleza y la élite y, en comparación, la inauguración de la joyería de París dos años y medio antes pareció un acontecimiento sombrío. Brillaron más allá de lo esperado y las joyas que expuso Sarah para la inauguración dejó asombrada a la gente que las contempló. De hecho, le asustaba la idea de haber ido demasiado lejos, de que las joyas que había comprado fueran demasiado sofisticadas y caras. Aunque en París disponía de algunas piezas que podían llevarse sin necesidad de contratar a un guarda jurado, en Londres rebasó todos los límites y no se detuvo ante nada. Gastó todo el dinero que le quedaba de la venta de la propiedad en Long Island, pero ahora, al mirar a su alrededor, cuando ya llegaban los primeros invitados, supo que había valido la pena.
Al día siguiente, cuando Nigel se acercó a ella, con aspecto pálido y asombrado, pensó por un momento que debía de haber sucedido algo terrible.
– ¿Qué ocurre?
– El secretario de la reina acaba de estar aquí. -Ella se preguntó si habrían cometido algún desafortunado faux pas y miró a William con el ceño fruncido, preocupada, mientras Nigel seguía hablando, explicando el motivo de la visita-. Su Alteza Real desea comprar algo que su dama de honor vio aquí anoche. -Sarah escuchó aquellas palabras muy complacida. Lo habían conseguido-. Quisiera comprar el gran alfiler con las plumas de diamantes.
Se parecía mucho a la insignia del príncipe de Gales y ella lo había adquirido a un comerciante en París por lo que le pareció una verdadera fortuna. La etiqueta del precio que le puso incluso le causó cierta incomodidad al escribirla.
– ¡Santo Dios! -exclamó Sarah, impresionada por la venta, pero lo que le había impresionado a Nigel era algo mucho más importante.
– Eso significa, Su Gracia, que en nuestro primer día de actividad nos hemos convertidos en joyeros de la casa real.
Es decir, que le habían vendido algo a la reina. Los joyeros de la casa real eran tradicionalmente Garrard's, considerados oficialmente como los joyeros de la reina, y encargados de restaurar anualmente las joyas de la Corona conservadas en la Torre de Londres. Esto significaba para ellos un logro importante en Londres.
– Si la reina lo desea, después de tres años puede concedernos un certificado real.
Nigel se sentía abrumado, y hasta el propio William enarcó una ceja. Habían logrado un gran golpe sin haberlo intentado siquiera.
La adquisición hecha por la reina les permitió hacer un inicio regio, y el resto de las piezas que vendieron sólo en ese mes les habría permitido mantenerse en el negocio durante todo un año. A Sarah le satisfizo poder regresar a París y dejarlo todo en las capaces manos de Nigel. Durante el vuelo a París, después del Año Nuevo, apenas si podía creerlo. Emanuelle ya había vuelto hacía tiempo, después de la inauguración de Londres, y las cifras que había alcanzado la joyería en Navidad fueron asombrosas.
Sarah también se percató de que se había establecido una amistosa rivalidad entre las dos tiendas, cada una de las cuales trataba de superar a la otra. Pero no había nada malo en ello. Nigel y Emanuelle se caían bien el uno al otro. Además, Sarah deseaba que las dos joyerías fueran similares, pero diferentes. En Londres vendían fabulosas joyas antiguas, muchas de las cuales provenían de las casas reales europeas, junto con un selecto surtido de diseños modernos. En París también vendían joyas antiguas, pero junto con otras piezas nuevas, elegantes y asombrosas.
– ¿Qué meta nos ponemos ahora? -preguntó William burlón mientras conducía de camino al château-. ¿Buenos Aires? ¿Nueva York? ¿Cap d'Antibes?
Las posibilidades parecían ilimitadas, pero Sarah se sentía satisfecha con lo que tenían. Era algo manejable, y divertido. La mantenía ocupada, pero podía seguir disfrutando de sus hijos. Julian ya tenía dieciocho meses de edad, y mantenía muy ocupadas a todas las personas que le rodeaban, siempre dispuesto a subirse a las sillas y a las mesas, o a caerse por la escalera o a desaparecer por la puerta del jardín, por lo que Sarah lo vigilaba sin pausa, y daba verdadero trabajo a la muchacha del pueblo que venía a ayudarla. Siempre se la llevaban con ellos a París y en Londres contrataban a niñeras temporales. Pero a Sarah le gustaba ocuparse de él personalmente durante la mayor parte del tiempo, y al pequeño le encantaba sentarse sobre el regazo de William e ir de un lado a otro, montado así en la silla de ruedas.
– Vite! Vite! -gritaba con su vocecita de niño, pidiéndole a su padre que fuera más de prisa.
Era una de las pocas palabras que había aprendido a pronunciar, le gustaba y la utilizaba con frecuencia. Fue una época muy feliz para todos ellos. Sus sueños se habían convertido en realidad. Tenían sus vidas ocupadas de forma plena y feliz.