20

Durante los cuatro años siguientes, Julian y las dos tiendas mantuvieron considerablemente ocupados a William y a Sarah. El negocio seguía creciendo en las dos joyerías y finalmente Sarah aceptó ampliar la de París, aunque mantuvieron la de Londres tal como estaba, a pesar de la excelente cifra de negocios que alcanzaba. Era un establecimiento elegante, discreto y, lo que era más importante, conforme al gusto de los británicos. Y tanto Emanuelle como Nigel habían seguido desarrollando un trabajo excelente. Sarah se sentía muy contenta cuando apagó las velas de la tarta de cumpleaños. Acababa de cumplir los 39 años. Phillip se encontraba en el château, con ellos. Había cumplido ya los dieciséis y era casi tan alto como su padre y ardía en deseos de volver a Whitfield. Iba a visitar a unos amigos, y sólo se había quedado para el cumpleaños de Sarah porque su padre le dijo que tenía que hacerlo. Ella deseaba que se quedara y celebrara su propio cumpleaños con ellos, pero Phillip no demostró el menor interés. Y en julio también se las arregló para olvidar el quinto cumpleaños de Julian. La familia no parecía tener una gran importancia para Phillip. En realidad, parecía evitarla cuidadosamente. Era casi como si hubiera levantado una barrera y jamás permitía a nadie que la cruzara. Cuando volvió a marcharse, Sarah se lo tomó estoicamente. A lo largo de los años, poco a poco, había aprendido algo de William.

– Supongo que somos afortunados por el hecho de que se digne venir siquiera -le comentó a William el día que se marchó-. Lo único que quiere hacer es jugar al polo, estar en compañía de sus amigos y permanecer el mayor tiempo posible en Whitfield.

Finalmente, acordaron dejarle ir allí solo en los fines de semanas y de vez en cuando por vacaciones, y también le dieron permiso para llevarse a amigos, siempre y cuando invitara también a alguno de sus profesores. Fue un arreglo que pareció convenir a todos, y muy especialmente a Phillip.

– ¿No te llama la atención lo inglés que es él, y lo francés que es Julian?

En efecto, todo lo que rodeaba a su hijo menor era increíblemente francés. Prefería hablar francés con ellos, le encantaba la vida en el château, y prefería París a Londres.

Les anglais me font peur -decía siempre-. Los ingleses me dan miedo.

Sarah le decía que eso no tenía sentido, puesto que su propio padre era inglés y él mismo también pese a que, como segundo hijo, no heredaría el título. Cuando creciera sería, tan sólo, lord Whitfield. A veces, las tradiciones británicas le parecían a Sarah excesivamente quijotescas. Pero no creía que nada de eso le importara alguna vez a Julian. Era un niño tan feliz y bondadoso que nunca nada le molestaba, ni siquiera la indiferencia de su hermano mayor. Ya de pequeño había aprendido a mantenerse alejado de él y a dedicarse a sus propias cosas, y eso parecía adaptarse perfectamente a ambos. El niño adoraba a sus padres, a los amigos, los animales de compañía, la gente que trabajaba en el château y le encantaba visitar a Emanuelle. En realidad, amaba a todos y a todo, y a cambio era querido por todo aquel que le conociera.

Sarah estaba pensando en ello una tarde, de septiembre, mientras colocaba una flores sobre la tumba de Lizzie. Todavía iba con regularidad, mantenía limpio el lugar y, sin poderlo evitar, siempre lloraba cuando iba. Era increíble que la echara tanto de menos después de aquellos once años transcurridos. Ahora, la niña habría cumplido quince años, tan encantadora, tan dulce… Los ojos de Sarah se nublaron por las lágrimas mientras cortaba algunas de las flores y aplanaba la tierra blanda sobre la que crecían. Oyó entonces las ruedas de la silla de William que se aproximaba. Últimamente, él no se había sentido muy bien. La espalda le molestaba bastante y, aunque nunca se quejaba, Sarah sabía que el reumatismo de sus piernas había empeorado durante el invierno anterior.

Notó la mano que se posaba sobre su hombro y se dio la vuelta, con lágrimas en los ojos para acercarse a él, que le limpió tiernamente las lágrimas de las mejillas y se las besó.

– Mi pobre cariño… -Observó la cuidada tumba-, y la pobre y pequeña Lizzie.

Él también lamentaba que Sarah no hubiera tenido ninguna hija para consolarla, aunque la presencia de Julian constituía una gran fuente de alegría para ambos, y él aceptaba a Phillip por lo que era. Pero a pesar de no haber conocido a su hija, de no haber visto nunca su rostro, también la echaba de menos.

Sarah se volvió y terminó lo que estaba haciendo. Luego se sentó a su lado, sobre el suelo, y aceptó el pañuelo perfectamente planchado que él le tendió.

– Lo siento…, no debería llorar así después de tanto tiempo.

Pero siempre que acudía allí recordaba aquel pequeño cuerpo caliente apretado contra el suyo, las pequeñas manos rodeándole el cuello, hasta que se quedó quieta y dejó de respirar.

– Yo también lo siento -dijo él sonriéndole-. Quizá debiéramos tener otro hijo.

Sarah sabía que sólo bromeaba y le sonrió.

– A Phillip le encantaría.

– Podría sentarle muy bien. Es un joven muy egocéntrico.

En esta ocasión, al mostrarse tan impaciente y poco amable con su madre, le había molestado.

– No sé a quién puede parecerse. Tú, desde luego, no eres así, yo espero que tampoco. Julian adora a todo el mundo, y tu madre era tan dulce. Mis padres también fueron personas muy amables, así como mi hermana.

– Tiene que haber en mi pasado algún rey visigodo, o un normando salvaje. No lo sé. Pero no cabe la menor duda de que Phillip es Phillip.

Lo único que le importaba ahora era Whitfield, Cambridge y la tienda de Londres. Eso le fascinaba, y siempre que estaba allí le hacía a Nigel mil preguntas, que divertían al hombre. Procuraba contestarlas todas, le enseñaba todo lo que sabía sobre las piedras y le aleccionaba sobre las cuestiones más importantes relacionadas con el tamaño, la calidad, la claridad y los engarces. Pero Phillip tenía otras muchas cosas que hacer antes de que pudiera pensar en entrar a trabajar en Whitfield's.

– Quizá debiéramos irnos a alguna parte este año -dijo Sarah mirando a William, y observó que tenía aspecto de cansado. A sus 52 años, había soportado mucho en la vida y a veces lo acusaba. Iba detrás de ella de un lado a otro, de París a Londres y vuelta a empezar. Pero al año siguiente, cuando Julian empezara a ir a la escuela en La Marolle, tendrían que pasar más tiempo en el château. Este sería el último año en el que realmente podrían viajar-. Me gustaría ir a Birmania y a Thailandia para ver algunas piedras -añadió con aire pensativo.

– ¿De veras? -preguntó William, sorprendido.

Ella había ido adquiriendo unos conocimientos sorprendentes sobre piedras preciosas durante los seis años que llevaban en el negocio, y demostraba una gran capacidad de selección acerca de lo que compraba y a quién. Gracias precisamente a eso, Whitfield's había adquirido una reputación impecable. Las cifras de ventas habían aumentado tanto en Londres como en París. La reina había vuelto a comprarles en varias ocasiones, así como el duque de Edimburgo, y confiaban en que no tardarían en obtener el certificado real.

– Me encantaría viajar. Incluso podríamos llevarnos a Julian con nosotros.

– Qué romántico -se burló William, aunque sabía muy bien que a ella le gustaba tenerlo siempre cerca-. En ese caso, ¿por qué no organizo algo para los tres? Y podríamos llevarnos a una niñera para que nos ayudara con Julian. Podríamos viajar al Oriente y estar de regreso para Navidades.

Sería un viaje largo, y ella sabía que cansado para él, pero les sentaría bien a ambos.

Partieron en noviembre y llegaron a Inglaterra en Nochebuena, cuando se encontraron con Phillip en Whitfield. Habían estado fuera durante más de seis semanas y tenían muchas anécdotas que contarle sobre cacerías de tigres en la India, visitas a la playa en Thailandia y Hong Kong, innumerables templos y rubíes y esmeraldas…, y joyas maravillosas. Sarah se había traído consigo una verdadera fortuna en piedras preciosas. Y Phillip se mostró fascinado con ellas y con todo lo que le contaron sus padres. Por una vez, fue agradable con su hermano menor.

A la semana siguiente, cuando Sarah le enseñó todos sus tesoros a Nigel, éste los contempló con respeto y le aseguró que había sabido comprar bien. A Emanuelle le encantaron algunas joyas compradas a un marajá indio, que se llevó a París, y también quedaron encantadas las damas que terminaron por comprarlas.

Había sido un viaje fabuloso y un otoño productivo para ellos, pero todos se sintieron felices de regresar al château. La muchacha que se habían llevado consigo tuvo maravillosas historias que contar a su familia, y a Julian le encantó estar de nuevo en el hogar, con sus amigos, lo mismo que a Sarah. Había hablado poco al respecto, pero lo cierto era que, aun cuando William parecía haber mejorado de salud durante el viaje, ella había pillado algún microbio en la India y no se lo podía quitar de encima. Le ocasionaba continuas molestias en el estómago e hizo lo posible por no quejarse, pero cuando llegaron al château estaba muy preocupada. No quería que William se preocupara también, y trató de tomárselo a la ligera, pero incluso estando en casa apenas si podía comer. Finalmente, a la siguiente ocasión que fueron a París, a finales de enero, fue al médico, que le hizo unos análisis, le dijo que no se trataba de nada grave y le pidió que volviera a verle. Para entonces, sin embargo, ya se encontraba un poco mejor.

– ¿Qué cree usted que es? -le preguntó al doctor, realmente preocupada ya que apenas había probado una comida decente desde noviembre.

– Creo que se trata de algo muy sencillo, madame -le contestó el médico con serenidad.

– Eso es reconfortante.

Pero seguía molesta consigo misma por haberlo contraído, fuera lo que fuese. Gracias a Dios, Julian no se había visto afectado, aunque ella había llevado mucho cuidado con lo que comía y bebía. No quería que el pequeño se pusiera enfermo en el extranjero. Pero con ella misma había sido mucho menos cuidadosa.

– ¿Tiene usted algún plan para el próximo verano, madame? -preguntó el médico con una ligera sonrisa.

Sarah empezó a sentir pánico. ¿Estaría sugiriendo acaso una operación quirúrgica? Pero para entonces todavía faltaban siete meses y, entonces, de repente, creyó entenderlo. Pero no podía ser. Otra vez no. Esta vez no podía ser.

– No sé…, ¿por qué? -contestó confusa.

– Porque creo que tendrá usted un hijo en agosto.

– ¿Yo? -A su edad, no lo podía creer. Cumpliría 40 años en agosto. Había oído contar historias raras con anterioridad y ella todavía no había alcanzado la menopausia. Seguía teniendo el mismo aspecto de siempre, pero no se puede engañar al calendario. Y 40 años… eran 40 años-. ¿Está seguro?

– Así lo creo. Aunque quisiera hacerle una prueba más para asegurarme del todo.

Se la hizo y, en efecto, estaba embarazada. Se lo comunicó a William en cuanto el médico lo confirmó.

– Pero a mi edad…, ¿no te parece absurdo?

En cierta medida, esta vez, se sentía como un poco avergonzada.

– No es nada absurdo -dijo él, muy entusiasmado-. Mi madre tenía muchos más años que tú cuando me tuvo a mí, y me encuentro perfectamente bien y ella sobrevivió. -La miró con expresión de felicidad-. Además, ya te dije que deberíamos tener otro hijo.

Y, en esta ocasión, él también deseaba que fuera niña.

– Vas a volver a enviarme a aquella espantosa clínica, ¿verdad? -preguntó Sarah mirándole rencorosa, y él se echó a reír.

Había momentos en que Sarah seguía pareciéndole como una niña, aunque fuera una mujer muy hermosa.

– Bueno, no estoy dispuesto a actuar nuevamente de comadrona, y menos a tu edad -dijo bromeando y ella fingió enfadarse.

– ¿Lo ves? Piensas que ya soy demasiado vieja. ¿Qué pensará la gente?

– Que somos muy afortunados… y que no nos hemos comportado muy bien, me temo -siguió bromeando.

Sarah no tuvo más remedio que echarse a reír. Tener un hijo a los 40 años le parecía un poco ridículo, pero debía admitir que también se sentía sumamente complacida. Había disfrutado mucho con Julian, pero ya no era un bebé, a los cinco años, y en septiembre empezaría a ir a la escuela.

Emanuelle se quedó un poco asombrada cuando Sarah se lo comunicó, en el mes de marzo, y Nigel se sintió desconcertado al enterarse, aunque le expresó amablemente sus felicitaciones. Las dos tiendas funcionaban tan bien que ya no necesitaban de la atención constante de Sarah, quien se pasaba la mayor parte del tiempo en el château donde, como siempre, Phillip se les unió en el verano. Hizo muy pocos comentarios sobre el embarazo de su madre, convencido de que era de mal gusto hasta hablar de ello.

Esta vez Sarah se salió con la suya y persuadió a William para que no la hiciera marcharse de allí. Llegaron a un compromiso y acordaron desplazarse al nuevo hospital de Orléans, que no estaba tan de moda como lo había estado aquella clínica, pero que era muy moderno y William se sintió satisfecho con el médico local.

Se las arreglaron para celebrar el cumpleaños de Sarah y pasárselo bien y esta vez hasta Phillip estuvo contento. Salió para Whitfield por la mañana, para pasar las últimas vacaciones antes de ingresar en Cambridge. La noche antes de su partida, Sarah tuvo molestias y, una vez acostado Julian, miró a William con una expresión extraña.

– No estoy segura de saber lo que pasa, pero me noto algo rara -dijo, pensando que quizá debía advertirle.

– Quizá debiéramos llamar al médico.

– Me sentiría como una boba. Todavía no tengo dolores. Sólo que me siento… -Intentó describírselo mientras él la observaba con evidente nerviosismo-. No sé…, como sí estuviera pesada…, bueno, algo más que pesada, y como si quisiera moverme todo el rato o algo así.

Experimentaba una extraña presión.

– Quizá el niño está empujando o algo. -Éste no era tan grande como habían sido los otros, pero sí lo bastante para hacerla sentirse incómoda durante las últimas semanas, y la criatura no había dejado de moverse-. ¿Por qué no tomas un baño caliente, te echas en la cama y a ver cómo te encuentras después? -Y entonces la miró con firmeza. La conocía demasiado bien y no confiaba del todo en ella-. Pero quiero que me digas lo que está pasando. No quiero que esperes hasta el último minuto y luego no tengamos tiempo de llegar al hospital. ¿Me has oído, Sarah?

– Sí, Su Gracia – contestó burlona.

William le sonrió y ella se marchó a tomar el baño. Una hora más tarde estaba tumbada en la cama, experimentando la misma presión. Para entonces, ya había llegado a la conclusión de que se trataba de una indigestión, y no de los dolores del parto.

– ¿Estás segura? -preguntó él cuando regresó para comprobar cómo se encontraba. Había en su aspecto algo que le ponía nervioso.

– Te lo prometo -dijo ella con una mueca.

– Muy bien. Procura entonces mantener las piernas cruzadas.

Pasó a la otra habitación para echar un vistazo a unos balances de las tiendas, y Emanuelle llamó desde Montecarlo para saber cómo estaba, y charló un rato con ella. Su relación con Jean-Charles de Martin había terminado dos años antes, y ahora había iniciado otra mucho más peligrosa con el ministro de Finanzas.

– Querida, ten cuidado -le advirtió Sarah, ante lo que su vieja amiga se echó a reír.

– ¡Mira quién habla!

Emanuelle se había burlado un poco de ella por el hecho de haber quedado embarazada.

– Muy divertido.

– ¿Cómo te encuentras?

– Estupendamente. Gorda y aburrida, y creo que William se está poniendo un poco nervioso. Pasaré por la tienda en cuanto pueda, una vez hayas vuelto de las vacaciones.

Tal y como hacían todos los años, cerraban durante el mes de agosto, pero volverían a abrir en septiembre.

Charlaron un rato más y cuando colgó Sarah volvió a caminar por la habitación. Parecía tener necesidad de ir continuamente al cuarto de baño.

Pero cada vez que salía volvía a pasear por la habitación. Luego bajó a la cocina y volvió a subir, y todavía estaba caminando cuando William entró en el dormitorio.

– Pero ¿qué estás haciendo, por el amor de Dios?

– Es muy incómodo tener que permanecer tumbada, y me siento inquieta.

Para entonces ya sentía un agudo dolor en la espalda y casi como si arrastrara el vientre por el suelo. Volvió a entrar en el cuarto de baño y sin previo aviso, al regresar al dormitorio, notó un fortísimo dolor que pareció atravesarla, un dolor que se iniciaba en la espalda, que la obligó a doblarse sobre sí misma. Y de pronto lo único que deseó hacer fue quedarse donde estaba y empujar hacia fuera el bebé. El dolor no cejó ni un momento, y seguía presionándola, desde la espalda hasta el vientre y más abajo. Apenas si podía sostenerse en pie cuando se sentó, y William se aproximó en seguida al ver la expresión de su rostro. La montó sobre la silla de ruedas y la llevó a la cama atemorizado.

– ¡Sarah, me vas a hacer lo mismo otra vez! ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé -contestó sin casi poder hablar-. Creía que era… una indigestión, pero ahora está empujando tan fuerte… Es…, oh, Dios, William. ¡Estoy de parto!

– ¡No, esta vez no!

Se negó categóricamente a permitir que volviera a suceder. La dejó un instante en la alcoba, y se dirigió al teléfono para llamar al hospital y pedirles que enviaran una ambulancia. Ella tenía esta vez 40 años, y no 23, y no estaba dispuesto de nuevo a arriesgarse con otro bebé de cinco kilos. Pero ella le llamaba a gritos cuando colgó; en el hospital le aseguraron que llegarían en seguida. Estaban a veinte minutos de distancia y el médico ya se encontraba en camino.

En cuanto llegó a su lado, ella se agarró a su camisa y aferró su mano. No gritaba, pero parecía sentir una angustia terrible, y estaba sorprendida y asustada.

– Sé que está naciendo…, William…, ¡lo noto! -le gritaba. Estaba sucediendo todo con tanta rapidez, y tan de improviso… -. Ya puedo sentir su cabeza… ¡Está saliendo… ahora! -gritó ella.

Permaneció allí tumbada, gritando y empujando alternativamente, y William le levantó con rapidez el camisón y vio la cabeza del bebé, que justo apuntaba en ese momento, tal y como la había visto la vez anterior. Sólo que entonces tardó horas en salir, después de muchos dolores y esfuerzos, mientras que en esta ocasión nada parecía capaz de detenerla.

– ¡William! ¡William! ¡No…, no puedo hacerlo! ¡Haz que se pare!

Pero nada podía detener a este bebé. La cabeza se abría paso implacablemente, surgiendo de su madre, y un momento más tarde apareció un pequeño rostro que le miraba con unos ojos muy brillantes, y una boca rosada y perfecta que lloraba, y los dos lo vieron. Instantáneamente, William se inclinó para ayudarla. Intentó que Sarah se relajara y, un instante después, que volviera a empujar y de repente quedaron libres los hombros, y los brazos y, a continuación, a toda velocidad, el resto del cuerpo. Era una hermosa niña, que parecía absolutamente furiosa con los dos, mientras Sarah permanecía echada en la cama, con una expresión incrédula. Los dos quedaron asombrados por la fuerza del parto. Había sido tan violento y tan rápido. Apenas un momento antes había estado hablando con Emanuelle por teléfono y luego, de repente, ya estaba dando a luz. Y todo el alumbramiento había durado menos de diez minutos.

– Recuérdame que no vuelva a confiar en ti -le dijo William con un hilo de voz, luego la besó.

Esperó a que llegara el médico para cortar el cordón, y las envolvió a ambas en sábanas y toallas limpias. La recién nacida ya se había aplacado un tanto, al mamar del pecho de su madre y no sin dirigirle alguna que otra mirada ocasional de enojo por haber sido expulsada tan bruscamente de su cómodo y agradable alojamiento.

Los dos estaban sonrientes cuando llegó el médico, unos veinte minutos más tarde. Se disculpó profusamente, explicando que había acudido todo lo rápido que había podido. Al fin y al cabo, se trataba del cuarto hijo de Sarah y no había forma de saber que esta vez todo sería así de precipitado.

Los felicitó a ambos, declaró que la niña estaba perfectamente, y cortó el cordón que William había atado con un hilo limpio que había encontrado en su despacho. Alabó a ambos por lo bien que lo habían hecho, y ofreció a Sarah llevarla al hospital, aunque admitió que no lo necesitaba.

– Preferiría quedarme en casa -dijo Sarah tranquilamente y William la miró, haciendo ver que aún estaba enfadado.

– Sé que eso es lo que prefieres. La próxima vez te aseguro que te llevo a un hospital de París con dos meses de anticipación.

– ¡La próxima vez! -exclamó irónica ella-. ¡La próxima vez! ¿Bromeas? ¡La próxima vez seré abuela!

Se reía de él, y volvía a ser ella misma. Había sido toda una experiencia y, aunque breve, terriblemente dolorosa, pero en realidad, todo se había desarrollado con suma facilidad.

– No estoy muy seguro de confiar en ti respecto a eso -replicó él y acompañó al médico a la salida. Luego le llevó a Sarah una copa de champaña, y se quedó allí sentado, observando durante largo rato a su esposa y a su hija recién nacida-. Es muy hermosa, ¿verdad?

Las miró intensamente, y se acercó con lentitud.

– Lo es -asintió Sarah, mirándole-. Te amo, William. Gracias por todo…

– No hay de qué.

Se inclinó hacia ella y la besó. A la pequeña la llamaron Isabelle. A la mañana siguiente, Julian anunció que era «su» bebé enteramente suyo, y que todos tendrían que pedirle permiso para sostenerla entre sus brazos. La tuvo todo el tiempo, con la ternura propia de un padre primerizo. Experimentaba todas las emociones que había experimentado Phillip, toda la misma gentileza y amor. Adoraba a su hermana pequeña. Y, a medida que fue creciendo, se estableció entre ambos un lazo que nadie podría romper. Isabelle adoraba a Julian, y él siempre fue un hermano cariñoso y su más feroz protector. Ni siquiera sus padres pudieron interponerse entre ellos y al cabo de muy poco tiempo aprendieron a ni siquiera intentarlo. Isabelle pertenecía a Julian, y viceversa.


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