El tiempo en Roma pareció pasar volando, dedicados a visitar catedrales, museos, la colina Palatina y visitando a algunos de los amigos de William, que vivían en villas encantadoras. Fueron a la playa, en Ostia, y cenaron en restaurantes elegantes, con algunas escapadas ocasionales a alguna trattoria popular.
Al final de la semana se trasladaron a Florencia para seguir haciendo lo mismo. Hasta que, finalmente, durante la tercera semana, fueron a Venecia. Para entonces, William y Sarah se sentían muy cerca el uno del otro, cada vez más enamorados. Parecían moverse y pensar como un solo ser. A las personas que les observaban y que no les conocían les habría sido difícil creer que no estuvieran casados.
– Ha sido todo tan agradable -dijo Sarah, sentados ante la piscina del Royal Danieli, a últimas horas de la tarde-. Me encanta Venecia.
Todo el viaje había sido como una verdadera luna de miel, a excepción de la presencia de sus padres, y a pesar de que ella y William no hicieron nada indebido, lo que por otra parte no les habría resultado nada fácil. Pero se habían prometido desde el principio que ambos se comportarían correctamente.
– Te amo desesperadamente -dijo él, con una expresión de felicidad, a la vez que trataba de absorber todo aquel sol. Jamás se había sentido tan feliz en toda su vida, y ahora estaba seguro de que nunca la dejaría-. Creo que no deberías regresar a Nueva York con tus padres -añadió medio en broma, aunque abrió un ojo para observar la reacción de ella.
– ¿Y qué sugieres que haga? ¿Instalarme con tu madre, en Whitfield?
– Eso es una buena idea. Pero, francamente, preferiría que te instalaras conmigo, en mi casa de Londres.
Ella le sonrió. Nada le habría gustado más, pero se trataba de un sueño que jamás se convertiría en realidad.
– Desearía poder hacerlo, William -dijo gentilmente, al tiempo que se giraba y se apoyaba sobre los codos para seguir la conversación.
– ¿Y por qué no puedes hacerlo? Recuérdamelo.
Ella tenía una larga lista de objeciones que él siempre se encargaba de rechazar. La primera de ellas era la del divorcio, y la segunda lo de su sucesión al trono.
– Ya sabes por qué. -Pero él no quería saberlo. Finalmente, ella le besó, rogándole que se sintiera agradecido por lo que tenían en aquellos momentos -. Es mucho más de lo que algunos consiguen en una vida.
Ella se sentía infinitamente agradecida por cada uno de los momentos que compartían. Sabía muy bien que aquellos momentos eran extraordinariamente preciosos y raros, y que tal vez no volverían a repetirse nunca.
Entonces, él se sentó a su lado y contemplaron los botes y las góndolas en la distancia, con las agujas de la catedral de San Marcos elevándose hacia el cielo.
– Sarah… -dijo, tomándola de la mano-. No estoy jugando.
– Lo sé.
Se inclinó sobre ella y la besó con suavidad en los labios y entonces dijo algo que hasta entonces nunca le había dicho de una forma tan directa.
– Quiero casarme contigo.
La volvió a besar de una forma con la que quiso darle a entender que hablaba muy en serio, pero ella se apartó al cabo de un instante y sacudió la cabeza, con una expresión angustiada.
– Sabes que no podemos hacer eso -susurró.
– Claro que podemos. No voy a permitir que nos lo impida ni el lugar que ocupo en la línea de sucesión al trono, ni tu divorcio. Eso sería algo absolutamente absurdo. En Inglaterra, a nadie le importa lo más mínimo lo que yo haga o deje de hacer. La única persona que me importa es mi madre, y ella te adora. Le dije que quería casarme contigo, incluso antes de presentártela, y una vez que te hubo conocido me comentó que le parecía una idea razonable, ante la que se muestra totalmente de acuerdo.
– ¿Le dijiste eso antes de que me llevaras a almorzar a Whitfield? -preguntó Sarah incrédula mientras él sonreía con expresión traviesa.
– Pensé que ella debía saber lo importante que eras para mí. Nunca le había dicho nada similar hasta entonces, y me expresó lo agradecida que estaba por haber vivido el tiempo suficiente para verme enamorado de una mujer tan agradable como tú.
– De haber sabido que ibas a llevarme allí, me habría bajado del coche y regresado a pie a Londres. ¿Cómo pudiste hacerle eso a tu madre? ¿Se ha enterado ella de lo de mi divorcio?
– Ahora ya lo sabe -contestó él con seriedad-. Se lo dije después. Mantuvimos una seria conversación antes de que tú partieras de Londres, y está completamente de acuerdo conmigo. Dijo que esta clase de sentimientos sólo aparecen una vez en la vida, y que, en nuestro caso, deben de ser ciertos. Ya tengo casi treinta y seis años, y nunca había sentido nada por nadie, excepto algún deseo ocasional y un frecuente aburrimiento.
Sarah se echó a reír ante estas palabras y sacudió la cabeza, aturdida, pensando en lo impredecible, en lo maravillosa y extraña que era la vida a veces.
– ¿Y si te conviertes en un marginado por mí causa?
Sentía que tenía una responsabilidad por él, aunque experimentaba también un gran alivio al saber la reacción de su madre.
– En tal caso, vendremos aquí y nos instalaremos a vivir en Venecia. De hecho, puede tratarse de una buena idea.
No parecía afectarle ninguna de sus objeciones. No le preocupaban lo más mínimo.
– William, tu padre fue un hombre importante en la Cámara de los Lores. Piensa en la desgracia que producirías a tu familia y que también caería sobre tus antepasados.
– No seas absurda. De todos modos, no me quitarán mi escaño. Querida, lo único que sucederá es que no podré llegar a ser rey. Permíteme asegurarte que, gracias a Dios, antes de conocerte tampoco existía la más remota posibilidad de que sucediera algo semejante. No hay nada que pudiera disgustarme más. Si creyera que había una posibilidad, yo mismo habría renunciado a ella desde hacía tiempo. Ocupar el decimocuarto puesto en la línea de sucesión no es más que una cuestión de prestigio, y ni siquiera eso, te lo aseguro. Se trata de algo sin lo que puedo vivir muy feliz.
Ella, sin embargo, no quería que el amor entre ambos pudiera costarle algo que fuera importante para él, o para su familia.
– ¿No te sentirás incómodo cuando la gente murmure que tu esposa ya había estado casada antes?
– Sinceramente, no. Eso no me importa. Por otra parte, no sé cómo podrían enterarse, a menos que tú lo comentes. Afortunadamente, tú no eres Wallis Simpson, a pesar de todo lo que te empeñes en pensar. ¿Contesta eso todas tus ridículas objeciones, cariño?
– Yo…, tú… -balbuceó, sin que le acabaran de salir las palabras, haciendo un esfuerzo por escuchar la voz de la razón, aunque en realidad le amaba con locura-. Te amo tanto.
Le besó con fuerza y él la sostuvo durante largo rato hasta que finalmente la apartó, esta vez para amenazarla.
– No permitiré que te alejes de mí hasta que hayas consentido en convertirte en la próxima duquesa de Whitfield -le susurró-. Y si no consientes, le diré a todos los que encuentre en esta piscina que eres Wallis Simpson… Disculpa, la duquesa de Windsor. -Aquel título seguía atragantándosele en la garganta, contento de que no le hubieran concedido el derecho a que la llamara Su Alteza Real, algo que habría enfurecido a David-. ¿Estás de acuerdo? -le susurró con decisión antes de besarla-. ¿Lo harás, Sarah?
Pero no tuvo necesidad de volver a preguntárselo. Ella le indicó que sí con un gesto, las lágrimas llenaron sus ojos y él la besó con una exquisita ternura. Transcurrió largo rato antes de soltarla y, al apartarse, le sonrió, se levantó y se envolvió rápidamente con una toalla.
– Entonces ya está arreglado -concluyó, tendiéndole una mano-. ¿Cuándo celebramos la boda?
Sarah, asombrada al oírle hablar así, no acababa de creer que fueran a casarse. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se atrevían? ¿Qué diría el rey? ¿Y los padres de ella? ¿Y Jane? ¿Y todos sus amigos…?
– Hablas en serio, ¿verdad? -preguntó mirándole, todavía desconcertada, pero feliz.
– Me temo que sí, querida. Te espera toda una vida a mí lado. -Una vida llena de amor por él-. Lo único que quiero saber ahora es la fecha de la boda.
Los ojos de Sarah se nublaron por un instante, sin dejar de mirarle, y cuando se decidió a contestar, lo hizo en voz baja.
– Mi divorcio será definitivo el diecinueve de noviembre. La fecha de la boda podría ser en cualquier momento después.
– ¿Dispones de tiempo al día siguiente? -preguntó medio en broma, haciéndola reír, emocionada ante lo que le oía decir.
– Creo que podría ser el día de Acción de Gracias.
– Muy bien. ¿Qué soléis comer para esa fecha? ¿Pavo? Pues entonces serviremos pavo en la boda.
Ella pensó en los muchos preparativos que tendría que hacer, y en el trabajo que tendría su madre para esa fecha. Le miró y sonrió tímidamente.
– ¿No sería mejor el primero de diciembre? De ese modo podríamos pasar el día de Acción de Gracias con mi familia y dispondrías de más tiempo para conocerlos a todos antes de la boda.
Pero ambos sabían que, en esta ocasión, serían pocos los invitados. Después del horror de su fiesta de aniversario ella no tenía el menor deseo de celebrar ninguna gran fiesta.
– El primero de diciembre entonces -asintió, atrayéndola hacia sí, con el espléndido paisaje de Venecia al fondo-. En tal caso, señorita Thompson, creo que acabamos de prometernos. ¿Cuándo se lo comunicamos a tus padres?
Parecía un muchacho feliz y ella le contestó con una mueca burlona.
– ¿Te parece bien esta noche, durante la cena?
– Excelente.
Después de haberla acompañado hasta su habitación, William llamó por teléfono a la recepción del hotel y envió un telegrama a su madre, en Whitfield. Decía: «El momento más feliz de mi vida. He querido compartirlo contigo inmediatamente. Sarah y yo nos casaremos en Nueva York el primero de diciembre. Espero que te sientas con ánimos para emprender el viaje. Que Dios te bendiga. Con devoción, William».
Aquella misma noche, en el comedor del hotel, pidió que sirvieran el mejor champaña a modo de aperitivo, a pesar de que normalmente preferían tomarlo a los postres.
– Parece que esta noche vamos a empezar muy temprano, ¿no creéis? -comentó el padre de Sarah antes de tomar un sorbo de champaña, que era de una cosecha excelente.
– Sarah y yo tenemos algo que comunicaros -dijo William con serenidad, y un aspecto mucho más feliz de lo que le había visto Sarah desde que le conocía-. Con su permiso, y espero que contando con su bendición, quisiéramos casarnos en Nueva York a primeros de diciembre.
Victoria Thompson abrió unos ojos como platos y se quedó mirando a su hija con una expresión maternal. Durante un breve instante, y sin que ninguna de las dos mujeres lo percibiera, los dos hombres intercambiaron una mirada de comprensión. William ya había hablado con Edward Thompson antes de que ellos partieran de Londres, y éste le había contestado que si era eso lo que Sarah deseaba, se sentiría encantado de bendecir la unión entre ambos. Ahora, se sintió realmente emocionado al enterarse de la noticia.
– Cuentas con nuestra bendición, desde luego -le aseguró Edward de modo oficial, mientras Victoria asentía con un gesto de aprobación-. ¿Cuándo habéis tomado la decisión?
– Esta misma tarde, en la piscina -contestó Sarah.
– Excelente deporte -comentó su padre secamente, y todos se echaron a reír-. Nos sentimos muy felices por los dos… ¡Santo Dios! -exclamó de pronto, y sólo entonces se dio cuenta de que Sarah iba a convertirse en una duquesa.
Parecía sentirse contento e impresionado pero, sobre todo, le agradaba William y la clase de hombre que era.
– Me disculpo por eso, pero trataré de compensárselo a Sarah con creces. Quisiera que conocierais a mi madre una vez que regresemos. Confío en que tenga fuerzas suficientes para acudir a Nueva York y asistir a la boda.
En el fondo lo dudaba, pero al menos se lo pedirían y tratarían de convencerla para que acudiera, William sabía que era un viaje muy largo para una persona de su edad.
Entonces, la madre de Sarah intervino en la conversación, deseando saber en qué clase de boda pensaban, qué fechas preferían, dónde celebrarían la recepción, a qué lugar irían de luna de miel y, en fin, todos los detalles que encanecen el cabello de las madres cuando se trata de una boda. Sarah se apresuró a explicarle que habían elegido el primero de diciembre, pero que William estaría antes, el día de Acción de Gracias.
– O incluso más pronto -añadió él-. No pude soportar estar un solo día sin ella cuando emprendisteis el viaje a Italia, y no creo que pueda soportarlo cuando os marchéis a Nueva York.
– Serás bienvenido en cualquier momento -le aseguró Edward.
Los cuatro pasaron una velada deliciosa, celebrando el compromiso de William y Sarah. A última hora, los Thompson les dejaron a solas y la joven pareja pasó un largo rato en la terraza, donde bailaron al compás de las melodías románticas que interpretaba una orquesta, e hicieron planes en la semipenumbra iluminada por la luz de la luna. Sarah apenas si podía creer lo que sucedía. Era todo como un sueño, muy diferente a la pesadilla con Freddie. William había conseguido hacerle recuperar la fe en la vida, le ofrecía amor y felicidad, y mucho más de lo que ella hubiera podido soñar.
– Quiero hacerte siempre feliz -le dijo William en voz baja, a la par que le sostenía la mano en la oscuridad, entremedias de un sorbo de champaña-. Quiero estar a tu lado, cada vez que me necesites. Así hacían mis padres. Jamás se separaron, y raras veces se enfadaron el uno con el otro. -Entonces sonrió y añadió-: Confío en que no haya necesidad de esperar tanto como ellos para tener hijos. Yo ya soy casi un viejo.
No tardaría en cumplir treinta y seis años, y Sarah acababa de celebrar su vigésimo segundo cumpleaños con él, en Florencia.
– Nunca serás un viejo -le dijo ella, sonriente-. Te amo tal y como eres -susurró. Volvieron a besarse y experimentó crecientes oleadas de deseo y pasión, tanto más difíciles de contener, ahora que ya sabía que no tardaría en abandonarse a ellas-. Me gustaría poder escaparnos unos días – se atrevió a decirle.
William le sonrió, mostrando sus dientes blancos y brillantes en la oscuridad. Tenía una sonrisa maravillosa. En realidad, ella amaba todo lo que se relacionaba con él.
– Pensé en sugerírtelo en una o dos ocasiones, pero mi conciencia terminó por imponerse. Y la presencia de tus padres también me ayuda a ser honesto mientras estemos en el extranjero, pero no puedo asegurarte cuál será mi comportamiento una vez en Londres.
Ella se echó a reír al percibir el tono de lamento de su voz, y asintió con un gesto.
– Lo sé. Creo que, para ser personas maduras, nos hemos comportado extremadamente bien.
– Te ruego que no sigas contando con eso en el futuro. Mi buen comportamiento, como tú lo llamas, no es una muestra de indiferencia, te lo aseguro, sino sólo una exquisita buena educación y mucho control. -Ella volvió a reír al observar su expresión de dolor y, para demostrar la verdad de sus palabras, William la besó con fuerza en la boca-. Creo que deberíamos pasar una luna de miel muy prolongada en algún sitio muy lejano… ¿En Tahití, quizá? O en una playa desierta, a solas con unos pocos nativos ociosos.
– Eso suena maravilloso.
Pero sabía que él bromeaba. Aquella misma noche hablaron de Francia, que les atraía a ambos, incluso en el mes de diciembre.
A ella no le importaba el tiempo gris que pudiera hacer para entonces. Es más, le parecía acogedor y le gustaba.
Entonces, él le habló seriamente sobre algo que no le había comentado con anterioridad, pero ante lo que ella se mostró abierta.
– No quería darte la impresión de que trataba de aprovecharme del hecho de que fueras divorciada. Quería que las cosas fueran tal y como habrían sido en el caso de que no te hubieras casado. En una situación así, no me habría aprovechado de ti, y tampoco pensaba hacerlo ahora. Espero que lo comprendas.
Lo comprendía, y se lo agradecía. De haber mantenido con él una fugaz relación sexual, eso no habría hecho más que complicar las cosas, y luego todo habría terminado una vez que ella partiera a Nueva York. Ahora, en cambio, ya no tenían nada que lamentar, y sólo cabía esperar toda una vida para compartir su amor y su alegría. Apenas si podía aguardar el momento de celebrar su matrimonio.
Hablaron hasta bien entrada la noche y cuando la acompañó hasta su habitación le resultó más difícil que nunca dejarla allí a solas. Pero hicieron un esfuerzo por dejar de besarse y él se quedó mirando cómo cerraba la puerta de su suite.
Todos disfrutaron mucho de los últimos días que pasaron en Venecia, y los cuatro subieron al tren de regreso a Londres sintiéndose inmersos en un ambiente de triunfo. En el Claridge de Londres les esperaba un telegrama de Peter y Jane, que felicitaban a Sarah por su compromiso. William ya había recibido uno de su madre, en Venecia, en el que le deseaba lo mismo, aunque también añadía que le sería imposible viajar a Nueva York para asistir a la boda, pero asegurándoles que estaría espiritualmente a su lado.
Durante los días siguientes estuvieron todos muy ocupados con visitas a los amigos, trazando planes y anunciando la buena noticia. William y Edward redactaron un anuncio formal, que apareció publicado en el Times, que provocó muchas desilusiones entre las jovencitas casaderas de Londres, que iban tras William desde hacía quince años, y cuya caza había terminado para siempre. Los amigos de él se mostraron en extremo complacidos con la buena nueva, y su secretario apenas si daba abasto para atender las llamadas, cartas y telegramas que recibían de la gente en cuanto ésta se enteraba. Todos querían agasajarle con fiestas y, desde luego, se mostraban ansiosos por conocer a Sarah, por lo que él tuvo que explicar una y otra vez que ella era estadounidense y que partía para Nueva York al cabo de unos días, por lo que tendrían que esperar para conocerla hasta después de la boda.
También se las arregló para tener una larga audiencia con su primo Bertie, el rey Jorge VI, a quien explicó que renunciaría a sus derechos de sucesión. El rey no se alegró al enterarse, sobre todo después de lo que había hecho su hermano, pero, sin lugar a dudas, el asunto le pareció mucho menos dramático y terminó mostrándose de acuerdo, aunque con una cierta pena producida simplemente por ver las cosas desde el punto de vista de la tradición, y también por el profundo afecto que ambos se tenían. William le preguntó si podría presentarle a Sarah antes de que ella partiera, a lo que el rey contestó que se sentiría muy feliz de conocerla. A la tarde siguiente, vestido con sus tradicionales pantalones a rayas, su chaqueta de gala y su sombrero hongo, William acompañó a Sarah al palacio de Buckingham para asistir a una audiencia privada. Ella llevaba un sencillo vestido negro, sin maquillaje, con collar y pendientes de perlas; un aspecto sobrio y elegante. Se inclinó ante Su Majestad y trató de olvidar que William siempre se refería a él llamándole Bertie, aunque no lo hizo así ahora, sino que se dirigió a él como «Su Majestad» y la presentación de ella al rey fue conforme al protocolo. Sólo al cabo de un rato el rey pareció hacerse más afable y charló amigablemente con ella sobre sus planes y la boda, diciéndole que esperaba verla en Balmoral cuando regresaran. Le gustaba que fuera allí porque, según dijo, sería más informal. Sarah se sintió impresionada y conmovida por la invitación.
– Porque supongo que regresará a vivir a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó de pronto con una expresión preocupada.
– Desde luego, Su Majestad.
El pareció aliviado al oír sus palabras, y le besó la mano a modo de despedida.
– Será usted una novia muy hermosa…, y una esposa encantadora, querida Que su vida juntos sea muy larga y dichosa, y que se vea bendecida por muchos hijos.
Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas, y volvió a hacer una genuflexión, mientras William le estrechaba la mano. Luego el rey se marchó para atender asuntos más importantes. Al quedarse a solas en la estancia, William le sonrió abiertamente, con orgullo. Se sentía orgulloso de ella, y muy feliz. Era un descanso saber que su matrimonio contaría con la bendición real, a pesar de su renuncia a los derechos de sucesión al trono.
– Serás una duquesa muy hermosa -le dijo en voz queda y luego, casi en un cuchicheo, añadió-: En realidad, también serias una reina extraordinaria.
Ambos se echaron a reír con algo de nerviosismo, y poco más tarde fueron acompañados hasta la salida por el chambelán. Sarah estaba abrumada por el nerviosismo que había pasado. Desde luego, aquella no era una experiencia cotidiana para ella. Más tarde, trato de explicársela por carta a Jane, para no olvidarse de nada y mientras lo hacía le pareció algo absurdo e increíblemente pretencioso. «Y luego el rey Jorge me besó la mano, dándome la impresión de sentirse el mismo un poco inseguro, y me dijo…» Parecía algo imposible de creer y ella misma no estaba muy segura de que no hubiera sido como un sueño.
Acordaron volver a Whitfield para que sus padres conocieran a la madre de William. La duquesa viuda les preparó una cena deliciosa. Sentó al padre de Sarah a su derecha, y se pasó toda la velada ensalzando a la hermosa joven que iba a casarse con William.
– ¿Sabe? -dijo con nostalgia -. Yo ya había abandonado toda esperanza de tener hijos, y fue entonces cuando llegó William, la más extraordinaria de las bendiciones para mí. Nunca me ha desilusionado en nada y así ha continuado toda su vida. Ahora que ha encontrado a Sarah, esa bendición se ha redoblado.
Sus palabras fueron tan tiernas y conmovedoras, que arrancaron lágrimas de los ojos del padre de Sarah, y al final de la velada todos se sentían ya como viejos amigos. Edward Thompson trató de convencerla para que acudiera a Nueva York en compañía de su hijo, pero la anciana insistió en que ya tenía muchos años y se sentía excesivamente frágil como para emprender un viaje tan largo y agotador.
– Ni siquiera he ido a Londres desde hace cuatro años, y Nueva York se me antoja un tanto desmesurado para mí. Además, sería una molestia para todos ustedes tener que ocuparse de una anciana como yo en unas circunstancias en las que siempre hay tantas cosas que hacer. Esperaré y los veré aquí cuando regresen. Quiero comprobar que se hagan ciertas mejoras en la casa de William. Temo que mi hijo no tenga ni la más remota idea de lo que necesitarán, o de lo que puede hacer que la vida de Sarah sea cómoda y feliz. Quiero llevar a cabo unos pocos cambios en ese pabellón de caza, de modo que ella pueda sentirse mucho más cómoda. Y creo que deberían disponer de una pista de tenis, ¿no le parece? He oído decir que ese deporte se ha puesto de moda, y el pobre William es un poco anticuado.
Aquella noche, durante el trayecto de regreso al hotel, Edward se maravillaba de lo afortunada que sería su hija al tener un esposo al que amaba tanto y que, evidentemente, la adoraba a ella de una forma tan apasionada, así como una suegra que se preocupaba hasta el detalle por su comodidad y felicidad.
– Gracias a Dios -exclamó aquella noche, agradecido, mientras el matrimonio se preparaba para acostarse.
– Es una muchacha muy afortunada -asintió Victoria.
Ella también se sentía muy feliz y besó a su esposo con ternura, pensando en su propia boda, en su luna de miel y en lo felices que habían sido durante todos aquellos años. Era feliz al saber que ahora Sarah también gozaría de esa alegría. Había sido tan desdichada con Freddie que la pobrecita no se había merecido nada de todo lo que le había sucedido. Ahora, sin embargo, el destino la recompensaba con creces. William era algo más importante que la vida misma, y una gracia para toda la vida.
Durante el último día que pasaron en Londres, Sarah se mostró muy inquieta y agitada. Tenía miles de cosas que hacer, y William quería que conociera su casa de Londres, que había comprado cuando apenas contaba dieciocho años. Constituía un alojamiento ideal para un hombre soltero, pero no se imaginaba que su esposa viviera feliz en ella. Ahora, quería saber si ella deseaba que buscara algo más grande, o preferiría esperar a que ambos regresaran de la luna de miel en Francia, después de Navidades.
– Cariño, me encanta -exclamó Sarah tras examinar las bien diseñadas estancias, amuebladas con gusto. No era una casa grande pero tampoco era más pequeña que el apartamento que había con partido con Freddie-. Creo que es perfecta, al menos por ahora.
No se imaginaba que pudieran necesitar más espacio, al menos hasta que tuvieran hijos. En la planta baja había un salón grande y soleado, una pequeña biblioteca con los viejos libros hermosamente encuadernados que William se había traído años antes de Whitfield, una cocina muy agradable y un pequeño comedor, pero suficiente para organizar cenas. El primer piso lo componía un dormitorio grande y muy elegante, de aspecto bastante masculino. Había dos cuartos de baño, uno que utilizaba él y otro para los invitados. A Sarah le pareció perfecto.
– ¿Y armarios? -apuntó él, que trataba de pensar en todo, lo que era una novedad; pero, por encima de todo, deseaba que ella se sintiera feliz-. Te dejaré la mitad del mío. Puedo trasladar la mayoría de mis cosas a Whitfield.
Se mostraba increíblemente considerado para ser un hombre que había vivido siempre solo y que nunca se había casado.
– No traeré mucha ropa.
– Se me ocurre una idea mejor: pasaremos la mayor parte del tiempo desnudos.
Ahora se mostraba cada vez más atrevido, dado que pronto sería su esposa. En cualquier caso, a Sarah le satisfizo la casa y le aseguró que no había necesidad de buscar otra.
– Eres muy fácil de contentar -dijo él.
– Espera y verás -replicó ella con una mirada maliciosa-. Quizá me convierta en una mujer exigente cuando nos hayamos casado.
– Sí lo haces así, te pegaré y se acabarán los problemas.
– Eso me parece excitante -dijo ella enarcando una ceja y haciéndole reír.
Apenas si podía esperar a quitarse las ropas y hacerle el amor interminablemente. Menos mal que se marchaba a la mañana siguiente. De haber seguido más tiempo a su lado, no lo habría podido resistir.
Aquella noche cenaron a solas y William la acompañó de mala gana al hotel. Habría preferido llevarla a su casa para pasar allí aquella última noche, pero estaba decidido a portarse como un hombre de honor, sin que importara lo mucho que pudiera costarle. Y le costó mucho, sobre todo cuando se encontraron allí de pie, ante el hotel.
– Esto no es fácil, y lo sabes -se quejó William-. Me refiero a todas esas tonterías sobre la respetabilidad. Es muy posible que aparezca por Nueva York la semana que viene y te rapte. Esperar hasta diciembre empieza a parecerme inhumano.
– Lo es, ¿verdad? -musitó ella.
Pero ambos se hallaban convencidos de que había que esperar, aunque ella ya no estaba tan segura de saber por qué les había parecido algo tan importante hasta entonces. Sin razón aparente, por muy triste que se pusiera cada vez que lo pensaba, ahora adoptaba una actitud más filosófica con respecto a su aborto. De no haber sucedido, tendría un hijo de Freddie, o quizá seguiría casada con él. Ahora, en cambio, era libre de empezar una nueva vida, desde el principio, y confiaba fervientemente en tener muchos hijos con William. Hablaron de tener cinco o seis, o por lo menos cuatro y, no hace falta decirlo, la perspectiva le encantaba sobremanera. Todo lo relacionado con su vida en común le excitaba, y apenas si podían esperar. La acompañó hasta su habitación y se quedó de pie ante la puerta.
– ¿Quieres entrar un momento? -sugirió ella y él asintió.
Sus padres se habían acostado ya hacía rato y deseaba estar a su lado durante todo el tiempo que pudieran compartir hasta que ella partiera por la mañana siguiente.
La siguió dentro de la habitación, y ella dejó el chal y el bolso de mano sobre una silla y le ofreció una copa de coñac, que él rechazó. Había algo que había estado esperando a entregarle durante toda la noche.
– Vamos, siéntate conmigo, Sarah.
– ¿Te comportarás como es debido? -interrogó Sarah burlona.
– No, si me miras de ese modo, y probablemente, no lo haré en cualquier caso, pero ven y siéntate un momento a mi lado. Al menos puedes confiar en mí durante unos minutos, aunque no mucho más tiempo.
Se acomodó en el sofá, ella se sentó a su lado y él buscó algo en el bolsillo de la chaqueta.
– Cierra los ojos -le dijo con una sonrisa.
– ¿Qué me vas a hacer? -preguntó riendo, aunque hizo lo que le pedía.
– Te voy a pintar un bigote, patito… ¿Qué imaginas que puedo hacerte?
Antes de que pudiera contestar, la besó y, al hacerlo, le tomó la mano izquierda y deslizó un anillo sobre su dedo. Al notar el frío del metal sobre su dedo, bajó la mirada y se miró la mano, nerviosa, y se quedó con la boca abierta al contemplar lo que le había puesto en el dedo. Incluso a la débil luz de la habitación observó que se trataba de una piedra soberbia, de corte antiguo, tal como a ella le gustaba. Era una sortija con un diamante perfectamente pulido, de veinte kilates, sin la menor imperfección.
– Mi padre lo encargó para mi madre en Garrard's cuando se comprometieron. Es una piedra muy valiosa y bastante antigua. Y ella ha querido que te la entregara a ti.
– ¿Es el anillo de compromiso de tu madre? -inquirió asombrada, mirándole con los ojos llenos de lágrimas.
– En efecto. Quiere que lo lleves tú. Hablamos de esto un buen rato cuando supo que me disponía a comprarte uno, pero ella quiso que te regalara éste. De todos modos, ahora ya no puede ponérselo, tiene artritis en las manos.
– Oh, William.
Era la piedra más hermosa que hubiera visto jamás y, al extender la mano para contemplarla, relució a la débil luz de la estancia. Se trataba de un anillo de compromiso fabuloso y Sarah nunca se había sentido más feliz en toda su vida.
– Esto sólo es para recordarte a quién perteneces cuando subas mañana a ese condenado barco y te alejes tanto de mí que no pueda ni soportar pensar en ello. Creo que voy a llamarte a Nueva York a cada hora que pase, hasta que yo mismo acuda allí.
– ¿Por qué no vienes antes de lo previsto? -propuso, sin dejar de mirar la sortija.
Él sonrió. Le agradaba comprobar que le gustaba, y sabía que a su madre también le agradaría saberlo. Había sido un gesto increíblemente generoso por parte de la anciana.
– En realidad, es muy posible que lo haga. Pensaba ir en octubre, a pesar de que tengo muchas cosas que hacer aquí. Para entonces tendré que ocuparme de la granja. -Se habían presentado algunos problemas que todavía tenía que solucionar, y antes de marcharse de Londres tenía que asistir a una sesión de la Cámara de los Lores-. Sea cómo fuere, estaré allí a primeros de noviembre sin falta. Seguro que para entonces andarás medio loca con todos los planes para la boda. No podré pasar más tiempo sin verte. -La besó entonces con pasión y, por un momento, ambos se olvidaron de sí mismos y se tumbaron sobre el sofá, mientras él recorría su delicado cuerpo con sus ávidos dedos-. Oh, Sarah… Dios mío.
Lo sentía palpitar por ella, pero quería esperar hasta el día de la boda. Deseaba que fuera ésa la primera vez, como si no hubiera existido ninguna otra boda, como si nunca hubiese conocido a Freddie. Si William hubiera sido el primer hombre en su vida, ambos habrían esperado hasta ese momento, y eso era lo que deseaba hacer ahora, a pesar de que había instantes como éste en que casi lo olvidaba. Separó las piernas hacia un lado, recibiéndole suavemente, y él se inclinó poderosamente sobre su cuerpo hasta que, haciendo un esfuerzo supremo, se incorporó y se levantó con un gemido de pena. Pero él también deseaba esperar, aunque sólo fuera por respeto hacia ella y su matrimonio.
– Quizá debería marcharme -dijo William con voz queda, caminando por la estancia, tratando de calmar sus sensaciones, mientras ella se levantaba, despeinada y apasionada, asintiendo ante sus palabras.
Y entonces, se echó a reír. Ambos parecían como dos jovenzuelos ardientes.
– ¿No te parece que somos terribles?
– No, no me lo parece. Apenas si puedo esperar -confesó él.
– Yo tampoco.
Y entonces él le preguntó algo que sabía no debía haberle preguntado.
– ¿Te ocurrió… lo mismo con él?
El tono de su voz fue profundo y sexual, pero hacía tiempo que deseaba saberlo. Sarah le había asegurado que no había amado a aquel otro hombre, pero él no dejaba de hacerse preguntas. Sarah negó la cabeza, con expresión entristecida.
– No, no lo fue. Se trató de algo vacío…, sin sentimientos. Querido, él nunca me amó, y ahora sé que yo tampoco le amé jamás. Nunca ha existido otro hombre en mi vida, excepto tú. Nunca he amado, ni vivido, ni siquiera existido hasta que me encontraste. Y a partir de ahora, y hasta que muera, tú serás mi único amor.
Esta vez, cuando William la besó, había lágrimas en sus ojos, pero no dejó que el beso se prolongara demasiado y, más feliz que nunca, se marchó, dejándola a solas hasta la mañana siguiente.
Sarah permaneció despierta casi toda la noche, pensando en él y admirando su anillo de compromiso en la oscuridad de su habitación. A primera hora, llamó a la duquesa de Whitfield para decirle lo mucho que significaba ese anillo para ella, lo muy agradecida que estaba por tenerlo y lo mucho que amaba a William.
– Eso es lo que importa, querida. Pero las joyas siempre constituyen un placer, ¿no te parece? Que tengas un buen viaje… y una boda muy hermosa.
Sarah le dio las gracias y colgó. Luego terminó de hacer las maletas y William acudió a encontrarse con ellos una hora más tarde, en el vestíbulo del hotel. Ella se había puesto un traje de lana blanca de Chanel, confeccionado especialmente para ella en París. Lucía su nuevo y deslumbrante anillo de compromiso, y William casi la devoró al besarla. No había olvidado el deseo que había despertado en él cuando estuvieron tumbados sobre el sofá la noche anterior y deseaba acompañarles en su viaje.
– Imagino que a tu padre le gustará saber que no os acompaño.
– Creo que ha quedado muy impresionado por tu ejemplar comportamiento.
– Bueno, no seguirá estándolo por mucho más tiempo -gruñó William en voz baja-. Creo que he llegado al límite.
Ella le sonrió con una mueca y, cogidos de la mano, siguieron a sus padres hacia el Bentley que esperaba. Él se había ofrecido para conducirlos a Southampton. Ya habían despachado previamente el equipaje. Pero el trayecto de dos horas transcurrió con excesiva rapidez. Sarah observó la familiar figura del Queen Mary, recordando qué diferentes habían sido las cosas cuando viajaron en ese mismo barco desde Nueva York, apenas dos meses atrás.
– Uno nunca sabe lo que nos tiene reservada la vida -comentó su padre con una sonrisa de benevolencia, a la vez que se ofrecía para enseñarle el barco a William.
Pero éste se hallaba mucho más interesado en estar con Sarah, y rechazó amablemente la invitación. En lugar de eso, les acompañó a los camarotes y luego salieron a cubierta. Permaneció allí, rodeándola con un brazo, y una expresión angustiada en el rostro, hasta que sonó el silbato que indicaba la última llamada de atención y, de repente, le asaltó el temor de que pudiera sucederles algo malo. Un primo suyo había viajado en el Titanic veintiún años atrás, y no podía soportar la idea de que a Sarah pudiera ocurrirle algo parecido.
– Santo Dios…, cuídate mucho. No soportaría que te pasara algo.
Se apretó contra ella como a una tabla de salvación durante los últimos momentos que pasaron juntos.
– No me pasará nada, te lo prometo. Sólo tienes que venir a Nueva York tan pronto como puedas.
– Así lo haré, posiblemente el próximo martes -dijo él con tristeza.
Sarah le sonrió, con los ojos llenos de lágrimas y William volvió a besarla.
– Voy a echarte tanto de menos… -dijo ella en voz baja.
– Yo también -añadió él abrazándola.
En ese momento, uno de los oficiales se les acercó con actitud de respeto.
– Le ruego que me disculpe por la intrusión, Su Gracia, pero me temo que… iniciamos la travesía dentro de muy poco. Debería desembarcar ahora mismo.
– Sí, lo siento -respondió, dirigiéndole una sonrisa de disculpa-. Ocúpese de cuidar de mi esposa y mi familia, ¿quiere? Bueno, en realidad es mi futura esposa…
Bajó la mirada hacia el gran diamante ovalado que ella lucía en la mano izquierda, y que brillaba intensamente bajo el sol de septiembre.
– Desde luego, señor.
El oficial parecía impresionado y pensó en mencionárselo al capitán. La futura duquesa de Whitfield viajaba con ellos hasta Nueva York, y no cabía la menor duda de que debía recibir toda clase de cortesías y cuidados.
– Cuídate mucho, cariño.
La besó por última vez, estrechó la mano de su futuro suegro, besó cariñosamente a Victoria en la mejilla, le dio a Sarah un último abrazo de despedida y bajó por la pasarela. Sarah lloraba a su pesar, y hasta Victoria se secaba los ojos con un pañuelo. Era tan conmovedor verlos así. Desde la orilla, William estuvo saludando con el brazo en alto hasta que se perdió de vista, y Sarah permaneció en la cubierta durante dos horas más, escrutando el horizonte, como si todavía pudiera verlo con un esfuerzo.
– Vamos, Sarah, baja ya al camarote -le dijo su madre con suavidad.
Pero ahora ya no había nada que lamentar, sino que celebrar. Al entrar en su camarote, Sarah encontró un telegrama de William y un ramo de rosas tan grande que apenas debía haber cabido por la puerta del camarote. «No puedo soportarlo ni un momento más. Te amo. William», decía el cable. Su madre sonrió, observando de nuevo el hermoso anillo de compromiso. Resultaba extraño pensar en lo que les había ocurrido durante aquellos dos cortos meses. Apenas si podía creerlo.
– Eres una mujer muy afortunada, Sarah Thompson – sentenció su madre y ella no pudo sino mostrarse de acuerdo con sus palabras, mientras se repetía para sus adentros su nuevo nombre, Sarah Whitfield.
Le gustaba oírlo, tenía un acento maravilloso. «Duquesa de Whitfield», susurró para sus adentros y se echó a reír a pesar de sí misma, acercándose a las rosas para olerías.
Esta vez, la travesía del Queen Mary pareció insufriblemente lenta. Lo único que ella deseaba era llegar a casa y encargarse de todo lo relacionado con la boda. Una vez se hubo extendido el rumor de que ella era la futura duquesa de Whitfield, se vio agasajada por todo el mundo. Los invitaron en varias ocasiones a cenar en la mesa del capitán y, en esta ocasión, Sarah sintió que debía tener una deferencia ante aquella cortesía. Ahora tenía una responsabilidad que cumplir para con William, y a sus padres les agradó comprobar el cambio que se había producido en ella. William había obrado verdaderos milagros con su hija.
Al llegar a Nueva York, Peter y Jane estaban esperándoles, y esta vez no trajeron a los niños. Jane estaba fuera de sí con todas las noticias, y hablaba a gritos, incapaz de creer en lo hermoso que era el anillo que lucía Sarah. Ya en el coche, le mostraron fotografías de William, y Peter y Edward hablaron sin cesar sobre los acontecimientos que ocurrían en Europa.
De hecho, había transcurrido exactamente una semana desde que se interrumpieron las emisiones normales de radio para retransmitir a los norteamericanos el discurso que pronunció Hitler ante el congreso nazi celebrado en Nuremberg. Fue un discurso terrible, capaz de asustar a cualquiera, y todo aquel que lo escuchó comprendió con claridad las amenazas lanzadas contra Checoslovaquia. Declaró que los alemanes no seguirían tolerando la opresión de los sudetes alemanes por parte de los checos, y reveló que se habían destinado más de trescientos mil soldados para reforzar la frontera. Los peligros eran evidentes, pero seguía pendiente la cuestión de saber qué haría Hitler, y cómo reaccionaría el mundo si se atrevía a hacer algo. El veneno, la furia y el odio que emanaron de él durante su discurso conmocionó profundamente a todos los estadounidenses que lo escucharon y, por vez primera, la amenaza de que estallara una guerra en Europa pareció algo muy real. Era evidente que, aunque no sucediera nada más, los checos serían devorados por los alemanes. Y nadie que lo escuchó pensó que fuera una buena noticia.
Durante la siguiente semana, la gente no habló de otra cosa. Los periódicos anunciaron que los ejércitos europeos se estaban movilizando, que las flotas ya estaban preparadas y que Europa esperaba a ver cuál sería el próximo paso de Hitler.
El 21 de septiembre, a las ocho y cuarto, hora de Nueva York, los acontecimientos alcanzaron su punto de mayor tensión en Praga. Los primeros ministros francés e inglés anunciaron que no ordenarían la movilización de sus tropas para defender a los checos, porque era arriesgarse a concitar las iras de Hitler. No ofrecieron a Checoslovaquia otra alternativa que la capitulación y la entrega a las fuerzas nazis de Hitler. A las once de la mañana, hora de Nueva York, cinco de la tarde hora de Praga, el Gobierno llegó a la conclusión de que no le quedaba alternativa. Praga capituló ante las fuerzas alemanas, al mismo tiempo que quienes la apoyaban en todo el mundo lloraban de alegría al enterarse de la noticia.
En ese momento estaba lloviendo en Nueva York, como si Dios también llorase por los checos, como le sucedía a Sarah mientras oía las noticias. La emisión que llegaba hasta Nueva York siguió un extraño camino alrededor del mundo, debido al mal tiempo sobre el Atlántico, de modo que para soslayar el problema la emisión llegó a Nueva York vía Ciudad de El Cabo y Buenos Aires. Y gracias a esto se pudo oír con toda claridad. Pero al mediodía ya no quedaba nada más que escuchar. Para entonces eran las seis de la tarde en Checoslovaquia y la lucha ya había terminado para ellos. Sarah apagó la radio, como hizo casi todo el mundo, y no escuchó las advertencias que se hicieron a la una de la tarde, que anunciaban que una tormenta desencadenada sobre el Atlántico podía alcanzar Long Island. Para entonces, el viento había arreciado, y Sarah comentó con su madre la idea de dirigirse a Southampton para empezar a organizar los preparativos de la boda. Tenía mil cosas que hacer, y la casa de Long Island les pareció un lugar tranquilo donde hacerlo.
– No querrás ir allí con este tiempo tan horrible, querida -le dijo su madre.
Pero, en realidad, el tiempo que hacía no le importaba. Le gustaba la playa cuando llovía, la encontraba solitaria y relajante. Pero también sabía que a su madre le preocupaba mucho conducir con mal tiempo, de modo que se quedó en casa para ayudarla. Su padre ya había llamado al propietario de la granja por la que ella había pagado una entrada, explicándole que su hija iba a casarse y se trasladaría a vivir a Inglaterra. El hombre se mostró muy comprensivo y le devolvió a Sarah su dinero, a pesar de lo cual su padre no dejó de regañarla por haber hecho algo tan tonto, asegurándole que jamás le habría dejado vivir allí sola, encerrada en una apartada granja de Long Island. Ella recibió el dinero, y presentando sus disculpas, lo depositó en el banco. Se trataba de los mil dólares que había obtenido con la venta del anillo de boda que había recibido de Freddie, un objeto inútil que nunca había echado de menos.
Pero esa tarde, mientras la lluvia arreciaba sobre Nueva York, ya no pensaba en la granja, ni siquiera en la boda. Sólo podía pensar en Praga y en la terrible situación que se vivía allí. Entonces, de repente, oyó un furioso repiqueteo sobre las ventanas de su dormitorio. Eran las dos de la tarde, pero estaba todo tan oscuro que casi parecía medianoche. Los árboles situados frente al apartamento de sus padres se inclinaban por el viento, y por un momento pensó que nunca había visto una tormenta tan furiosa sobre Nueva York. En ese preciso instante, su padre llegó a casa, un poco temprano.
– ¿Ocurre algo? -le preguntó Victoria preocupada.
– ¿Has visto qué tormenta? -replicó él-. Apenas si he podido salir del coche y entrar en el edificio. Tuve que sostenerme en los postes y dos hombres que pasaban por la calle tuvieron que ayudarme. -Se volvió entonces hacia su hija, con cierta inquietud-. ¿Has oído las noticias?
Sabía lo bien informada que acostumbraba estar su hija, y que a menudo oía los boletines de noticias si se encontraba en casa con su madre.
– Sólo he oído lo de Checoslovaquia -contestó, comunicándole las últimas noticias al respecto, ante lo que él sacudió la cabeza con pesar.
– Ésta no es una tormenta normal -presagió, dirigiéndose a su dormitorio para cambiarse de ropa.
Regresó cinco minutos más tarde, vestido con ropas más toscas.
– ¿Qué haces? -le preguntó Victoria, nerviosa.
Él tenía la costumbre de hacer cosas que ya no se correspondían con sus habilidades o su edad, como para demostrarse a sí mismo que seguía siendo capaz de hacerlas, aunque no las hubiera hecho antes. Era un hombre fuerte pero, desde luego, no tan joven como hace años.
– Quiero conducir hasta Southampton para asegurarme de que todo anda bien por allí. He llamado a Charles hace una hora y nadie me ha contestado al teléfono.
Sarah miró a su padre a los ojos durante un breve instante y luego habló con firmeza.
– Iré contigo.
– No, no vendrás -se opuso él, mientras Victoria les miraba enojada a ambos.
– Os estáis portando de un modo ridículo. Sólo se trata de una tormenta y si allí ha pasado algo, ninguno de vosotros podéis hacer nada por evitarlo.
Un viejo y una joven no podrían hacer nada contra las fuerzas de la naturaleza. Pero ninguno de ellos compartía esa opinión. En el momento en que su padre se ponía el impermeable, Sarah salió de su habitación. Se había cambiado, poniéndose unas ropas viejas que había llevado durante su año de soledad en Long Island. Llevaba unas pesadas botas de goma, unos pantalones caqui, un suéter grueso de pescador y un impermeable largo.
– Voy contigo -se reafirmó.
Su padre vaciló por un momento y finalmente se encogió de hombros. Se sentía demasiado preocupado como para ponerse a discutir.
– Está bien, vámonos. No te preocupes, Victoria. Te llamaremos por teléfono.
Ella seguía furiosa cuando los dos se marcharon. Puso la radio mientras, subían al coche. Se dirigían hacia la autopista Sunrise, camino de Southampton. Sarah se había ofrecido para conducir, pero su padre se echó a reír.
– Puede que a tus ojos sea un hombre viejo y débil, pero no estoy loco.
Ella rió al oír sus palabras y le recordó que conducía muy bien. Después de eso, apenas hablaron. La fuerza del viento dificultaba mucho mantener el coche en la carretera y en más de una ocasión el viento desplazó lateralmente el pesado Buick.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó ella en un par de ocasiones, ante lo que él se limitó a asentir con un gruñido, con los labios apretados y los ojos entrecerrados para ver a través de la fuerte lluvia.
Todavía se encontraban en la autopista Sunrise cuando vieron una extraña y alta niebla que, procedente del mar, se instalaba sobre la línea costera. Apenas unos instantes después se dieron cuenta, consternados, que aquello no era niebla, sino una ola de proporciones gigantescas. Un muro de agua de unos quince metros de altura avanzaba implacable contra la costa y, mientras lo contemplaban horrorizados, vieron desaparecer casas enteras arrancadas de cuajo, y algo más de medio metro de agua se abalanzó burbujeante sobre la carretera, rodeando el coche.
Tardaron cuatro horas a través de la furiosa lluvia en llegar a Southampton. Al aproximarse a la casa que tanto amaban, los dos guardaron silencio, y Sarah se dio cuenta entonces de que el paisaje había cambiado brutalmente. Casas que conocía desde toda la vida habían desaparecido por completo, propiedades enteras estaban desoladas y la mayor parte de Westhampton parecía haberse desvanecido. Algunas de aquellas casas eran enormes. Sólo más tarde se enteraron de que J. P. Morgan, un buen amigo de toda la vida, había perdido su mansión en Glen Cove. Pero, por el momento, lo único que pudieron ver fue la interminable desolación que les rodeaba. Había árboles arrancados por todas partes, casas reducidas a escombros, si es que quedaba algo de ellas. En algunos casos se había anegado todo un segmento de tierra, así como las docenas de casas construidas sobre esas tierras a lo largo de cientos de años. Había coches volcados por todas partes y, de pronto, Sarah se dio cuenta de la extraordinaria habilidad que había tenido que emplear su padre para conseguir llegar hasta allí. Mientras miraban a su alrededor y él seguía conduciendo, se dieron cuenta de que Westhampton parecía haber desaparecido literalmente de la faz de la Tierra. Más tarde se enterarían de la desaparición completa de 153 de las 179 casas que antes se alzaban allí; y el terreno sobre el que estaban construidas se había deslizado al mar. De las que aún se mantenían en pie, todas quedaron demasiado afectadas como para reconstruirlas o vivir en ellas.
Sarah sintió que se le hundía el corazón en el pecho mientras su padre conducía lentamente hacia Southampton. Al llegar ante su propia casa, vieron que las puertas de entrada a la propiedad habían desaparecido. Habían sido arrancadas de sus goznes y del suelo, junto con los pilares de piedras que las sostenían, y todo ello había sido arrojado a varias decenas de metros de distancia. Parecía como el tren de juguete de un niño, sólo que la tragedia y el daño ocasionados eran muy reales, y las pérdidas demasiado grandes como para calcularlas.
Todos los hermosos y viejos árboles habían quedado arrancados de cuajo, pero la casa todavía se levantaba en la distancia. Desde donde estaban, parecía no haber sufrido daño alguno, pero al pasar junto a la casa del guarda descubrieron que sólo quedaba un muro en pie y que todo su contenido había quedado esparcido por el suelo, formando grandes montones, ahora ya, de desperdicios.
Su padre aparcó el viejo Buick todo lo cerca de la casa que pudo. Había media docena de árboles enormes caídos sobre el camino que impedían el paso del vehículo. Abandonaron el coche y caminaron contra la furiosa lluvia, zarandeados por el viento, sintiendo sobre sus rostros las agujas de las gotas de lluvia. Sarah trató de protegerse el rostro del viento, volviéndolo hacia un lado, pero no le sirvió de nada. Al rodear la casa vieron que la parte de levante, la que daba a la playa, había sido desgarrada de cuajo, llevándose consigo parte del tejado. Podía verse algo de su interior: la cama de sus padres, el piano del vestíbulo. Pero toda la fachada del edificio había sido desgarrada por el implacable muro de agua que la había asaltado, llevándosela consigo.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, mezclándose con la lluvia y, al girarse a mirar a su padre, vio que él también lloraba. Amaba este lugar, que había construido años atrás, planificándolo todo cuidadosamente. Su madre había construido la casa cuando ellas todavía eran pequeñas, y juntos habían elegido cada árbol, cada viga y todo lo que había en ella. Y los enormes árboles estaban allí desde hacía cientos de años, mucho antes de que llegaran ellos. Ahora, sin embargo, habían desaparecido para siempre. Todo aquello parecía imposible de creer o de comprender. Ella pasó allí su niñez, había sido su refugio durante todo un año y ahora se encontraba irremisiblemente dañado. Al mirar a su padre comprendió que estaba destrozado.
– Oh, papá… -gimió Sarah apretándose contra él, arrojados intermitentemente el uno contra el otro por la fuerza del viento, como si flotaran sobre el agua.
Se trataba de una visión que desafiaba a la razón. Su padre la apretó contra sí y gritó por encima del rugido del viento para decirle que quería dirigirse hacia la casa del guarda.
– Quiero encontrar a Charles.
Era un hombre amable que la había cuidado como si fuera su propio padre durante el año que pasó recluida allí.
Pero no lo encontraron en la pequeña casa, ni por el prado que la rodeaba, por donde vieron esparcidas sus pertenencias, sus ropas y alimentos, los muebles destrozados y hasta la radio, que encontraron a varios metros de distancia. Edward empezó a preocuparse seriamente por él. Regresaron a la casa principal y entonces Sarah advirtió que la pequeña caseta de baño había desaparecido, así como el embarcadero y los árboles que lo circundaban. Los árboles estaban caídos, desgajados sobre una estrecha franja de arena que aquel mediodía había sido una playa muy ancha de arena blanca. Y entonces, mientras contemplaba angustiada toda aquella destrucción, lo divisó de repente. Sostenía unas cuerdas con las manos, como si hubiera tratado de sujetar alguna cosa, y llevaba puesto su viejo impermeable amarillo. Había quedado aprisionado en el suelo por un árbol que antes había estado sobre el prado delantero de la casa, arrancado de cuajo por el viento, que lo llevó por los aires más de cincuenta metros hasta alcanzarle. La arena tenía que haber amortiguado su caída, pero el árbol era tan grande que debía haberle roto el cuello o la columna al caer sobre él.
Lloró su pérdida en silencio, mientras corría hacia él. Se arrodilló a su lado, y apartó la arena del rostro golpeado como si le acariciara. Su padre la vio entonces y lloró amargamente mientras le ayudaba a liberarlo. Luego, entre los dos, lo llevaron al cobertizo del otro lado de la casa, y lo depositaron con suavidad sobre lo que antes había sido la cocina. Charles había trabajado para la familia desde hacía por lo menos cuarenta años, se conocían y apreciaban desde que eran jóvenes. Tenía diez años más que Edward Thompson y ahora éste apenas podía creer que se hubiera marchado para siempre. Había sido para él como un buen amigo de su juventud, fiel hasta el último día, muerto por una tormenta intempestiva, cuando todas las miradas estaban puestas en Praga, y todo el mundo se había olvidado de Long Island. Fue la mayor tormenta que azotó nunca la costa oriental. Desaparecieron pueblos enteros, y la tormenta siguió su camino destructor a través de Connecticut, Massachusetts y New Hampshire, cobrándose varios cientos de vidas, hiriendo a más de dos mil personas y destruyéndolo todo a su paso, hasta que amainó.
La casa de Southampton no quedó destruida de forma irreparable, pero la muerte de Charles afectó a todos. Peter, Jane y Victoria acudieron al funeral, y los Thompson y Sarah se quedaron en la casa durante una semana para valorar los daños y poner un poco de orden. Sólo quedaron dos habitaciones en condiciones, pero no había calefacción ni luz eléctrica, y tuvieron que utilizar velas y comer en el único restaurante que seguía abierto en todo Southampton. Se necesitarían meses para reparar la casa, años quizás, y a Sarah le entristecía pensar que tendría que marcharse precisamente entonces, después de lo ocurrido.
Sarah se las arregló para ponerse en comunicación con William a través del teléfono del pequeño restaurante donde comieron, temiendo que él pudiera haberse enterado de la terrible tormenta por los periódicos y que estuviera preocupado por ella. La destrucción de Long Island causó una verdadera conmoción, incluso en Europa.
– Dios santo, ¿te encuentras bien? -preguntó la voz de William a través de las interferencias.
– Sí, estoy bien -contestó, aliviada al oír su voz serena y fuerte-. Pero hemos perdido buena parte de la casa. Mis padres tardarán todo el resto de sus vidas para reconstruirla, aunque por suerte no hemos perdido el terreno. La mayoría de la gente lo ha perdido todo.
Le comunicó la muerte de Charles y él dijo que lo lamentaba mucho.
– Me sentiré mucho más feliz cuando estés aquí, conmigo. Casi me sentí morir al enterarme de esa condenada tormenta. Supuse que estarías ahí, para pasar el fin de semana.
– Estuve a punto de venir -admitió ella.
– Gracias a Dios que no lo hiciste. Dile a tus padres lo mucho que lo lamento. Estaré a tu lado lo antes que pueda, te lo prometo, cariño.
– ¡Te amo! -gritó a través del ruido de la comunicación.
– ¡Yo también te amo! Intenta no meterte en problemas hasta que yo llegue.
Poco después de eso regresaron a la ciudad, y ocho días más tarde se firmó el Pacto de Munich, ofreciendo a los europeos la falsa ilusión de que ya se habían acabado todas las amenazas por parte de Hitler. Tras su regreso de Munich, Neville Chamberlain lo denominó «una paz con honor», pero William le escribió diciéndole que aún desconfiaba del pequeño bastardo de Berlín.
Tenía la intención de acudir a principios de noviembre, y Sarah se hallaba muy ocupada con los planes para la boda, mientras que sus padres procuraban organizar eso al mismo tiempo que empezaban a ocuparse de las amplias reparaciones que había que hacer en la casa de Long Island.
William llegó el 4 de noviembre, a bordo del Aquitania, que entró en puerto acompañado de grandes fanfarrias. Sarah le esperaba en el muelle, con sus padres, hermana, cuñado y también los niños. Al día siguiente, sus padres dieron un gran almuerzo de bienvenida en su honor, y ella tuvo la impresión de que todas aquellas personas a las que había conocido en Nueva York le enviaban ahora invitaciones para que acudieran a sus fiestas. Aquello produjo una vertiginosa cadena de compromisos sociales que no parecía tener fin.
Seis días más tarde, mientras desayunaban juntos en el comedor, Sarah frunció el ceño y levantó la vista del periódico para mirarle.
– ¿Qué significa todo esto? -le preguntó en tono acusador.
El la miró sin comprender. Acababa de llegar del hotel y todavía no había leído el periódico.
– ¿A qué te refieres? -Se levantó y se acercó para leer el periódico por encima de su hombro, y también frunció el ceño al leer lo que se contaba sobre la Noche de Cristal, al tiempo que intentaba valorar las implicaciones de aquel acto tan horrendo-. Parece un feo asunto.
– Pero ¿por qué lo han hecho? ¿Por qué habrán querido hacer una cosa así? -Los nazis habían destrozado las ventanas y escaparates de todas las casas y comercios pertenecientes a la comunidad judía; las habían asaltado, matado a algunas personas y destruido sinagogas, aterrorizando a la gente. Y se decía que treinta mil judíos habían sido internados en campos de concentración-. Dios santo, William, ¿cómo pueden haber hecho eso?
– A los nazis no les gustan los judíos. Eso no es ningún secreto, Sarah.
– ¿Pero esto? ¿Por qué esto? -Había lágrimas en sus ojos mientras leía.
Como respuesta, le entregó el periódico para que él también pudiera leerlo. Cuando su padre acudió a desayunar, le comunicaron las noticias y se pasaron una hora discutiendo acerca de los constantes peligros que se cernían sobre Europa. Entonces, su padre se los quedó mirando a ambos y se le ocurrió algo.
– Quiero que me prometáis los dos que, si estalla la guerra en Europa, vendréis a Estados Unidos hasta que todo haya terminado.
– Eso es algo que yo no puedo prometer -dijo William con sinceridad-. Pero lo que sí le prometo es enviarle a Sarah.
– No harás nada de eso -intervino ella mirando muy enojada por primera vez a su prometido-. No puedes disponer de mí como si fuera una maleta, ni enviarme a casa como si fuera una carta.
William le dirigió una amable sonrisa.
– Lo siento, Sarah. No pretendía faltarte al respeto. Pero creo que tu padre tiene razón. Si ocurre algo en Europa, creo que deberías estar aquí. Recuerdo la última guerra, cuando yo era apenas un muchacho, y te aseguro que no es nada agradable vivir con la amenaza de una invasión.
– ¿Y tú? ¿A dónde irías tú?
– Probablemente me vería obligado a regresar al servicio activo. No me parece correcto que en esos momentos de tribulación desaparezcan todos los nobles para tomarse unas largas vacaciones en el extranjero.
– ¿Acaso no eres ya demasiado viejo para ir a la guerra? -preguntó ella, francamente preocupada.
– En realidad, no. Y te aseguro, cariño, que en tal caso me vería obligado a ir.
Los tres confiaron seriamente en que no estallaría la guerra, pero cada uno de ellos abrigaba serias dudas al respecto.
A la semana siguiente, Sarah acudió a los tribunales en compañía de su padre y obtuvo los documentos definitivos de su divorcio. Le entregaron la resolución judicial y a pesar de todo, a pesar del futuro que la esperaba, no dejó de experimentar un opresivo sentimiento de humillación. Había sido una verdadera estúpida al casarse con Freddie, que resultó ser un parásito. Ahora mantenía un noviazgo con Emily Astor, en Palm Beach. Por lo visto, la boda se celebraría en Navidades. En realidad, ahora ya no le importaba, a pesar de lo cual lamentaba mucho haberse casado con él.
Sólo faltaban quince días para la boda y lo único que le preocupaba a William era estar siempre cerca de ella. Salían constantemente y el día de Acción de Gracias fue un verdadero descanso para ellos instalarse, para participar en la comida familiar, en el apartamento de la familia en Nueva York. Aquello constituyó una experiencia nueva para William, y le agradó mucho, pues le pareció muy conmovedor hallarse junto a todos ellos.
– Espero que hagas lo mismo por nosotros cada año -le dijo más tarde a Sarah, sentados ya en el salón, mientras su hermana tocaba el piano.
Ya habían acostado a los niños y se disponían a pasar un rato agradable. Peter y William parecían llevarse muy bien, y Jane había quedado tremendamente impresionada con William. En las últimas semanas se había dedicado a decirle a todas las personas a las que conocía que su hermana Sarah iba a convertirse en una duquesa. Pero no era eso lo que le impresionaba de él, sino la gentileza que demostraba por su hermana, su mentalidad despierta, su amabilidad. Además, el título parecía tener muy poco significado para Sarah.
La última semana fue agotadora para ella. Había que atender montones de detalles de última hora, así como preparar las maletas. Ya habían enviado con antelación los baúles que contenían toda su ropa. Y quería ver a algunas antiguas amigas, aunque la verdad era que se hallaba dispuesta para partir en cualquier momento. El día antes de la boda lo pasó con él, y dieron juntos un largo paseo por Sutton Place, cerca del East River.
– ¿Te entristece la idea de marcharte, cariño?
Le agradaba mucho la familia de Sarah y se imaginaba que a ella le resultaría difícil abandonarlas, pero la respuesta que le dio le dejó sorprendido.
– En realidad, no. En cierto sentido, ya me había separado de ellos durante este último año, e incluso antes de eso. En el fondo de mi corazón no abrigaba la menor intención de volver aquí, sino que quería instalarme en Long Island.
– Lo sé -asintió él sonriendo-. En tu granja.
Pero ahora, incluso eso había desaparecido. Todos los edificios y parte de las tierras habían sido destruidos, arrastrados por la tormenta que se había cernido sobre Long Island durante el mes de septiembre. Ella podría haberlo perdido todo, incluso la vida, como le había sucedido a Charles. Y William sentía un profundo agradecimiento porque no hubiera ocurrido así. Ella levantó la mirada y le sonrió.
– Lo único que ansío ahora es nuestra vida en común.
Deseaba vivir siempre a su lado, conocerlo mejor, conocer su corazón, su vida, sus amigos, lo que le gustaba y le disgustaba, lo más profundo de su alma…, y su cuerpo. Quería tener hijos con él, compartir un hogar, ser suya y estar siempre presente, cada vez que él la necesitara.
– Yo también -confesó William-. Ha parecido una larga espera, ¿verdad?
Y últimamente se habían visto rodeados de tanta gente que les distraía. Pero eso ya casi se había terminado. Al día siguiente, a esa misma hora, ya serían marido y mujer, el duque y la duquesa de Whitfield.
Permanecieron contemplando el río durante un rato y él la apretó contra su cuerpo y, con expresión seria, dijo:
– Que nuestra vida se deslice siempre con la misma suavidad que este río…, y cuando no sea así, que seamos valientes para afrontarlo, tanto el uno como el otro. -Se volvió a mirarla con una expresión de amor inconmensurable, algo mucho más importante para ella que cualquier título-. Y que nunca te desilusione.
– O yo a ti -susurró ella tiernamente mientras miraba el discurrir de las aguas.