26

Isabelle les escribía lo menos posible, y sólo cuando sus preceptores la obligaban, ocasiones que aprovechaba para quejarse amargamente del internado. Pero la verdad era que, después de las primeras semanas, empezó a gustarle. Le encantó la sofisticación de las chicas que conoció allí, los lugares a los que iban, y le gustaba mucho esquiar en Cortina. Llegó a conocer incluso a gente más interesante allí que en Francia, y aunque la escuela la controlaba de cerca, se las arregló para hacerse muchos amigos entre la buena sociedad romana, y siempre recibía cartas y llamadas telefónicas de hombres, algo que el internado hacía todo lo posible por desanimar, pero que no podía impedir por completo.

Al final del primer año, sin embargo, Sarah observó un cambio notable en ella, y Emanuelle también lo percibió. No es que Isabelle se comportara necesariamente mejor, pero se mostraba un poco más razonable y con más sentido común. Tenía una mejor idea de lo que podía y lo que no podía hacer, y sabía comportarse con los hombres sin necesidad de hacerles una invitación abierta. En algunas cosas, Sarah se sintió aliviada y en otras más preocupada aún.

– Es una jovencita peligrosa -le dijo a Julian un día, y su hijo no pudo estar en desacuerdo con su apreciación-. Siempre me hace pensar en una bomba a punto de explotar. Pero ahora es mucho más complicada, quizá como una especie de ruleta rusa… o como un delicado misil.

Julian se echó a reír ante la descripción que hacía de su hermana.

– No estoy muy seguro de que puedas cambiar eso.

– Yo tampoco. Y eso es lo que me asusta -admitió su madre-. ¿Y qué me dices de ti? -Había querido comentárselo desde hacía semanas-. He oído decir que tienes un pequeño asunto con una de nuestras mejores dientas. -Ambos sabían a quién se refería y Julian se preguntó si se lo habría dicho Emanuelle-. La comtesse de Bride es una mujer muy interesante, Julian, y también mucho más peligrosa que tu hermana.

– Lo sé -confesó con una mueca-. Me asusta mucho, pero la adoro.

El recientemente fallecido conde había sido su tercer marido en quince años, ella tenía ahora 34 y parecía devorar a los hombres. Lo único que deseaba ahora era a Julian. Durante el mes anterior había comprado medio millón de joyas en dólares y, desde luego, podía permitírselo, pero seguía yendo para comprar más, aunque la joya más grande que deseaba era a Julian, su capricho.

– ¿Crees que podrás controlar eso? -le preguntó su madre a las claras.

Temía que su hijo saliera herido, pero también sabía que, tratándose de él, tendría cuidado.

– Durante un tiempo, sí. Actúo muy cuidadosamente, mamá, te lo aseguro.

– Bien -replicó, sonriéndole.

Eran una familia muy ocupada, cada cual con sus travesuras, sus compañías y sus relaciones. Sólo confiaba en que Isabelle lograra salir adelante con su segundo año de internado en Suiza. De hecho, terminó el curso a tiempo para participar en la fiesta del vigésimo quinto aniversario de la inauguración de Whitfield's, que Sarah ofrecía en el château para un total de setecientos invitados llegados de toda Europa. Asistirían representantes de todo tipo de prensa, habría un castillo de fuegos artificiales y se había invitado a la mayoría de las cabezas coronadas de Europa, así como a numerosos personajes importantes. Emanuelle y Julian la habían ayudado a organizarlo todo. Phillip, Nigel y Cecily también irían desde Londres.

Fue sensacional. Estuvieron presentes todos los que cabía esperar, la comida fue magnífica, el castillo de fuegos artificiales extraordinario y las joyas hermosas, muchas de ellas compradas en alguna de sus dos tiendas. Fue una velada absolutamente perfecta y un gran éxito para Whitfield's. Los periodistas estaban deslumbrados y antes de marcharse acudieron a felicitar a Sarah por aquel gran golpe y ella, a su vez, los felicitó y expresó su agradecimiento a todos aquellos que la habían ayudado a organizar la fiesta.

– ¿Ha visto alguien a Isabelle? -preguntó Sarah ya a últimas horas de la noche.

No había podido pasar a recogerla al aeropuerto, pero había enviado a alguien para que la llevara a la fiesta. La vio y la besó en cuanto llegó, antes de cambiarse de ropa, pero no la había vuelto a ver desde entonces. Había demasiada gente y ella tenía demasiadas cosas que hacer como para ir buscándola. Apenas si había podido hablar con Phillip y Julian durante toda la fiesta. Phillip abandonó a su esposa en cuanto empezó la velada y se pasó la mayor parte del tiempo con una modelo que había hecho varios anuncios para ellos, diciéndole lo mucho que le habían gustado, mientras bailaba con ella. En cuanto a Julian, también había estado muy ocupado yendo detrás de algunas de sus últimas conquistas, una de ellas casada, y dos ya algo entradas en años, así como otras mujeres atractivas, con lo que provocó la envidia de todos los hombres, y en particular la de su hermano.

Habían enviado a Xavier a casa de unos amigos a pasar la noche, para que no pudiera hacer alguna de sus diabluras, aunque ahora, a los nueve años y medio, ya se comportaba un poco mejor. Ya no estaba tan entusiasmado con Davy Crockett. Lo que ahora le hacía feliz era James Bond. Julian le compraba todos los artículos publicitarios que encontraba, y se las había arreglado para conseguir que entrara a ver dos de las películas.

Sarah había dejado preparado un vestido para Isabelle. Le había comprado un diáfano vestido de organdí rosado en Emanuels de Londres, y estaba segura de que su hija estaría como una princesa de cuento de hadas con aquel vestido. Confiaba en que no se hubiera metido bajo ningún matorral con aquel vestido. Se echó a reír sólo de pensarlo. Pero cuando finalmente la vio no había ningún matorral a la vista, y la joven estaba bailando muy calmadamente con un hombre mayor, con el que mantenía una intensa conversación. Sarah la miró, con expresión de regocijo, le hizo un saludo con la mano y siguió con lo que estaba haciendo. Esa noche toda su familia estaba maravillosa, incluida su nuera, que lucía un vestido de Hardy Amies y un peinado de Alexandre. El château de la Meuze parecía pertenecer a un cuento de hadas. Hubiera deseado, más que nunca, que William lo hubiera visto. Se habría sentido muy orgulloso de todos ellos, e incluso quizá de ella…, habían trabajado tanto en el château durante tanto tiempo… Era imposible creer que no hubiera estado siempre tan perfecto como parecía ahora, y mucho menos destartalado y medio desmoronado, como ellos lo conocieron. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Si habían transcurrido veinticinco años desde que Whitfield's abrió sus puertas, habían pasado treinta y cinco desde que encontraron el château, durante su luna de miel. ¿Cómo era posible que el tiempo pasara tan de prisa?


Al día siguiente, los artículos y notas de sociedad que se publicaron sobre la fiesta fueron muy destacados. Todos afirmaban que había sido la mejor fiesta del siglo, y deseaban a Whitfield's otros cien años de buena fortuna, siempre y cuando los invitaran a la próxima fiesta de aniversario. Durante los días siguientes, Sarah se relamió con la gloria de la fiesta. Durante esos días vio poco a Isabelle, que se dedicaba a ver a sus antiguos amigos. A los 18 años ya sabía conducir y disfrutaba de una mayor libertad de la que tenía en años anteriores. Pero Sarah todavía quería vigilarla y una tarde, al no encontrarla, se sintió preocupada.

– Salió en el Rolls -explicó Xavier cuando le preguntó si había visto a su hermana.

– ¿De veras? -replicó Sarah, sorprendida. Se suponía que debía conducir el Peugeot que estaba a su disposición y a la de las otras personas en el château-. ¿Sabes a dónde ha ido, cariño? – preguntó, pensando que quizá sólo había ido al pueblo.

– Creo que se marchó a París -contestó el niño y se fue corriendo.

Había un caballo nuevo en los establos y quería verlo. A veces todavía le gustaba imaginarse que era un vaquero, cuando le apetecía. Durante el resto del tiempo, era un explorador.

Llamó a Julian a la tienda y le pidió que estuviera atento por si Isabelle se dejaba caer por allí. Y, efectivamente, una hora más tarde entró en la tienda, como si fuera una cliente, con un bonito vestido verde esmeralda y gafas oscuras. Julian la vio desde su despacho, situado en el primer piso, y bajó en seguida.

– ¿Me permite ayudarla, mademoiselle? -le preguntó con su voz más encantadora, y ella se echó a reír-. ¿Un brazalete de diamantes, quizá? ¿Una sortija de compromiso? ¿Una diadema?

– Una corona estaría muy bien.

– Desde luego -corroboró, siguiendo el juego con ella-. ¿De esmeraldas, para que haga juego con su vestido, o de diamantes?

– En realidad, me llevaré las dos -contestó ella mirándole con expresión resplandeciente.

Luego, su hermano le preguntó con naturalidad qué hacía allí.

– He venido para encontrarme con un amigo a tomar una copa.

– ¿Y has conducido dos horas y diez minutos sólo para tomar

una copa? -preguntó Julian-. Debes estar sedienta.

– Muy divertido. No tenía nada que hacer en casa, así que pensé darme una vuelta por la ciudad. En Italia solíamos hacerlo continuamente. Ya sabes, nos íbamos a Cortina para almorzar allí o ir de compras.

Su aspecto era ahora muy sofisticado y hermoso. Realmente, estaba estupenda.

– Muy chic -siguió bromeando él-. Es una pena que la gente no sea tan divertida por aquí. -Pero sabía que ella se marcharía al sur de Francia al cabo de pocas semanas, y que se quedaría en casa de una de sus amigas de la escuela, en Cap Ferrat. Todavía estaba demasiado consentida, pero innegablemente ahora parecía más madura-. ¿Y dónde vas a encontrarte con tu amigo?

– En el Ritz, para tomar una copa.

– Vamos, te llevaré -dijo él, dando la vuelta al mostrador-. Tengo que llevarle un collar de diamantes a una vizcondesa.

– Tengo coche -dijo ella cortante-. Bueno, en realidad es el de mamá.

Julian no le hizo más preguntas.

– Entonces, puedes llevarme tú, puesto que yo no lo tengo. Está en el taller. Iba a tomar un taxi -mintió, pero quería ver con quién se iba a reunir.

Se dirigió al mostrador donde se hacían los paquetes, tomó un estuche muy impresionante, lo metió dentro de un sobre grande y siguió a Isabelle al exterior. Llegó junto al coche antes de que ella pudiera poner objeciones. Charló animadamente con ella, como si fuera perfectamente normal que hubiera venido a la ciudad para verse con un amigo, y la besó al dejarla ante el mostrador de recepción del hotel, fingiendo dirigirse hacia la conserjería, donde le conocían bien y le siguieron la corriente.

– ¿Puedes hacer ver que aceptas esta caja, Renaud? Puedes tirarla una vez que me haya ido, pero sin que te vea nadie.

– Se la daría a mi esposa -le susurró el conserje-, pero a lo mejor esperaría encontrar algo dentro. ¿Qué está haciendo hoy por aquí?

– Me dedico a seguir a mi hermana -le confió, haciendo ver que le daba instrucciones-. Se va a reunir con alguien en el bar, y quiero asegurarme de que está bien. Ella es una joven muy bonita.

– Así es. ¿Qué edad tiene?

– Acaba de cumplir los dieciocho.

– Oooh la-lá… -exclamó Renaud, emitiendo un ligero silbido como de comprensión-. Me alegro de que no sea hija mía… Lo siento… -se disculpó al momento.

– ¿Crees que podrías entrar, ver si está allí y si está acompañada? Luego yo puedo entrar y fingir que me he encontrado con ellos por casualidad. Pero no quiero echarlo a perder presentándome antes de que él haya llegado.

Dio por sentado que se iba a encontrar con un hombre, pues no creía que hubiera conducido durante dos horas para reunirse con una amiga.

– Desde luego -asintió Renaud solícito, al tiempo que, como compensación, un billete grande se deslizaba en su mano.

En esta ocasión, sin embargo, habría ayudado por nada. Lord Whitfield le caía bien, y siempre daba buenas propinas. Mientras tanto, Julian simuló escribir una larga nota sobre el mostrador de la conserjería. Renaud regresó al cabo de un minuto.

– Está allí y, señor, debo decirle que tiene usted problemas.

– Merde. ¿De quién se trata? ¿Lo conoces?

Empezaba a temer que pudiera tratarse de un mafioso.

– Desde luego. Viene con frecuencia, o por lo menos un par de veces al año. Se dedica a cortejar a las mujeres, a veces ya entradas en años, aunque en otras ocasiones las elige jovencitas.

– ¿Le conozco yo?

– Quizá. Entrega cheques sin fondos un par de veces al año, aunque siempre termina por pagar, y nunca da una propina a menos que alguien que a él le interese esté mirando.

– Parece un tipo encantador -dijo Julian con una mueca.

– Es más pobre que una rata. Y creo que anda buscando dinero.

– Fantástico. Precisamente lo que necesitábamos. ¿Cómo se llama?

– Le encantará saberlo, el príncipe de Venezia y San Tebaldi. Asegura ser uno de los príncipes de Venecia. Probablemente lo sea. Por allí parece que hay por lo menos diez mil. -No era como con los británicos o los franceses. Los italianos tenían más príncipes que dentistas-. Es un verdadero sinvergüenza pero tiene buen aspecto y es atractivo. Ellas no suelen darse cuenta de la diferencia. Creo que se llama Lorenzo.

– ¡Qué distinguido!

Después de todo lo que había oído, Julian se sintió más animado a seguir con su plan.

– No espere nada bueno -le dijo el conserje.

Julian volvió a darle las gracias y se dirigió al bar, con expresión distraída, como si estuviera muy ocupado en sus negocios, y con un aspecto aristocrático. Él lo era de verdad, como siempre decía Renaud, y nadie mejor que él para saberlo.

– Ah, estás aquí… Lo siento… -exclamó Julian aparentando haberse tropezado con ella, a la par que le obsequiaba con una gran sonrisa-. Sólo quería darte un beso de despedida. -Miró al hombre con quien estaba su hermana y le sonrió ampliamente, aparentando sentirse absolutamente emocionado por conocerlo-. Hola…, siento mucho haberles interrumpido…

Soy el hermano de Isabelle, Julian Whitfield -se presentó con naturalidad, dándole la mano, con actitud desenvuelta y relajada, mientras su hermana se removía, algo inquieta.

Pero el príncipe no pareció molestarse en lo más mínimo. Era encantador y tan untuoso como el aceite.

– Piacere… Lorenzo de San Tebaldi… Me alegro mucho de conocerle. Tiene usted una hermana de lo más encantador.

– Gracias, estoy totalmente de acuerdo.

Luego le dio a Isabelle un beso en la mejilla y se disculpó por tener que marcharse, aduciendo que tenía que regresar a la joyería para asistir a una reunión. Se marchó sin mirar atrás y, a pesar de la brillante actuación de su hermano, Isabelle se dio cuenta en seguida de que se hallaba metida en un problema. Al pasar junto al conserje Julian le guiñó un ojo y después regresó apresuradamente a la joyería, desde donde llamó en seguida a su madre. Su conversación, sin embargo, no fue tranquilizadora.

– Mamá, creo que podemos tener un pequeño problema.

– ¿De qué se trata? ¿O acaso debo decir de quién?

– Estaba con un caballero, yo diría que de unos cincuenta años y que, según el conserje del Ritz, que parece conocerlo muy bien, es una especie de cazadotes. Muy elegante, pero todo fachada, como suele decirse.

– Merde -exclamó su madre con determinación desde el otro lado de la línea-. ¿Qué puedo hacer con ella? ¿Volver a encerrarla?

– Ya empieza a tener demasiados años para eso. Esta vez no te será tan fácil.

– Lo sé. -Dio un suspiro exasperado. Isabelle apenas llevaba un par de días en casa y ya se había metido en líos-. La verdad, no sé qué hacer con ella.

– Yo tampoco. Pero no me gusta nada la pinta de ese tipo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó, como si eso importara.

– Príncipe Lorenzo de San Tebaldi. Creo que es de Venecia.

– ¡Cristo! Precisamente lo que nos faltaba, un príncipe italiano. ¡Dios mío, qué estúpida es!

– En eso no estoy de acuerdo contigo, aunque, desde luego, es una jovencita estupenda.

– Por eso da más pena -exclamó su madre desesperada.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Regresar allí y sacarla arrastrándola del pelo?

– Debería pedirte que hicieras algo así, pero creo que debes dejarla sola. Terminará por regresar a casa, y entonces intentaré razonar con ella.

– Eres una buena chica.

– No -confesó Sarah-. Sólo estoy cansada.

– Bueno, no te desanimes. Eres un poco pesimista.

– Sólo se ve lo que se quiere ver.

Pero se sintió conmovida por las amables palabras de su hijo. Las necesitaba como combustible para la batalla que sabía iba a entablarse en cuanto Isabelle regresara a casa en el Rolls, lo que finalmente sucedió a medianoche. Eso significaba que había salido de París a las diez, una hora relativamente razonable para ella. A pesar de todo, su madre no estaba nada contenta con su comportamiento. Isabelle cruzó el vestíbulo del château y su madre bajó la escalera para salirle al encuentro. Estaba a la espera y la había oído llegar.

– Buenas noches, Isabelle. ¿Lo has pasado bien?.

– Mucho, gracias -contestó, nerviosa, aunque fría, girándose hacia su madre.

– ¿Cómo está mi coche?

– Muy bien… Yo…, lo siento. Tenía intención de pedírtelo. Espero que no lo necesitaras.

– No, no tuve necesidad de él -dijo Sarah con calma-. ¿Por qué no vienes conmigo a la cocina a tomar una taza de té? Debes de estar cansada después de haber conducido tanto.

La actitud de su madre no hizo sino asustar más a Isabelle. No le había gritado, aunque su tono de voz sonó glacial. Eso era de mal agüero.

Se sentaron ante la mesa de la cocina y Sarah le preparó una infusión de menta, pero a Isabelle, allí sentada, no le importaba.

– Tu hermano Julian me ha llamado esta tarde -dijo al cabo de un momento y luego miró directamente a los ojos de su hija.

– Pensé que lo haría -dijo Isabelle, nerviosa, jugueteando con la taza entre los dedos-. Me encontré con un viejo amigo de Italia…, uno de los profesores.

– ¿De veras? -dijo su madre-. ¡Qué historia más interesante! Resulta que comprobé la lista de invitados y estuvo aquí la otra noche, como invitado de alguien. El príncipe de San Tebaldi. Te vi bailar con él. Es muy atractivo, ¿verdad?

Isabelle asintió, sin saber muy bien qué decir. No se atrevió a discutir con ella esta vez y se limitó a esperar hasta oír cuál sería su castigo, pero su madre tenía algo más que decirle, y la espera angustió a Isabelle.

– Desgraciadamente -siguió diciendo Sarah al cabo de un rato-, tiene una reputación muy poco atractiva… Acude a París de vez en cuando…, a la búsqueda de damas con un poco de fortuna. A veces le salen muy bien las cosas, y otras no tanto… Pero, en cualquier caso, querida, no es la clase de persona con la que a ti te gustaría salir.

No había dicho nada sobre su edad, ni sobre el hecho de que se hubiera marchado a la capital sin su permiso. Trataba de hablar con ella razonablemente, indicándole que su amigo no era más que un vulgar cazafortunas. Sarah creyó que eso la impresionaría, pero no lo hizo.

– La gente siempre dice cosas así sobre los príncipes, porque tienen celos -dijo con inocencia, aunque todavía demasiado asustada como para entablar una lucha abierta con su madre.

Además, sabía por experiencia que tendría todas las de perder.

– ¿Qué te hace pensar así?

– Él mismo me lo dijo.

– ¿Te dijo eso? -preguntó Sarah horrorizada-, ¿Y no se te ha ocurrido pensar que te lo ha dicho para protegerse en el caso de que la gente diga cosas sobre él? Eso no es más que una cortina de humo, Isabelle. Por el amor de Dios, tú no eres ninguna estúpida.

Pero sí lo era con los hombres. Siempre lo había sido, y particularmente con éste. Esa misma tarde Julian había hecho algunas llamadas telefónicas, y todo el mundo hizo los mismos comentarios sobre el nuevo amigo de Isabelle, confirmando así que su hermana estaba en peligro.

– No es un hombre íntegro, Isabelle. Esta vez tienes que confiar en mí. Te está utilizando.

– Estás celosa.

– Eso es ridículo.

– ¡Lo estás! -gritó Isabelle-. Desde que murió papá no has tenido a nadie en tu vida, y eso hace que te sientas vieja y fea y… ¡lo quieres para ti!

Lanzó todo aquel torrente de palabras, y Sarah se la quedó mirando, consternada, pero al hablar lo hizo con serenidad.

– Sólo espero que no creas en lo que dices, porque las dos sabemos que no es cierto. Hecho terriblemente de menos a tu padre, a cada momento, a cada hora del día… -Sólo de pensarlo, las lágrimas acudieron a sus ojos-. Ni por un instante lo sustituiría por un gigoló de Venecia.

– Ahora vive en Roma -le corrigió Isabelle, como si eso importara, mientras su madre se sentía cada vez más sobrecogida ante la abrumadora estupidez de la juventud.

A veces la dejaba atónita ver cómo estropeaban sus vidas. Pero, por otro lado, se recordó a sí misma que, a su edad, ella no lo había hecho mejor con Freddie. Ahora intentaba ser razonable con su hija.

– No me importa dónde vive -dijo Sarah empezando a perder la paciencia-. No volverás a verle, ¿me entiendes? – Isabelle no dijo nada-. Y si vuelves a llevarte mi coche, la próxima vez llamaré a la policía para que te traigan, estés donde estés. Isabelle, aprende a comportarte o no te irán nada bien las cosas, ¿me has oído?

– Ya no puedes decirme lo que debo hacer. Tengo dieciocho años.

– Y eres una tonta. Ese hombre anda detrás de tu dinero, Isabelle, y de tu nombre, que es mucho más influyente que el suyo. Protégete. Aléjate de él.

– ¿Y si no lo hago? -la desafió.

Pero Sarah no tenía ninguna respuesta a eso. Quizá debiera enviarla a que se quedara con Phillip en Whitfield durante una temporada, con su esposa y sus hijos, tan increíblemente aburridos. Pero Phillip no sería una influencia tan buena sobre su hermana, con sus secretarias, sus busconas y sus amoríos. ¿Qué les pasaba a todos ellos? Phillip se había casado con una mujer que no le importaba lo más mínimo, y que tal vez nunca le había importado, excepto porque era respetable. Julian se acostaba con todas las mujeres que conocía, y con sus madres si era posible, y ahora Isabelle se volvía medio loca por un calavera de Venecia. ¿Qué habían hecho ella y William para crear unos hijos tan insensatos?, se preguntó.

– No vuelvas a hacerlo -le advirtió a Isabelle.

Luego salió de la cocina y se fue a su habitación. Poco después oyó a Isabelle que hacía lo mismo.

Isabelle se portó bien durante una semana, y luego volvió a desaparecer, aunque esta vez en el Peugeot. Insistió en que iba a ver a una amiga en Garches, y Sarah no pudo demostrar lo contrario, a pesar de no creerla. El ambiente se mantuvo tenso hasta que ella se marchó a Cap Ferrat y, después de su partida, Sarah dio un suspiro de alivio, aunque sin saber muy bien por qué. Al fin y al cabo la Costa Azul no estaba en otro planeta. Pero al menos ella estaría con amigos, y no con un cretino de Venecia.

Más tarde, Julian le envió recortes de periódicos de Niza, Cannes y Montecarlo, lugares en los que estuvo para pasar un fin de semana. Publicaban historias sobre el príncipe de San Tebaldi y lady Isabelle Whitfield.

– ¿Qué vamos a hacer con ella? -le preguntó Sarah, desesperada.

– No lo sé -contestó Julian sinceramente-. Pero creo que será mejor que vayamos.

Así lo hicieron a la semana siguiente, cuando dispusieron de tiempo, y entre los dos trataron de razonar con ella. Pero Isabelle se negó a escucharles, y les dijo con toda franqueza que estaba enamorada de él, y que él la adoraba.

– Pues claro que te adora, pequeña tonta -intentó explicarle su hermano-. Lo único que hace es calcular lo que vales. Teniéndote a ti, puede sentarse y haraganear durante el resto de su vida.

– ¡Me pones enferma! -gritó ella-. ¡Los dos!

– ¡No seas estúpida! -replicó él, gritándole también.

Se la llevaron con ellos y se alojaron en el hotel Miramar, y ella se escapó. Desapareció de la faz de la Tierra durante una semana, y cuando regresó lo hizo en compañía de Lorenzo. El hombre pidió mil disculpas por haber sido tan inconsciente, por no haberles llamado él mismo…, mientras la mirada de Sarah parecía querer atravesarlo. Se había sentido tan preocupada durante aquellos días, pero no se atrevió a llamar a la policía por temor al escándalo. Sabía que Isabelle tenía que estar con Lorenzo…

– Isabelle estaba tan alterada… -continuó rogando humildemente su perdón.

Pero Isabelle lo interrumpió de pronto y se dirigió a su madre directamente.

– Queremos casarnos.

– Jamás -contestó Sarah con franqueza.

– Entonces volveré a escaparme, una y otra vez, hasta que me dejes.

– Pierdes el tiempo. Jamás lo haré. -Y luego volvió su atención a Lorenzo-. Y lo que es más, le impediré el acceso a todo el dinero que tiene.

Pero Isabelle conocía bien la situación.

– No puedes quitármelo. Lo que papá me dejó lo tendré cuando cumpla 21 años, sin que importe lo que pase.

Sarah lamentó entonces haberle dicho eso, pero Lorenzo pareció alegrarse mucho con la noticia, y se sintió furiosa al verlo. Era tan evidente para todos… Para todos menos para Isabelle, demasiado joven para comprenderlo. Era una joven de 18 años, sin ninguna experiencia de la vida y con una sangre ardiente, una combinación endiablada.

– Voy a casarme con él -anunció de nuevo.

A Sarah le extrañó que Lorenzo no dijera nada. Iba a dejar que su futura esposa luchara sus propias batallas y las de él, un presagio de lo que sucedería en el futuro.

– Nunca permitiré que te cases con él -insistió.

– No puedes impedírmelo.

– Haré todo lo que pueda -le prometió, y los ojos de Isabelle relampaguearon de cólera y odio.

– No quieres que sea feliz. Nunca lo quisiste. Me odias.

Pero en esta ocasión fue Julian quien le bajó los humos.

– Intenta ese truco con cualquier otra persona, pero no con mamá. Es lo más estúpido que he oído decir. -Entonces se volvió a mirar a su futuro cuñado, confiando en apelar a su razón, a su sentido de la decencia, si es que lo tenía-. ¿Quiere casarse realmente con ella de este modo, Tebaldi? ¿De qué serviría?

– Desde luego que no. Me desgarra el alma verlos de este modo -contestó, haciendo rodar los ojos, pareciendo ridículo a todos, excepto a Isabelle-, Pero ¿qué puedo decir…? La adoro. Ella habla por los dos… Nos casaremos.

Estaba tan contento que daba la impresión de que se pondría a cantar en cualquier momento, y Julian no sabía si llorar o echarse a reír.

– ¿No se siente tonto? Ella sólo tiene dieciocho años. Podría usted ser su abuelo, o casi.

– Es la mujer de mi vida -anunció él.

De hecho, lo único notable en él era que nunca se había casado. Hasta ahora, siempre había salido ganando manteniendo su libertad de movimientos. Pero en esta ocasión los beneficios serían mucho mayores si lograba comprometer a la pequeña lady Whitfield, cuya familia poseía el mayor negocio de joyería de Europa, así como tierras, títulos y valores. Era un verdadero premio que no estaba al alcance de cualquier aficionado. Y Lorenzo, desde luego, no lo era.

– Si estáis los dos tan seguros, ¿por qué no esperáis? -preguntó Julian volviéndolo a intentar.

Pero ambos negaron con gestos de la cabeza.

– No podemos… y la deshonra… -Lorenzo parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar-. Acabo de pasar una semana con ella. Su reputación… ¿y si ha quedado embarazada?

– Oh, Dios mío -exclamó Sarah sentándose pesadamente en una silla. Aquella idea casi la hizo sentirse enferma. Un hijo de aquel hombre en su familia sería mucho peor que los dos niños sin vivacidad alguna de la pobre Cecily-. ¿Estás embarazada? -le preguntó sin rodeos a Isabelle.

– No lo sé. No tomamos ninguna clase de precauciones.

– Maravilloso. Apenas si puedo esperar a enterarme del resultado de eso dentro de unas pocas semanas.

Siempre quedaba el recurso al aborto, desde luego. Pero no era ése el tema. Lo que se planteaba ahora era el matrimonio.

– Queremos casarnos este verano… o en Navidades, como máximo. Y en el château -dijo ella, como si él la hubiera aleccionado, como así había sucedido.

Lorenzo quería una boda por todo lo alto, para que no pudieran desembarazarse de él fácilmente. Y, de todos modos, no podrían hacerlo. Una vez que estuvieran casados, sería para siempre. Él era católico e iba a casarse con Isabelle por la Iglesia católica, una vez que lo hubieran hecho en el château. Ya le había dicho a ella que ésa era la única condición que imponía. Según le aseguró, lo único que le importaba era estar casado a los ojos de Dios, e incluso lloró al decirlo. Afortunadamente, Sarah no había tenido que escucharlo.

Discutieron, gritaron y arguyeron hasta bien entrada la noche, hasta que Julian se quedó afónico, Sarah contrajo un fuerte dolor de cabeza, Isabelle casi se desmayó y Lorenzo pidió hielo, sales olorosas y toallas húmedas. A la postre, Sarah cedió. No había otra alternativa. Si no lo hacía así, ellos lo harían de todos modos, estaba segura, e Isabelle se encargó de asegurárselo. Intentó convencerles para que esperaran un año, pero tampoco quisieron. Y Lorenzo no dejaba de insistir en que era mejor hacerlo ahora, por si acaso ella había quedado embarazada.

– ¿Por qué no esperamos a ver? -sugirió Sarah con calma.

Pero al final de la noche ya ni siquiera estaban dispuestos a esperar hasta Navidad. Lorenzo ya había calibrado para entonces la medida exacta del odio que le profesaban, y sabía que si no forzaba la situación encontrarían alguna forma de librarse de él, y no sucedería nada.

Así, antes de que acabara la noche todos acordaron una fecha a finales de agosto, en el château, con un puñado de amigos íntimos, sin nadie más, y sin la prensa. A Lorenzo le desilusionó no tener la gran boda que se merecían, pero le prometió a Isabelle una fiesta fabulosa en Italia que, según se apresuró a decirle su madre, él no pagaría.

Fue una noche amarga para ella y para Julian. Isabelle abandonó la estancia y se marchó con Lorenzo, a su hotel. Ahora ya no había forma de detenerla. Se dirigía de cabeza hacia su propia destrucción.

La ceremonia de la boda fue breve, pero con clase, se celebró en el Château de la Meuze y sólo asistieron unos pocos amigos. Isabelle estaba encantadora con un vestido blanco corto de Marc Bohan en Dior, y un gran sombrero a juego. Sarah se sintió profundamente agradecida por el hecho de que no hubiera quedado embarazada.

Phillip y Cecily acudieron desde Inglaterra. Julian apareció con ella cogida del brazo para entregarla al novio y Xavier llevó los anillos, mientras Sarah deseaba que los perdiera.

– Pareces encantada -le comentó Emanuelle con sorna tomando una copa de champaña en el jardín.

– Puedo vomitar antes del almuerzo -dijo Sarah con expresión apenada.

Los había visto contraer matrimonio en su propio jardín, por un sacerdote católico y un obispo episcopaliano. De ese modo, era doblemente oficial y desastroso para Isabelle. Durante todo el día Lorenzo se mostró efusivo, sonriente, tratando de encantar a todo el mundo, haciendo brindis y hablando de lo mucho que le habría gustado conocer al gran duque, el padre de Isabelle.

– Es un poco demasiado… ¿no crees? -preguntó Phillip, haciendo reír por una vez a su madre con su forma de valorar las cosas-, patético.

– Y, sin embargo, atractivo.

En comparación con él, Cecily era Greta Garbo. A Sarah no le gustaba que ahora fueran dos. Pero Cecily sólo la aburría, mientras que a Lorenzo lo odiaba, y le desgarraba el corazón, porque significaba que ya nunca podría volver a estar cerca de Isabelle, al menos mientras siguiera casada con Lorenzo. No era ningún secreto lo que todos ellos pensaban de su esposo.

– ¿Cómo puede ni siquiera imaginar que lo ama? -preguntó Emanuelle con desesperación-. Es tan evidente…, tan palpable…

– Es joven. Todavía no sabe nada de hombres así -dijo Sarah con una infinita sabiduría-. Por desgracia, ahora se verá obligada a aprender muchas cosas en poco tiempo.

Eso le recordó de nuevo su propia experiencia con Freddie van Deering. Hubiera querido evitarle eso a Isabelle, y lo había intentado, pero no sirvió de nada. Isabelle había elegido y todos menos ella sabían que era una elección equivocada.

La fiesta continuó hasta bien entrada la tarde y luego Isabelle y Lorenzo se marcharon. Pasarían la luna de miel en Cerdeña, en un nuevo complejo turístico, para ver allí a su amigo, el Aga Khan, o eso fue lo que dijo Lorenzo. Pero Sarah imaginaba que debía haber mucha gente a la que él aseguraba conocer que se esfumaría durante los próximos años, si es que duraban tanto. Y esperaba que no durase.

Una vez que se hubieron marchado al aeropuerto en un Rolls-Royce alquilado con chófer, la familia se sentó apesadumbrada en el jardín, pensando en lo que había hecho Isabelle, con la sensación de haberla perdido para siempre. Sólo a Phillip no parecía preocuparle demasiado, como era habitual en él. Charlaba despreocupadamente con una amiga de Emanuelle y de Sarah. Pero, para todos los demás, aquello se parecía más a un funeral que a una boda. En cierto sentido, Sarah tenía la impresión de haber fallado, no sólo a su hija, sino también a su esposo. William se habría sentido anonadado de haber podido conocer a Lorenzo.

Sarah no tardó en recibir noticias de ellos, en cuanto llegaron a Roma. Pero luego ya no supo nada más hasta Navidades. Sarah les llamó una o dos veces y les escribió cartas, que Isabelle no contestaba. Evidentemente, estaba muy enfadada con todos ellos. Pero Julian habló con ella en un par de ocasiones, por lo que al menos Sarah sabía que su hija estaba bien, aunque ninguno de ellos sabía si era feliz o no. Durante todo el año siguiente no apareció por casa y no quería que Sarah fuera a visitarla, así que no lo hizo. Julian voló una vez a Roma para verla. Dijo después que la había encontrado muy seria, muy hermosa e italiana. También había descubierto, a través del banco con el que ambos trabajaban, que estaba gastando una verdadera fortuna. Había comprado un pequeño palazzo en Roma y una villa en Umbría. Lorenzo se había comprado un yate, un nuevo Rolls y un Ferrari. Y, por lo que Julian pudo apreciar, no esperaba ningún hijo.

Después del primer año, volvieron al château para pasar las Navidades, aunque de mala gana, e Isabelle casi no les dijo nada a ninguno de ellos, si bien regaló a su madre un bonito brazalete de oro y perlas de Buccellati. Ella y Lorenzo se marcharon el día después de Navidad, para ir a esquiar a Cortina. Resultaba difícil imaginar cómo iba su relación, y esta vez Isabelle ni siquiera se confió a Julian.

Fue Emanuelle la que acabó por descubrir la verdad. Después de un viaje de negocios a Londres para ver a Phillip y Nigel, voló a Roma, y más tarde le dijo a Sarah que había encontrado a Isabelle en un terrible estado. Tenía profundas ojeras, estaba muy delgada y ya no reía. Y en todas las ocasiones en que se encontró con ella, no vio ni el menor rastro de Lorenzo.

– Creo que tiene problemas, pero no estoy segura de que se halle dispuesta a admitirlos ante ti. Asegúrate de dejar la puerta abierta y finalmente regresará a casa, te lo prometo.

– Espero que tengas razón -dijo Sarah con tristeza.

Aquella desgracia había pesado terriblemente sobre ella. Durante los dos últimos años había perdido prácticamente a la única hija que sobrevivió.


Загрузка...