12

La mañana siguiente amaneció soleada y cálida y el niño se despertó poco después del amanecer, con lloros apagados, como si solicitara a su madre. William se levantó, lo tomó en sus brazos y lo colocó junto al pecho de ella, observándoles después a ambos. El muchachote pareció saber exactamente lo que debía hacer y Sarah le dirigió a William una débil sonrisa. Apenas si podía moverse, pero se encontraba bastante mejor que la noche anterior. Entonces, de pronto, recordó el ruido que había oído en el exterior y observó el rostro de William. Supo inmediatamente que algo grave había ocurrido, aunque su marido todavía no le había dicho lo que era.

– ¿Qué pasó ayer por la noche? -preguntó en voz baja mientras el bebé se amamantaba vorazmente de su madre.

William se preguntó si no sería demasiado pronto para decirle la verdad. Y, sin embargo, sabía que tenía que hacerlo. La noche anterior había llamado por teléfono al duque de Windsor, y ambos habían estado de acuerdo en que tendrían que regresar a Inglaterra cuanto antes. Wallis le acompañaría, claro está, pero William sabía que no había forma de que pudiera trasladar a Sarah tan pronto. Desde luego, no lo haría ahora, y quizá no pudiera hacerlo en semanas, o incluso en meses. Todo dependería de la rapidez con que se recuperara, y en estos momentos nadie podía decirlo aún. Mientras tanto, sabía que tenía que regresar a Londres y presentarse en el Departamento de Guerra. Ella estaría a salvo en Francia, aunque odiaba tener que dejarla sola. Al observarle fijamente, Sarah percibió todas sus angustias y preocupaciones. Aquellos dos días habían sido realmente terribles para él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó extendiendo una mano para tocarle.

– Estamos en guerra -dijo apenado, incapaz de ocultárselo por más tiempo y rogando para que fuera lo bastante fuerte para aceptar la noticia y las implicaciones que tendría para todos ellos-. Inglaterra y Francia han declarado la guerra a Alemania. Ocurrió ayer, mientras traías al mundo a Phillip.

Tanto el uno como el otro sabían lo dura que había sido aquella tarea y, comprensiblemente, no habían podido hacer ninguna otra cosa. Pero ahora no había forma de escapar a la verdad.

En cuanto se enteró de la noticia, unas lágrimas aparecieron en sus ojos, y miró a William con expresión de temor.

– ¿Qué significa eso para ti? ¿Tendrás que marcharte pronto?

– Tengo que hacerlo -asintió él con tristeza, devastado ante la idea de abandonarla ahora, pero para él estaba claro que no podía hacer otra cosa-. Intentaré enviarles un telegrama hoy mismo para comunicarles que me presentaré dentro de pocos días. No quiero dejarte hasta que te sientas un poco más fuerte. -Le acarició la mano suavemente al recordar todo lo que ella había tenido que pasar. Ahora, verles allí a los dos le parecía un verdadero milagro y odiaba tener que dejarlos-. Le pediré a Emanuelle que se quede aquí contigo. Es una buena muchacha.

Así lo había demostrado el día anterior, e incluso más que eso, mientras le ayudó a conseguir que naciera su hijo.

Emanuelle se presentó aquella mañana, poco después de las nueve, inmaculadamente limpia, con otro vestido azul y un delantal limpio y almidonado. Llevaba el oscuro cabello pelirrojo peinado hacia atrás, formándole una coleta que se había atado con una cinta azul. Tenía diecisiete años de edad, y su hermano menor tenía doce. Siempre habían vivido en La Marolle, y sus padres eran personas sencillas, acostumbradas a trabajar duro, y listos, como lo eran sus hijos.

Aprovechando que estaba allí, William se acercó a la oficina de correos y envió un cable al Departamento de Guerra. Justo al volver al château apareció Henri, el hermano de Emanuelle, que había venido desde el hotel.

– Su teléfono se ha estropeado, monsieur le duc -le informó.

Por lo visto, el duque de Windsor había llamado por teléfono, dejándole un mensaje en el hotel, para decirle que el navio de guerra Kelly acudiría a recogerlos a la mañana siguiente, en el puerto de Le Havre, y que él debía presentarse en París de inmediato.

El muchacho respiraba entrecortadamente mientras le comunicaba a William el mensaje. Le dio las gracias y le entregó diez francos. Luego, subió a decírselo a Sarah.

– Acabo de recibir un mensaje de David -empezó a decir sin querer precisar, mientras caminaba con lentitud por la habitación, fijándose en todo, para llevarse consigo aquellos recuerdos-. Él…, bueno…, Bertie nos envía mañana un barco, a buscarnos.

– ¿Aquí? -preguntó ella, confusa.

Había estado dormitando mientras él iba a poner el telegrama.

– Eso sería muy difícil, ¿no crees? -replicó él con una sonrisa, y se sentó a su lado, sobre la cama. Había más de doscientos kilómetros de distancia hasta la costa-. Atracará en Le Havre. Quiere que me reúna con él en París a las ocho de la mañana. Supongo que Wallis nos acompañará. -Volvió a mirar a su esposa, con el ceño fruncido en un gesto de preocupación-. Supongo que no te sentirás con fuerzas suficientes como para acompañarnos.

No se le ocultaba que ella no estaba en condiciones, pero se creyó obligado a preguntárselo, aunque sólo fuera por su propia tranquilidad. Sabía, sin embargo, que ella podía sufrir una nueva hemorragia si se movía demasiado pronto. Y ya había perdido mucha sangre durante el parto. Todavía estaba muy pálida y débil. Transcurriría por lo menos un mes hasta que estuviera lo bastante fuerte para poder ir a alguna parte, y, desde luego, no estaba en condiciones de soportar el viaje en coche hasta París, o la travesía en barco hasta Inglaterra. Ella sacudió la cabeza con un gesto negativo, en respuesta a su pregunta.

– No me gusta tener que dejarte aquí.

– Francia es nuestra aliada. Aquí no sufriremos ningún daño -le dijo, sonriéndole con cariño. No quería que se marchara, pero no le importaba quedarse allí. Ahora, éste era su hogar-. Estaremos bien. ¿Volverás pronto?

– No lo sé. Te enviaré un mensaje en cuanto pueda. Tengo que presentarme en el Departamento de Guerra, en Londres, y luego enterarme de qué es lo que quieren hacer conmigo. Trataré de venir lo más rápidamente que pueda. Y en cuanto tú te sientas lo bastante fuerte, deberías venir a casa – su voz adquirió un timbre de dureza.

– Ésta es nuestra casa -le susurró ella, mirándole a los ojos-. No quiero marcharme. Phillip y yo estaremos a salvo aquí.

– Lo sé. Pero me sentiría mucho mejor si los dos estuvierais en Whitfield.

Esa perspectiva deprimió a Sarah. Le gustaba la madre de William, y Whitfield era un lugar bonito y agradable, pero el Château de la Meuze se había convertido para ellos en su hogar, y habían trabajado tanto para arreglarlo y transformarlo en lo que deseaban que ahora no quería abandonarlo. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer, y ella misma podía ocuparse de algunas cosas cuando se sintiera un poco más fuerte, mientras esperaba a que él regresara de Inglaterra.

– Ya veremos -dijo él de un modo ambiguo y se dispuso a preparar la maleta.

Ninguno de los dos durmió aquella noche, y hasta el bebé lloró más que el día anterior. Ella no tenía todavía leche suficiente para un niño tan enorme y, además, estaba nerviosa y preocupada. Vio a William levantarse a las cinco, cuando la creyó definitivamente dormida y le habló en voz baja en la habitación a oscuras.

– No quiero que te marches -dijo con tristeza.

Él se aproximó a la cama y le acarició la mano y el rostro. Deseaba no tener que irse.

– Yo tampoco quisiera. Confío en que todo esto acabe pronto y podamos continuar con nuestra vida normal.

Ella asintió con un gesto. Confiaba en lo mismo, e intentaba no pensar en el pobre pueblo polaco.

Media hora más tarde, ya se había afeitado y vestido y volvía a estar junto a la cama. Ahora, ella se levantó. La cabeza se le tambaleó por un instante y él la rodeó con uno de sus fuertes brazos.

– No quiero que bajes. Podrías hacerte daño después al subir esa escalera.

Todavía estaba muy débil y habría podido marearse y golpearse en la cabeza, pero tampoco tenía deseos de probarlo y ella lo sabía.

– Te amo… Cuídate mucho, por favor. William, ten mucho cuidado… Te amo.

Había lágrimas en sus ojos, a la par que sonreía y la ayudaba a acostarse de nuevo.

– Te prometo que lo tendré, y tú debes hacer lo mismo, y cuida mucho de lord Phillip.

Ella sonrió, girando la cabeza para contemplar a su hijo. Era un pequeño tan hermoso… Tenía unos grandes ojos azules, rizos rubios y William aseguraba que era como las fotografías que conservaba de su padre.

La besó con toda la fuerza que se atrevió a emplear, apretándola contra la cama y acariciándole el sedoso cabello largo que le caía sobre los hombros.

– Recupera tus fuerzas… Regresaré pronto. Te amo tanto… -Volvía a sentir un gran agradecimiento por el hecho de que ella estuviera viva. Entonces, se volvió y cruzó la habitación, mirándola una última vez desde la puerta-. Te amo -repitió en voz baja, mientras ella lloraba.

Y luego se marchó.

– ¡Te amo! -gritó ella, mientras él bajaba la escalera-. ¡William! ¡Te amo!

– ¡Yo también te amo!

El eco de sus palabras llegó hasta ella, y luego oyó cerrarse la puerta principal. Un momento más tarde oyó su coche que se ponía en marcha. Volvió a levantarse de la cama para mirar por la ventana, justo a tiempo para ver desaparecer el coche por la curva de la entrada del château. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, cayéndole sobre el camisón. Regresó a la cama, sin dejar de llorar, pensando en él durante largo rato, y luego Phillip reclamó su alimento y finalmente apareció Emanuelle, que ahora venía para instalarse con ellos. Iba a quedarse para ayudar a madame la duchesse. Era una maravillosa oportunidad para la joven, que ya sentía una gran admiración por Sarah, y estaba loca con el bebé que había ayudado a nacer. Pero nunca se mostró excesivamente familiar. Era una muchacha extrañamente madura para su edad, y constituyó una ayuda muy valiosa para Sarah.

Los días le parecieron interminables tras la partida de William, y transcurrieron semanas antes de que sintiera que empezaba a recuperar sus fuerzas. En octubre, cuando Phillip ya tenía un mes de edad, recibió una llamada de la duquesa de Windsor para comunicarle que habían regresado a París. Habían visto a William poco antes de salir de Londres, y parecía estar muy bien. Había sido asignado a la RAF, en unas instalaciones situadas al norte de Londres. Al duque de Windsor lo habían enviado de regreso a París, con el grado de división general destacado en la misión militar adjunta al mando francés. Pero eso significaba que se dedicarían a ofrecer numerosas recepciones, lo que encajaba con ambos a la perfección. Felicitó de nuevo a Sarah por el nacimiento de su hijo y le dijo que, cuando se recuperase del todo, fuera a París a visitarlos. William les había contado lo difícil que había sido el parto, y Wallis le aconsejó que no se agotara.

Pero Sarah ya volvía a deambular por la casa, vigilándolo todo y encargándose ella misma de las pequeñas reparaciones. Había conseguido a una mujer del hotel para ayudarla a limpiar, y Emanuelle la ayudaba a cuidar de su hijo, que a ella le parecía enorme y que había engordado casi kilo y medio en cuatro semanas.

Henri, el hermano de Emanuelle, hacía los recados de Sarah, pero la mayoría de los hombres que habían trabajado para ellos ya habían desaparecido, llamados a filas. No quedaba nadie que trabajara en el château, a excepción de los viejos y los muchachos. Incluso chicos de dieciséis y diecisiete años habían decidido mentir sobre su edad para alistarse y se habían marchado. De repente, Francia parecía haberse convertido en un país habitado sólo por mujeres y niños.

Sarah tuvo noticias de William en varias ocasiones. Sus cartas habían logrado llegar y hasta consiguió llamarla una vez por teléfono. Le dijo que, por el momento, todavía no había ocurrido nada importante y que confiaba en conseguir un permiso para visitarla en noviembre.

También había recibido noticias de sus padres, desesperados por convencerla para que regresara junto a ellos, llevándose el bebé consigo. El Aquitania había efectuado una travesía hasta Nueva York, justo después de declarada la guerra, a pesar de los temores de todos, pero ella todavía estaba demasiado débil para viajar, por lo que en aquel entonces sus padres no se lo sugirieron. Pero después de eso, otros tres barcos habían llegado a Inglaterra procedentes de Nueva York, el Manhattan, el Washington y el President Roosevelt, para transportar a los estadounidenses a la seguridad de su país. No obstante, del mismo modo que le insistía a William, asegurándole que estaba segura donde se encontraba, también escribió a sus padres diciéndoles lo mismo, aunque no por ello los convenció.

Se sentían aterrorizados ante la idea de que ella permaneciera en Francia durante la guerra, pero ella estaba convencida de que sus temores eran absurdos. La vida alrededor del Château de la Meuze era incluso más tranquila que antes, y la región estaba completamente en calma.

En noviembre volvió a sentirse ella misma. Salía a dar largos paseos, llevando a menudo a Phillip consigo. Trabajaba en el jardín y en la restauración de sus queridas boiseries, y hasta realizó algunos trabajos duros en los establos cuando Henri estaba presente para ayudarla. Los padres del muchacho también habían perdido a todos sus empleados en el hotel, y el chico les ayudaba ahora. Era un muchacho muy agradable, siempre dispuesto a ayudarla. Y le encantaba vivir en el château, como le sucedía a Emanuelle. Sarah ya no necesitaba la ayuda de Emanuelle por la noche, pero la joven se instaló en la casa del guarda y cada mañana iba a trabajar al château.

Una tarde, a finales de noviembre, caminaba de regreso a casa después de haber dado un paseo por el bosque. Cantaba para Phillip, a quien llevaba sujeto con una correa que Emanuelle le había preparado. El niño estaba casi dormido cuando llegaron ante la entrada principal. Lanzó un suspiro de satisfacción y entró. Se detuvo de pronto y lanzó un grito al verle. Era William, que esperaba allí de pie, vestido con su uniforme, más atractivo que nunca. Se precipitó hacia sus brazos y él la sostuvo, con cuidado de no aplastar al bebé. Sarah se quitó rápidamente la correa y dejó al niño con suavidad. Se había asustado con los gritos y ya lloraba, pero ella sólo podía pensar ahora en William, que la sostenía entre sus brazos.

– Te he echado tanto de menos… -dijo Sarah con palabras amortiguadas por su pecho, mientras él la apretaba de tal manera que casi le hacía daño.

– Dios mío, yo también te he echado mucho de menos. -La apartó entonces, para mirarla-. Vuelves a estar maravillosa. -Algo más delgada, pero fuerte y muy saludable-. Qué hermosa eres -dijo, mirándola como si quisiera devorarla, ante lo que ella se echó a reír y le besó.

Emanuelle les había oído hablar. Había visto al duque en cuanto llegó y ahora acudió para hacerse cargo del bebé. El pequeño no tardaría en pedir su alimento, pero al menos podía liberar a sus padres del pequeño durante un rato, para que Sarah pudiera pasar un tiempo con su esposo. Subieron a la habitación cogidos de la mano, hablando y riendo, mientras ella le hacía mil y una preguntas sobre lo que hacía, dónde había estado, a dónde le enviarían después del entrenamiento por el que había pasado. Ya había volado antes en la RAF y necesitó poco tiempo para familiarizarse con el nuevo equipo. Evitó decirle a su esposa lo que sabía: que lo destinaban al mando de bombarderos, para pilotar bombarderos Blenheim. No quería preocuparla y se lo ocultó. Pero sí le contó lo seriamente que la gente se tomaba la guerra en Inglaterra.

– Aquí también se lo toman muy en serio -explicó ella-. No ha quedado nadie, excepto Henri, sus amigos y un puñado de viejos, demasiado débiles para trabajar. Yo misma me he encargado de hacerlo todo, con la ayuda de Henri y de Emanuelle. Ya casi hemos conseguido terminar los establos. ¡Espera a verlos!

Él había querido destinar una parte a los caballos que pensaban comprar y a algunos que traería de Inglaterra, para así acondicionar el resto como pequeñas habitaciones para el servicio, y los obreros que pudieran contratar temporalmente. Era un sistema excelente y, de la forma como lo habían hecho, disponían de espacio para cuarenta o cincuenta hombres, y por lo menos otros tantos caballos.

– Da la impresión de que ya no me necesitas aquí para nada – dijo él fingiendo sentirse molesto-. Quizá debiera quedarme en Inglaterra.

– ¡Ni te atrevas! -exclamó ella, levantándose sobre las puntas de los pies y besándole de nuevo.

Al entrar en el dormitorio, él la hizo girar y la besó con tanta pasión que ella se dio cuenta en seguida de lo mucho que la había echado de menos.

Cerró la puerta con llave y la miró con expresión de adoración, al tiempo que Sarah empezaba a desabrocharle los botones del uniforme y él le quitaba el grueso suéter que llevaba puesto. Era uno de los que le había hecho, y lo arrojó al otro lado de la habitación, y contempló admirado sus pechos pletóricos, y la cintura, que volvía a ser esbelta. Resultaba difícil creer que había tenido un hijo.

– Sarah…, eres tan hermosa.

Se había quedado sin habla, perdida casi por completo su capacidad de control. Nunca la había deseado de aquella manera, ni siquiera la primera noche que estuvieron juntos. Estuvieron a punto de no llegar a la cama, pero al tumbarse sobre ella se encontraron el uno al otro con rapidez, y sus anhelos mutuos explotaron instantáneamente. Y su apetito quedó satisfecho.

– Te he echado tanto de menos… -confesó ella de nuevo.

Se había sentido tan sola sin él.

– No tanto como yo a ti -le confió él.

– ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?

Vaciló antes de contestar. Ahora le parecía tan poco, a pesar de que al principio había tenido la impresión de que el permiso concedido era un verdadero regalo.

– Tres días. No es mucho, pero tendrá que bastarnos. Confío en poder regresar por Navidades.

Para eso sólo faltaba un mes y al menos la dejaría con algo que esperar cuando se marchara. Pero en estos momentos no podía soportar la idea de que volviera a partir.

Permanecieron juntos en la cama durante largo rato y luego oyeron a Emanuelle y al niño al otro lado de la puerta. Sarah se puso un batín y salió a recogerlo.

Entró en la alcoba con Phillip en sus brazos. El pequeño exigía su cena con fuertes lloros y William observó con una sonrisa cómo se alimentaba ávidamente, chupando la leche con ansia, y produciendo toda clase de pequeños y graciosos sonidos.

– Su forma de comportarse en la mesa es espantosa, ¿verdad? -comentó William con una sonrisa burlona.

– Tendremos que educarle -dijo Sarah, cambiándoselo al otro pecho-. Es un cerdito goloso. Quiere estar comiendo todo el día.

– Pues me da la impresión de que lo hace. Casi ha triplicado su tamaño desde que nació y en aquel entonces ya me pareció grande.

– A mí también -dijo ella tristemente.

William pensó entonces en algo que no se le había ocurrido antes, y miró a su esposa con ternura.

– ¿Quieres que lleve cuidado a partir de ahora?

Ella negó con un gesto de la cabeza. Quería tener muchos más hijos con él.

– Pues claro que no, aunque tampoco creo que tengamos necesidad de preocuparnos por eso ahora. No creo que pueda quedar embarazada mientras le amamanto.

– Entonces, tanto más divertido será -bromeó él.

Pasaron los tres días siguientes como en su luna de miel, permaneciendo en la cama la mayor parte del tiempo. Entre las veces que no hacían el amor, ella le llevó por la propiedad, mostrándole todo lo que había hecho en su ausencia. Había trabajado aquí y allá y William quedó muy impresionado al ver los establos.

– ¡Eres realmente genial! -alabó-. Ni yo mismo podría haber hecho todo esto, y mucho menos sin la ayuda de nadie. No sé cómo te las has arreglado para hacerlo.

Ella se había pasado muchas noches martilleando, serrando y clavando clavos hasta pasada la medianoche, con el pequeño Phillip acostado en la cuna, cerca de ella, envuelto en mantas.

– No tenía otra cosa que hacer -dijo ella sonriendo-. Estando tú fuera, no hay gran cosa que hacer aquí.

William observó a su hijo con una sonrisa de satisfacción.

– Espera a que empiece a coger cosas. Tengo la impresión de que te mantendrá muy ocupada.

– ¿Y qué me dices de ti? -le preguntó con tristeza mientras caminaban de regreso al château. Ya casi habían transcurrido los tres días y él se marchaba a la mañana siguiente-. ¿Cuándo volverás a casa? ¿Cómo van las cosas por el mundo exterior?

– Bastante mal.

Le contó lo que sabía, o una parte de lo ocurrido en Varsovia. El gueto, los pogromos, las montañas de cadáveres, entre las que incluso se contaban los de aquellos niños que habían luchado y perdido. Sarah se puso a llorar. Desde Alemania también llegaban malas noticias. Existía el temor de que Hitler pudiera avanzar hacia los Países Bajos, aunque por el momento no lo había hecho. Lo estaban conteniendo lo mejor que podían, pero no era nada fácil.

– Me gustaría creer que todo esto acabará pronto, pero no lo sé. Quizá si lográramos asustar lo suficiente a ese pequeño bastardo, retrocedería. Pero parece tener mucho aguante.

– No quiero que te pase nada -dijo ella, mirándole angustiada.

– Cariño, no me pasará nada. Todos se sentirían en una situación muy embarazosa si me ocurriera algo. Créeme, el Departamento de Guerra me mantendrá envuelto en algodones. Lo que sucede es que los hombres se animan un poco al ver a alguien como yo con uniforme y participando en el mismo juego que ellos.

Tenía ya 37 años y a estas alturas difícilmente le enviarían a primera línea.

– Espero que tengas razón.

– La tengo. Y vendré a verte antes de Navidad.

Empezaba a gustarle la idea de que ella se quedara en Francia. La situación parecía tan frenética y terrible en Inglaterra. Allí, en cambio, todo estaba muy tranquilo en comparación. Casi daba la impresión de que no sucedía nada, si no fuera porque no se veía a hombres por ninguna parte, o al menos jóvenes, y sólo había niños y mujeres.

Pasaron su última noche en la cama hasta que, finalmente, Sarah se quedó dormida en sus brazos. William tuvo que despertarla cuando el bebé se puso a llorar, reclamándola. Se había quedado dormida profundamente, feliz. Una vez que hubo alimentado al bebé, volvieron a hacer el amor y, ya por la mañana, William tuvo que hacer grandes esfuerzos para levantarse.

– Regresaré pronto, cariño -le prometió al marcharse.

Esta vez, su partida no pareció tan desesperada. Se encontraba bien y a salvo y no daba la impresión de que corriera ningún peligro real.

Fiel a su palabra, volvió a verla un mes más tarde, dos días antes de Navidad. Pasó el día de Navidad tranquilamente, en su compañía, y observó algo que no había visto antes, aunque no acababa de comprender la razón.

– Parece que has aumentado de peso -comentó. Ella no estuvo segura de saber si se trataba de un cumplido o de una queja. Había aumentado de peso alrededor de la cintura y en las caderas, y sus pechos parecían más llenos. Sólo había transcurrido un mes desde el primer permiso de William, pero su cuerpo había cambiado y eso le indujo a preguntar-: ¿No podrías estar embarazada de nuevo?

– No lo sé -contestó, con una expresión vaga. Ella también se había preguntado lo mismo en un par de ocasiones. De vez en cuando sentía ligeras náuseas y sólo deseaba dormir-. Yo diría que no.

– Pues yo creo que sí.

William le sonrió y, de repente, empezó a preocuparse. No le gustaba la idea de marcharse y volverla a dejar sola, sobre todo si estaba embarazada. Aquella misma noche hizo un comentario al respecto y le preguntó si estaría dispuesta a acompañarle a Whitfield.

– Eso es una tontería, William. Ni siquiera sabemos si estoy embarazada.

No quería marcharse de Francia, tanto si estaba embarazada como si no. Quería quedarse allí, en su château, trabajando hasta que estuviera completamente restaurado, y ocupándose de cuidar al niño.

– Pero tú piensas que lo estás, ¿verdad?

– Bueno, creo que podría ser.

– ¡Oh, eres una jovencita perversa!

Pero eso no hizo sino excitarle de nuevo. Después de haber hecho el amor, él le entregó el único regalo de Navidad que había podido traerle, un hermoso brazalete de esmeraldas que había pertenecido a su madre. Estaba hecho de grandes piedras cabochón, rodeadas por diamantes muy antiguos, y había sido encargado muchos años antes en Garrard's por un marajá. No se trataba de algo que ella pudiera ponerse cada día, pero cuando él regresara a casa y ambos pudieran ir otra vez a fiestas sería un ornamento espléndido.

– ¿No te desilusiona que no te haya traído algo más?

Se sentía culpable por no haber conseguido nada más para ella, pero realmente no había podido. Cogió aquella joya de la caja fuerte en Whitfield, con la bendición de su madre, en el último momento.

– Esto es terrible -bromeó Sarah-. En realidad, lo que yo deseaba era un juego de herramientas de fontanería. He estado intentando instalar uno de esos condenados lavabos que empezaron a colocar el verano pasado.

– Te amo -dijo él echándose a reír.

Ella le regaló un hermoso cuadro que habían descubierto oculto en el cobertizo, y un reloj de bolsillo antiguo que a ella le robó el corazón, y que había pertenecido a su padre. Se lo había traído consigo a Europa, como un recuerdo de él, y ahora se lo entregó a William para que lo llevara puesto. A William aquel regalo le gustó mucho.

El duque y la duquesa de Windsor pasaron las Navidades en París, ocupados en asistir a acontecimientos sociales, mientras que los Whitfield trabajaban codo con codo, dedicados a reforzar las vigas del cobertizo y a limpiar los establos.

– Esto es una forma endiablada de pasar las Navidades, querida -dijo William, al ver que ambos estaban cubiertos de polvo y de estiércol, con las herramientas en las manos.

– Lo sé, cariño -asintió ella con una mueca burlona-, pero piensa en lo estupendo que quedará este lugar cuando hayamos terminado.

Había dejado ya de intentar convencerla para que le acompañara a Inglaterra. A Sarah le gustaba tanto este lugar, que se sentía como en su propia casa.

Volvió a marcharse la víspera de Año Nuevo y Sarah pasó ese día a solas, en su cama, sosteniendo a su bebé. Confiaba en que aquél fuera un año mucho mejor y que los hombres pudieran regresar pronto a sus hogares. Le cantó una nana a Phillip mientras lo acunaba.

En enero quedó convencida de que volvía a estar embarazada. Se las arregló para encontrar a un viejo médico en Chambord, quien se lo confirmó. Le dijo que aquellos cuentos de vieja según los cuales una mujer no puede quedar embarazada mientras amamanta eran ciertos a veces, pero no siempre. De todos modos, ella se sintió muy feliz con la noticia. El hermano o hermana de Phillip llegaría en agosto. Emanuelle seguía ayudándola, y también ella se mostró entusiasmada con la noticia. Prometió hacer todo lo que pudiera por ayudar a la duquesa con el nuevo bebé. Pero Sarah también confiaba en que William pudiera estar en casa para entonces. No tenía miedo, sino que se sentía contenta. Le escribió a William, comunicándole la noticia, y él le contestó que se cuidara y diciéndole que regresaría en cuanto pudiera.

Pero en lugar de darle permiso, lo destinaron a Watton, en Norfolk, al Escuadrón 82 del mando de bombarderos, y volvió a escribirle comunicándole que ahora ya no tenía esperanzas de poder volver a Francia por lo menos durante varios meses. Mencionó que deseaba que se trasladara a París en julio y que, en caso de necesidad, podía quedarse a vivir con los Windsor. Pero no quería que tuviera al niño ella sola en el château, sobre todo sí él no podía estar presente, aunque confiaba en poder acudir.

En marzo recibió otra carta de Jane, que había tenido una niña a la que llamaron Helen. Pero Sarah se sentía ahora extrañamente alejada de su familia, como si ya no formaran una parte íntima de su propia vida, como había ocurrido en el pasado. Intentó mantenerse al corriente de las noticias, pero las cartas tardaban mucho en llegar, y muchos de los nombres que se citaban en ellas le resultaban desconocidos. Había llevado una vida completamente apartada de ellos durante el último año y medio, y ahora todos parecían hallarse muy lejos. Se hallaba totalmente inmersa en su propia vida con su hijo, dedicada a restaurar el château y a enterarse de las noticias que se iban produciendo en Europa.

Oía por la radio todos los boletines de noticias que podía, leía el periódico asiduamente, y prestaba atención a los rumores. Pero las noticias nunca eran buenas, o esperanzadoras. En sus cartas, William prometía que trataría de volver pronto. Pero, en la primavera de 1940, Hitler parecía haberse detenido, y William y algunos de sus amigos empezaron a preguntarse si no estaría dispuesto a retroceder. En Estados Unidos denominaron a ese período la «Guerra Falsa», pero para los pueblos de los países ocupados por Hitler se trataba de algo muy real y, desde luego, nada falso.

Los Windsor la invitaron a una cena en París a finales de abril, a la que ella no asistió. No quería dejar a Phillip solo, aunque confiaba en Emanuelle. Además, ya estaba embarazada de cinco meses y no le parecía correcto salir de fiesta sin William. Les envió una amable nota, disculpando su ausencia, y a principios de mayo pilló un fuerte resfriado, por lo que se encontraba en la cama el día 15, cuando los alemanes invadieron Holanda. Emanuelle subió a toda prisa la escalera para comunicárselo. Hitler volvía a atacar y Sarah bajó a la cocina para ver si podía sintonizar alguna emisora y oír las noticias en la radio.

Se pasó toda la tarde pendiente de todos los boletines informativos que pudo sintonizar, y al día siguiente trató de llamar por teléfono a Wallis y a David, pero los criados le comunicaron que la mañana anterior se habían marchado a Biarritz. Por lo visto, el duque se había llevado a la duquesa hacia el sur, para velar por su seguridad.

Sarah regresó a la cama y una semana más tarde el resfriado evolucionó hasta convertirse en una fuerte bronquitis. Luego, se lo contagió al bebé y estuvo tan ocupada cuidándolo que apenas si comprendió lo que ocurría cuando oyó en la radio la noticia de la evacuación de Dunquerque. ¿Qué les había ocurrido? ¿Cómo les habían obligado a retroceder?

Cuando Italia entró en guerra contra Francia e Inglaterra, Sarah empezó a sentir pánico. La noticia era terrible, y los alemanes atacaban Francia y todo el mundo se sentía aterrorizado, pero nadie sabía a dónde ir ni qué hacer. Sarah sabía que nunca se someterían a los alemanes, pero ¿y si bombardeaban Francia? Sabía que William y los padres de ella debían de estar muy preocupados por su seguridad, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con ellos. Se hallaban aislados del resto del mundo. No había podido ponerse en contacto telefónico con Inglaterra o Estados Unidos. Fue imposible establecer la conexión.

El 14 de junio, ella y todo el mundo se quedó con la boca abierta al oír las noticias. El Gobierno francés había declarado París ciudad abierta. Se la entregaban de hecho a los alemanes que, al anochecer, entraron en la capital a oleadas. Francia había caído ante los alemanes. Sarah apenas si podía creerlo. Permaneció sentada, mirando a Emanuelle, mientras oían las noticias y la joven empezó a llorar.

Ils vont nous tuer… -gimió-. Nos matarán a todos.

– No seas tonta -dijo Sarah, tratando de que su voz sonara firme y confiando en que la muchacha no viera cómo le temblaban las manos-. No nos van a hacer nada. Somos mujeres. Y tal vez ni siquiera aparecerán por aquí. Sé razonable, Emanuelle, y tranquilízate.

Pero ni ella misma creía demasiado en sus propias palabras.

William había tenido razón. Debería haber abandonado Francia pero ahora ya era demasiado tarde. Había estado tan ocupada cuidando a Phillip, que no se había dado cuenta de las señales de peligro, y ahora ya no podía ni huir hacia el sur, como habían hecho los Windsor. No habría llegado muy lejos con un niño en los brazos, y embarazada de siete meses.

– ¿Qué haremos, madame?-preguntó Emanuelle con la sensación de que debía protegerla, como le había prometido a William que haría.

– Absolutamente nada -contestó Sarah con serenidad-. Si llegan hasta aquí, no tenemos nada que ocultar, nada que ofrecerles. Lo único que tenemos es lo que cultivamos en el jardín. No tenemos ni plata ni joyas.

De repente, recordó el brazalete de esmeraldas que William le había regalado por Navidad, y las pocas joyas que había traído consigo, como su anillo de pedida y los primeros regalos de Navidad que William le había comprado en París. Pero podía ocultar aquellas joyas, puesto que no eran muchas, y si se veía obligada a hacerlo, podía entregarlas para salvar sus vidas.

– No tenemos nada que ellos puedan querer, Emanuelle. Somos dos mujeres solas y un bebé.

A pesar de todo, aquella noche se llevó uno de los revólveres de William a la cama, y durmió con Phillip a su lado y el arma bajo la almohada. Ocultó las joyas bajo las tablas del suelo, en la habitación del niño, y luego las volvió a clavetear y colocó sobre ellas la alfombra de Aubusson.

No ocurrió nada en los cuatro días siguientes. Acababa de llegar a la conclusión de que estaban tan seguras como siempre, cuando en el allée apareció un convoy de vehículos militares, y un grupo de soldados con uniforme alemán saltó de los vehículos y corrió hacia ella. Dos de ellos la apuntaron con sus armas, indicándole que levantara las manos, pero no pudo hacerlo porque sostenía a Phillip en sus brazos. Sabía que Emanuelle estaba en la cocina, retirando los platos del desayuno, y rezó para que no le atacara el pánico cuando los viera.

A gritos le ordenaron que se moviera y se colocó donde ellos querían, pero trató de parecer imperturbable, a pesar de que sostenía a Phillip con manos temblorosas, y se dirigió a ellos en inglés.

– ¿Qué puedo hacer para ayudarles? -preguntó con serenidad y una gran dignidad, tratando de imitar en lo posible el porte aristocrático y dominante de William.

Le hablaron en alemán durante un rato, y luego otro militar, evidentemente de graduación superior, se dirigió a ella. Tenía una mirada turbia y una boca pequeña y nauseabunda, pero Sarah hizo esfuerzos por mantenerse imperturbable.

– ¿Es inglesa?

– Estadounidense.

Eso pareció desconcertarle por un momento, y habló en alemán con los otros, antes de dirigirse de nuevo a ella.

– ¿Quién es el propietario de esta casa? ¿De este terreno? ¿De la granja?

– Yo -contestó con firmeza y en voz bastante alta para que todos la oyeran-. Soy la duquesa de Whitfield.

Hablaron entre ellos en alemán. El hombre le hizo gestos apuntándola con el arma, haciéndola oscilar hacia un lado.

– Vamos adentro.

Ella se mostró de acuerdo, y entraron en la casa. Al hacerlo, oyó un grito procedente de la cocina. Evidentemente, habían asustado a Emanuelle, y dos de los soldados la sacaron, encañonándola con sus armas. La muchacha lloraba, y echó a correr hacia Sarah, que la rodeó por los hombros con un brazo. Temblaban, pero en el rostro de Sarah no había nada que pudiera indicarles lo muy asustada que estaba. Era la verdadera imagen de una duquesa.

Un grupo de soldados se quedó de guardia para vigilarlas, mientras los demás registraban la casa. Cuando acabaron, una nueva hilera de vehículos militares subía por el camino. El oficial al mando se acercó a ella y le preguntó dónde estaba su esposo. Contestó que no estaba en casa, y él le mostró el revólver que habían encontrado bajo la almohada de su cama. Sarah aparentó no sentirse nada impresionada, y le sostuvo la mirada. Mientras estaba allí de pie, apareció un oficial delgado y alto, procedente de uno de los camiones que acababan de llegar. El hombre al mando del pelotón le dijo algo, le mostró el revólver y señaló a las mujeres al tiempo que daba sus explicaciones. Luego, indicó con un gesto la casa, explicando, sin duda alguna, lo que había encontrado en ella. También le oyó pronunciar la palabra amerikaner.

– ¿Es usted estadounidense? -preguntó el nuevo oficial con un educado tono británico en el que sólo se percibía un leve acento alemán.

Hablaba un inglés excelente y parecía muy distinguido.

– Lo soy. Soy la duquesa de Whitfield.

– ¿Su esposo es británico? -preguntó tranquilamente, mirándola profundamente a los ojos.

En cualquier otro lugar y momento, a ella le habría parecido un hombre atractivo, a quien podría haber conocido en una fiesta. Pero no era eso lo que sucedía aquí. Estaban en guerra y ambos mantenían las distancias.

– Sí, mí esposo es británico – se limitó a contestar.

– Comprendo. -Hubo una larga pausa mientras él no dejaba de mirarla, y no se mostró indiferente al aspecto que ofrecía su vientre-. Lamento informarle, Su Gracia -dijo, dirigiéndose a ella con toda amabilidad-, que debemos requisar su casa. Pronto llegarán tropas aquí.

Al oír sus palabras, sintió que la impotencia y la rabia le recorrían todo el cuerpo, pero no demostró sus emociones y se limitó a asentir.

– Comprendo… -Unas lágrimas aparecieron en sus ojos. No sabía qué decirle. Le iban a quitar su hogar, una casa en la que había trabajado tanto. ¿Y si no lograba recuperarla nunca? ¿Y si la perdía, o la destruían? -. Yo… -balbuceó.

El oficial miró a su alrededor un momento.

– ¿Hay… alguna otra casa más pequeña? ¿Algún lugar donde usted y su familia puedan alojarse mientras estemos aquí?

Ella pensó en los establos, pero eran demasiado grandes y con toda seguridad también los querrían para utilizarlos como barracones. Entonces pensó en la casa del guarda, donde vivía Emanuelle, y donde ella misma se había alojado al principio, con William. Sería un lugar adecuado para ella, Emanuelle, Phillip y el bebé cuando naciera.

– Sí, la hay -contestó con sequedad.

– ¿Me permite invitarla a que se quede allí? -Se inclinó ante ella con dignidad prusiana y sus ojos le dirigieron una mirada amable y llena de disculpas-. Siento mucho… tener que pedirle que se traslade ahora mismo. -Dirigió una mirada hacia el vientre donde estaba el bebé que nacería en agosto-, pero me temo que van a venir muchas tropas.

– Comprendo.

Intentó hablar dignamente, como lo haría una duquesa, pero de repente se sintió como una joven de veintitrés años, y muy asustada.

– ¿Cree que habrá podido trasladar todo lo que necesite para esta misma noche? -preguntó el oficial con amabilidad.

Ella asintió con un gesto. Tampoco tenía tantas cosas, sólo ropas de trabajo y unos pocos trajes y vestidos, y William tampoco había dejado mucho. Habían trabajado tan duro que no les había parecido necesario traerse todo lo de Inglaterra.

Casi no podía creer lo que estaba haciendo mientras preparaba sus ropas, junto con algunos pocos enseres de uso personal. No tuvo tiempo para coger sus joyas, ocultas bajo las tablas del piso de la habitación del niño, pero sabía que allí estarían a salvo. Metió su ropa, la de William y la del bebé en maletas, y Emanuelle la ayudó a recoger las cosas de la cocina, algunos alimentos, jabón, sábanas y toallas. Aquello representó mucho más trabajo del que había imaginado, y el bebé se pasó todo el día llorando, como si supiera que había sucedido algo terrible. Eran ya las seis de la tarde cuando Emanuelle terminó de trasladarlo todo a la casa del guarda, y Sarah permaneció por un último momento en su habitación, donde había nacido Phillip y había concebido a su segundo hijo, la misma habitación que había compartido con William. Ahora, le parecía un sacrilegio abandonarla a los militares, pero no cabía otra posibilidad y mientras permanecía allí, observándolo todo a su alrededor, impotente, llegó uno de los soldados, uno al que no había visto antes y la obligó a salir de la estancia a punta de cañón.

Schnell! -le gritó.

«¡Rápido!» Bajó la escalera con toda la dignidad que pudo pero las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Al pie de la escalera, el soldado la golpeó en el vientre con la culata del rifle y entonces se oyó un potente rugido, la voz de un hombre capaz de provocar temor en un instante. El soldado saltó inmediatamente hacia atrás, y el comandante se aproximó a ellos. Era el mismo hombre que aquella mañana se había dirigido a ella en un inglés excelente. Ahora, ladró contra el soldado, con una voz tan gélida y controlada que el hombre casi tembló. Luego se volvió y se inclinó ante Sarah en actitud de disculpa, antes de salir corriendo del edificio. El comandante la miró consternado. Parecía profundamente molesto por lo que acababa de suceder. A pesar de los esfuerzos que ella hacía por parecer imperturbable, el oficial se dio cuenta de que estaba temblando.

– Le ruego disculpe los increíbles malos modales de mi sargento, Su Gracia. No volverá a suceder. ¿Me permite que la acompañe hasta su nueva casa?

«Ya estoy en mi casa», hubiera querido decirle, pero al mismo tiempo se sentía agradecida por el hecho de que hubiera controlado al sargento. Aquel hombre podía haberle disparado al estómago, sólo por divertirse. Aquel simple pensamiento la hizo estremecer.

– Gracias -le dijo fríamente.

Era una larga distancia, y se sentía agotada. El bebé le había estado dando patadas durante todo el día, percibiendo, evidentemente, la cólera y el terror que ella sentía. Lloró mientras iba recogiendo todas sus cosas y ahora, al subir al coche, se sentía completamente exhausta. El oficial puso el vehículo en marcha, observado por varios soldados. Con su actitud amable, quería establecer un precedente para que todos lo siguieran al pie de la letra. Y ya se lo había explicado a sus hombres. No debían tocar a las mujeres del lugar, ni disparar contra ningún animal de compañía por diversión, ni aventurarse por el pueblo borrachos. Tenían que controlarse en cada momento si no querían enfrentarse a él y arriesgar un posible viaje de regreso a Berlín para ser destinados a cualquier otra parte. Los soldados prometieron obedecer sus órdenes.

– Soy el comandante Joachim von Mannheim -se presentó con amabilidad-. Y nos sentimos muy agradecidos por permitirnos utilizar su casa. Siento mucho la imposición, así como las molestias que pueda ocasionarle. -Mientras conducía por el allée, se volvió a mirarla-. La guerra es algo muy difícil. -Su propia familia había sufrido graves pérdidas durante la primera. Luego, sorprendió a Sarah haciéndole una pregunta sobre el bebé-: ¿Para cuándo lo espera?

Parecía sorprendentemente humano, a pesar del uniforme que llevaba, pero ella no estaba dispuesta a olvidar quién era o para quién combatía. Se dijo una y otra vez que era la duquesa de Whitfield, y que debía ser amable con ellos, pero nada más.

– Por lo menos para dentro de dos meses -contestó con brusquedad, pensando en por qué le habría hecho esa pregunta.

Quizá tuvieran la intención de enviarla a alguna parte. Aquella idea era terrorífica y deseó, más que nunca, haberse marchado a Whitfield. Pero ¿quién habría podido imaginar que Francia caería y que los franceses se entregarían a los alemanes?

– Para entonces ya tendremos médicos aquí -le aseguró él-. Vamos a utilizar su casa para alojar a los soldados heridos, como una especie de hospital. Y sus establos les vendrán muy bien a mis hombres. En la granja abundan los alimentos. -Se volvió a mirarla con una expresión de disculpa en el momento en que llegaron a la casa, donde la esperaba Emanuelle con Phillip en los brazos-. Me temo que ésta es una situación ideal para nosotros.

– Sí, muy afortunado para ustedes -dijo Sarah secamente.

Desde luego, no era ideal para ellas y su hijo. Habían perdido su hogar, a manos de los alemanes.

– En efecto. -La observó mientras bajaba del coche y tomaba a Phillip en sus brazos-. Buenas noches, Su Gracia.

– Buenas noches, comandante -dijo ella.

Pero no le dio las gracias por haberla acompañado y no dijo una sola palabra más, sino que se limitó a entrar en la casita que ahora se había convertido en su nuevo hogar.


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