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Esta vez, Sarah estuvo en el château durante la mayor parte de la gestación. Podía llevar el negocio desde donde se encontraba, y no quería ofrecer un espectáculo en Londres o París. Por mucho que William le hablara continuamente de la edad que habían tenido sus padres cuando llegó él, ella era muy consciente de lo que significaba un embarazo a su edad, aunque tuvo que admitir que le producía una sensación muy agradable.

Predeciblemente, Phillip se mostró enojado cuando se lo dijeron. Dijo que era lo más vulgar que había oído jamás, y su padre rió a carcajadas al oír sus palabras. Pero sus otros hijos estaban entusiasmados. A Julian le pareció una noticia maravillosa y en cuanto a Isabelle apenas si podía esperar a jugar con el bebé, lo mismo que le sucedía a Sarah.

Diseñó unas joyas especiales antes de Navidad y quedó muy complacida de su trabajo. Nigel y Phillip compraron unas excelentes piedras nuevas y ella quedó altamente impresionada por su elección.

Esta vez, no discutió con William acerca de la posibilidad de tener el niño en casa. Se fueron a París y ella ingresó en la clínica de Neuilly con dos días de antelación sobre la fecha prevista. Después de su parto de diez minutos con Isabelle, William le dijo que tendría suerte esta vez si el niño le hacía esperar tanto. Sarah se aburría como una ostra allí, e insistió en que tenía por lo menos el doble de edad que las otras madres. Pero, en cierto modo, la situación les divertía a ambos, y William la acompañó durante horas, jugando a las cartas y hablando de los negocios. Julian e Isabelle se quedaron en el château con los criados. Y ya casi había transcurrido una semana desde Navidad.

El día de Año Nuevo, Sarah y William bebieron champaña. Llevaba allí desde hacía cinco días, y estaba tan harta que le dijo a William que si el niño no nacía al día siguiente, iría a la tienda. Él no estaba seguro de que eso le hiciera ningún daño, pero ella rompió aguas aquella misma tarde, y por la noche tenía fuertes dolores y parecía muy perturbada. Acababan de venir para recogerla y entonces alargó la mano hacia la de William y le miró.

– Gracias por dejarme… tener este bebé.

Hubiera querido quedarse con ella, pero los médicos se pusieron hechos una furia sólo de oírselo pedir. Era contrario a la política seguida en el hospital y, teniendo en cuenta la edad de madame y el alto riesgo que implicaba, estaban convencidos de que sería mucho mejor que esperara en cualquier otra parte.

A medianoche todavía no había recibido ninguna noticia, y a las cuatro de la madrugada empezó a experimentar verdadero pánico. Llevaba más de seis horas, lo que parecía extraño después de que el parto de Isabelle fuera tan rápido, pero, por lo visto, las cosas eran diferentes con cada niño.

Acudió a la recepción para preguntar de nuevo a la enfermera si se sabía algo, deseando poder buscar a Sarah y descubrirlo por sí mismo. Pero le dijeron que no había noticias y que en cuanto su esposa hubiera tenido el bebé se lo comunicarían.

A las siete de la mañana, cuando finalmente apareció el doctor, William estaba frenético. Había hecho todo lo que estuvo en su mano para que pasara el tiempo, incluyendo rezar. Y, de repente, se preguntó si no habría sido una locura permitir a su esposa que tuviera el niño. Quizá fuera demasiado para ella. ¿Y si eso la mataba?

El médico tenía un aspecto serio cuando entró en la habitación, y a William se le hundió el corazón al verlo.

– ¿Ha salido algo mal?

– No -contestó negando firmemente con un gesto de la cabeza-. Madame la duchesse se encuentra todo lo bien que cabía esperar. Ha tenido usted un hijo, monsieur. Un niño muy grande que ha pesado más de cinco kilos. Sintiéndolo mucho, hemos tenido que practicarle una cesárea. Su esposa hizo todo lo posible por dar a luz ella misma, pero no pudo.

Era como cuando había nacido Phillip, y recordó lo terrible que había resultado. En aquel entonces, el médico ya le había hablado de la posibilidad de tener que practicarle una cesárea, y ella se las había arreglado para evitarlo y tener cinco hijos. Ahora, por fin, a los 48 años, los embarazos de Sarah eran cosa del pasado. Sin embargo, había sido una carrera respetable y William sonrió aliviado. Miró al médico y preguntó:

– ¿Ella está bien?

– Está muy cansada… Tendrá algún dolor por la operación. Naturalmente haremos todo lo posible por ella, para que se sienta cómoda. Podrá regresar a casa dentro de una semana o dos.

Abandonó la habitación y William se quedó allí, pensando en ella, en lo mucho que significaba para él, en los hijos que le había dado…, y ahora este niño.

Pudo verla por fin a últimas horas de la tarde. Estaba medio dormida, pero le sonrió y ya estaba enterada de que había tenido un varón.

– Es un niño -le susurró a William, y él asintió, sonrió y la besó-. ¿Te parece bien?

– Es maravilloso -le aseguró, tranquilizándola. Cerró de nuevo los ojos para quedarse dormida, y de pronto los abrió y preguntó-: ¿Podemos llamarlo Xavier?

– Como tú quieras -concedió.

Y más tarde ella no pudo recordar nada más, pero dijo que siempre le había gustado ese nombre. Lo llamaron Xavier Albert, por el primo de él, el padre de la reina Elizabeth, que siempre le había caído muy bien a William.

Se quedó en el hospital durante tres semanas completas y llevaron a su hijo a casa con aire de triunfo, aunque William bromeó cruelmente con ella porque ya no podría tener más hijos, diciéndole que eso le perturbaba sobremanera, ya que había confiado en que ella tuviera su sexto hijo al cumplir los cincuenta años.

– Siempre podemos adoptar uno, claro -dijo durante el camino de regreso al château, ante lo que ella le amenazó con divorciarse.

Los niños quedaron encantados con Xavier, un bebé enorme y feliz, fácil de tratar. Nada parecía molestarle, y le gustaba todo el mundo, aunque no poseía la magia de Julian. Lo que sí tenía era una naturaleza abierta y feliz y, aunque daba la impresión de ser testarudo, no parecía, afortunadamente, que fuera a llegar a los extremos de su hermana.

Al verano siguiente, todo el mundo estaba por Xavier. Siempre había alguien que lo llevaba en brazos, ya fuera Julian, Isabelle o sus padres.

Pero Sarah prestaba menos atención al bebé de lo que hubiera querido. William no se encontraba bien, y a finales del verano ocupó toda la atención de su esposa. El corazón volvía a darle problemas y el médico de La Arrolle dijo que no le gustaba su aspecto. Y la artritis campaba por sus respetos.

– Es una tontería representar una carga para ti -se quejó a Sarah, y cuando podía se llevaba a Xavier a la cama, aunque la verdad era que la mayor parte del tiempo sufría demasiado dolor como para disfrutar de él.

Ese año, las Navidades fueron tristes y agotadoras. Sarah no había estado en París desde hacía dos meses, ni en Londres desde antes del verano. Pero en esos momentos no podía atender a los negocios, y tenía que confiar por completo en Nigel, Phillip y Emanuelle. Lo único que deseaba hacer era cuidar a William.

Julian pasó todas sus vacaciones con él, y hasta Phillip acudió desde Londres para Nochebuena. Toda la familia se reunió en una cena deliciosa y hasta se las arreglaron para acudir a la iglesia, aunque William no se sintió bien para acompañarles. Phillip observó que parecía haberse encogido un poco, y que su aspecto era frágil y desvalido, aunque seguía teniendo el mismo ánimo de siempre, la fortaleza, la gracia y el sentido del humor que le caracterizaban. A su manera, era un gran hombre y ese día, aunque sólo durante un breve instante, Phillip lo comprendió así.

El día de Navidad llegó Emanuelle desde París, pero no le dijo a Sarah lo impresionada que quedó al ver a William. Esa noche sin embargo, lloró al volver a París.

Phillip se marchó a la mañana siguiente, y Julian tenía previsto irse a esquiar a Courchevel, aunque no le gustaba marcharse, y le dijo a su madre que si lo necesitaba regresaría inmediatamente. Lo único que tenía que hacer era llamarle por teléfono. Isabelle se marchó a pasar el resto de las vacaciones de Navidad con una amiga de Lyon a la que había conocido el pasado verano. Era una gran aventura para ella y la primera vez que estaría fuera de casa durante tanto tiempo. Pero a los nueve años, a Sarah le parecía que ya tenía edad suficiente para hacerlo. Estaría de regreso en una semana y quizá su, padre ya se encontraría mejor para entonces.

William, por su parte, parecía decaer día tras día, y el día de Año Nuevo estaba demasiado débil para celebrar el primer cumpleaños de Xavier. Le habían preparado un pequeño pastel y Sarah le cantó el «cumpleaños feliz» durante el almuerzo, antes de subir a la alcoba para quedarse con William.

Se había pasado durmiendo la mayor parte de los últimos cinco días, pero ahora abrió los ojos al oírla entrar en el dormitorio, a pesar de que ella intentó no hacer el menor ruido. Le gustaba saber que estaba en alguna parte, cerca de él. Sarah pensó en llevarlo al hospital, pero el médico ya le había dicho que eso no serviría de nada, que allí no podían hacer nada por él. El cuerpo tan maltratado veinticinco años antes se estaba desmoronando finalmente, con sus órganos quebrados más allá de toda posible cura, operados únicamente para que pudieran resistir algún tiempo más, un tiempo que ahora se acercaba a su fin. Sarah no podía soportar ese pensamiento. Sabía lo fuerte que era el ánimo de su esposo y que acabaría por recuperarse.

La noche del cumpleaños de Xavier estaba tranquilamente junto a William, en la cama, sosteniéndolo en sus brazos, y se dio cuenta de que se abrazaba a ella, casi como un niño, tal y como había hecho Lizzie, y entonces lo supo. Lo sostuvo contra sí y lo cubrió con mantas, tratando de transmitirle todo el amor y la fortaleza que pudiera. Poco antes del amanecer levantó la mirada hacia ella, la besó dulcemente en los labios y suspiró. Ella le besó dulcemente en el rostro en el instante en que daba su último suspiro y dejó de existir serenamente, en brazos de la esposa que tanto le había amado.

Se quedó sentada en la cama, sosteniéndolo durante largo rato, con lágrimas rodándole por las mejillas. No quería dejarlo marchar, vivir sin él. Deseó marcharse con él, y entonces oyó el llanto de Xavier en la distancia y supo que no podía hacer eso. Fue casi como si el bebé hubiera sabido que su padre acababa de morir. Y la pérdida terrible que eso representaba para él y para todos ellos.

Sarah lo dejó suavemente sobre la cama, volvió a besarlo y cuando salió el sol y los largos dedos de su luz entraron en la habitación, lo dejó a solas, cerró la habitación sin hacer el menor ruido y lloró en silencio. El duque de Whitfield había muerto. Y ella era viuda.


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