En el verano de 1962, cuando Phillip se graduó en Cambridge, a nadie de la familia le sorprendió su anuncio de que quería entrar a trabajar en Whitfield's, Londres. Lo único asombroso fue que añadiera que iba a dirigir la tienda.
– No lo creo, cariño -dijo Sarah imperturbable-. Antes tienes que aprender a llevar el negocio.
Durante el transcurso del verano había seguido cursos en economía y gemología, y creía saber todo lo que necesitaba sobre Whitfield's.
– Vas a tener que dejar que Nigel te muestre antes los hilos – añadió William a la voz de su esposa, y Phillip se puso lívido.
– Ya sé más ahora de lo que podrá saber en toda su vida esa vieja fruta seca -les espetó, ante lo que Sarah se enfadó.
– No lo creo, y si no trabajas como subordinado suyo y le tratas con el mayor de los respetos, no te permitiré trabajar en Whitfield's. ¿Está claro? Con esa actitud, Phillip, no tienes nada que hacer en este negocio.
Phillip todavía estaba furioso con ella varios días más tarde pero finalmente consintió en trabajar para Nigel. Al menos durante un tiempo, y luego reconsideraría la situación.
– Eso es ridículo -exclamó Sarah más tarde-. Sólo tiene 22 años, casi 23, de acuerdo, pero ¿cómo se atreve a pensar que sabe más que Nigel? Debería besar el suelo que él pisa.
– Phillip nunca ha besado nada -comentó William ajustándose a la verdad-, excepto si con ello conseguía lo que quería. No ve que Nigel pueda serle de utilidad. Me temo que Nigel lo va a pasar muy mal con Phillip.
Antes de que Phillip empezara a trabajar en la tienda, en julio, advirtieron a Nigel que él tenía el control más completo y que, en caso de no poder manejar a su hijo, tenía su permiso para despedirlo. El hombre se mostró profundamente agradecido por el voto de confianza que le daban.
Sus relaciones con Phillip fueron ciertamente superficiales durante el año siguiente, y hubo momentos en que le habría gustado desembarazarse de él. Pero tenía que admitir que el instinto del joven para los negocios era excelente, algunas de sus ideas buenas, y a pesar de no tenerlo en una muy alta consideración como ser humano, empezó a convencerse de que, a la larga, sería muy bueno para el negocio. Le faltaba la imaginación y el sentido del diseño que poseía su madre, pero poseía todo el impulso empresarial de su padre, que ya había demostrado al ayudarle a dirigir Whitfield.
Durante los seis o siete últimos años William no había estado muy bien de salud. Había desarrollado una artritis reumatoide en todas sus antiguas heridas, y Sarah lo llevó a todos los especialistas que pudo. Pero poca cosa pudieron hacer por él. Había sufrido demasiado y lo habían torturado durante tanto tiempo, que ahora apenas si podían hacer nada. William se lo tomó con valentía. Pero en 1963, al cumplir los 60 años, parecía diez años más viejo, y Sarah estaba muy preocupada. Isabelle ya tenía siete años y era como una pequeña bola de fuego. Tenía el cabello oscuro, como Sarah y sus mismos ojos verdes, pero con una mente propia y un carácter que no soportaba que le llevaran la contraria. Lo que Isabelle quería era ser abogado y nadie iba a convencerla de que hiciera otra cosa. La única persona capaz de hacerle cambiar de idea sobre cualquier cosa era su hermano Julian, que la adoraba, y ella le amaba con la misma pasión incondicional, a pesar de que siempre hacía lo que se le antojaba.
Julian tenía trece años y seguía mostrando el mismo carácter bonachón que había tenido desde que nació. Siempre le divertía lo que hacía Isabelle, tanto a él como a cualquier otra persona, fuera lo que fuese. Cuando le tiraba del pelo, le gritaba o le cogía y le rompía las cosas que más quería en una rabieta, la besaba, la calmaba, le decía lo mucho que la quería y por último ella volvía a calmarse. Sarah siempre se maravillaba al observar la paciencia del muchacho. Había momentos en que la propia Sarah hubiera querido estrangular a su hija. A veces, sin embargo, la niña era hermosa y encantadora. Pero, desde luego, no era una persona fácil de tratar.
– ¿Qué he hecho para merecerme esto? -le preguntó a William en más de una ocasión-. ¿En qué me equivoqué para tener unos hijos tan difíciles?
Phillip había sido como una espina clavada en su costado durante años, e Isabelle la ponía furiosa a veces. Pero Julian lograba que las cosas fueran más fáciles para todos, diseminaba el bálsamo que suavizaba cualquier disgusto, amaba y besaba a los demás, se preocupaba por ellos y hacía todo lo que era correcto. Era clavado a William.
Sus negocios seguían prosperando. Sarah se mantenía muy ocupada con ellos y, también se las arreglaba para estar con sus hijos, al mismo tiempo que seguía diseñando joyas y peinando el mercado en busca de piedras preciosas, comprando ocasionalmente alguna que otra pieza antigua, rara y de gran valor. Para entonces ya se habían convertido en los joyeros favoritos de la reina y de otras muchas personas ilustres en ambas ciudades. Y le agradaba ver cómo Julian estudiaba ahora sus dibujos, e introducía pequeños cambios aquí y allá, o hacía sugerencias muy oportunas. De vez en cuando, él mismo diseñaba alguna pieza original, completamente diferente al estilo de su madre y, sin embargo, realmente encantadora. Recientemente, Sarah había ordenado montar uno de sus diseños y se lo había puesto, ante lo que Julian quedó totalmente emocionado. Del mismo modo que Phillip no mostraba el menor interés por el diseño y se concentraba en la parte empresarial de lo que hacía, Julian demostraba una verdadera pasión por las joyas. William solía decir que quizás algún día ambos formaran una combinación muy interesante, si es que no se mataban el uno al otro antes, añadía Sarah. No tenía ni la menor idea de qué lugar podría ocupar Isabelle en ese plan, excepto que encontrara un esposo muy rico y tolerante, que le permitiera pasarse el día entregada a sus caprichos. Sarah siempre intentaba mostrarse firme con ella, y trataba de explicarle por qué no podía hacer siempre lo que quería, pero era Julian el que finalmente le hacía recuperar el buen sentido, el que la calmaba y la escuchaba.
– ¿Cómo es posible que sólo tenga un hijo razonable? -se quejó Sarah a William una tarde, a finales de noviembre.
– Quizá te faltó alguna vitamina durante el embarazo -bromeó él, trasteando con la radio de la cocina, en el château.
Acababan de visitar a un médico en París, quien sugirió un clima cálido y mucho cariño. Sarah se disponía a sugerir que hicieran un viaje al Caribe, o quizá a California, para ver a su hermana.
Pero ambos enmudecieron al oír las noticias. Acababan de disparar contra el presidente Kennedy. En los días que siguieron, mientras escuchaban y seguían las noticias, como el resto del mundo, se sintieron consternados. Todo les parecía tan increíble, incluida aquella pobre mujer con sus dos hijos pequeños. Sarah lloró por ellos al ver las noticias más tarde en la televisión, y estaba asombrada ante un mundo capaz de hacer una cosa así. Pero a lo largo de su vida había visto cosas mucho peores, la guerra, las torturas de los campos de concentración. A pesar de ello, lloraron la pérdida de ese hombre, que pareció extender un manto fúnebre sobre ellos y sobre el mundo hasta las Navidades.
Durante las vacaciones fueron a visitar la tienda de Londres para ver cómo le iban las cosas a Phillip, y quedaron muy contentos al comprobar que empezaba a entenderse con Nigel. Era lo bastante listo para comprender lo valioso que había sido Nigel para ellos, y parecía haber encontrado su sitio en Whitfield's. Aún no dirigía propiamente la tienda, pero poco a poco lo iba haciendo. Los beneficios alcanzados en Navidades fueron mucho más que excelentes, lo mismo que en París.
Finalmente, en febrero, Sarah y William emprendieron el viaje que habían planeado. Estuvieron fuera durante un mes, en el sur de Francia. Al principio hacía frío, pero desde allí se trasladaron a Marruecos y regresaron por España para ver a unos amigos. A todas partes a donde iban, Sarah bromeaba con William sobre la posibilidad de abrir una nueva sucursal de Whitfield's. No podía evitar preocuparse por él. Parecía tan cansado, tan pálido…, y ahora sufría dolores con frecuencia. Dos semanas después de su retorno, y a pesar de las agradables vacaciones, William se sentía muy cansado y débil, y Sarah estaba absolutamente aterrorizada.
Se encontraban en el château cuando sufrió un ligero ataque cardiaco. Después de la cena, dijo que no se sentía bien, que tal vez se trataba de una ligera indigestión y poco después empezó a tener dolores en el pecho y Sarah llamó en seguida al médico, que se presentó de inmediato, aunque esta vez lo hizo con mucha mayor rapidez que cuando nació Isabelle. Pero al llegar William ya se sentía algo mejor. Al día siguiente, cuando lo sometieron a un examen, dijeron que había sido un ligero ataque cardiaco o, como dijo el médico, «una especie de advertencia». Le explicó a Sarah que su esposo había pasado muchas calamidades durante la guerra y que eso había afectado a todo su organismo, y que el dolor que sufría ahora no hacía sino afectarlo más.
Dijo que William debía tener mucho cuidado, llevar una vida reposada, y cuidarse todo lo posible. Ella estuvo de acuerdo, sin la menor vacilación, aunque no así William.
– ¡Qué disparate! No supondrás que he sobrevivido a todo eso para pasarme el resto de mi vida sentado en un rincón, bajo una manta. Por el amor de Dios, Sarah, si no ha sido nada. La gente sufre esta clase de ataques cardiacos todos los días.
– Pues bien, tú no. Y no voy a permitir que sigas agotándote. Te necesito a mi lado durante los próximos cuarenta años, así que será mucho mejor que te calmes y escuches al médico.
– ¡Caracoles! -exclamó contrariado y ella se echó a reír, aliviada al ver que se sentía mejor, pero decidida a no permitir que cometiera excesos.
Le hizo quedarse en casa durante todo el mes de abril, y se sentía muy preocupada por él. También lo estaba por el comportamiento de Phillip con respecto a su padre. Sus otros dos hijos lo querían, e Isabelle lo adoraba. Permanecía sentada con él un rato todos los días, después de la escuela, leyéndole. Julian también hacía todo lo posible por distraerlo. Phillip había venido en una ocasión desde Inglaterra para verlo, y después sólo llamó una vez para interesarse por su estado de salud. Según los periódicos, parecía estar demasiado ocupado persiguiendo a las jovencitas, para preocuparse por su padre.
– Es el ser humano más egoísta que he conocido -se enojó Sarah con él, conversando una tarde con Emanuelle, que siempre lo defendía.
Lo había querido mucho de niño y era la que menos admitía sus faltas. Sin lugar a dudas, Nigel podría haber catalogado unas cuantas, a pesar de lo cual había logrado establecer una cierta relación con él, y los dos trabajaban muy bien juntos. Sarah se sentía agradecida por ello, pero todavía se enfadaba ante la falta de cariño que demostraba con su padre. Cuando llegó, la miró consternado y le dijo a Sarah que tenía peor aspecto que su padre.
– Tienes un aspecto horrible, mamá -dijo Phillip con frialdad.
– Gracias -replicó Sarah, realmente herida por el comentario.
Emanuelle le dijo lo mismo en un viaje posterior a París. Estaba prácticamente verde, de tan pálida. A Emanuelle le preocupaba mucho verla así. Pero el ataque cardiaco de William la había asustado mucho. Lo único de lo que estaba segura en su vida era de que no podía vivir sin él.
En julio todo parecía haber vuelto a la normalidad, al menos en apariencia. William seguía sufriendo dolores, pero ya se había resignado a ellos y rara vez se quejaba. Por otra parte, parecía más saludable que antes de haber sufrido lo que él denominaba «su pequeño problema».
Pero durante esa época los problemas de Sarah no hicieron sino aumentar. Fue una de esas épocas en las que nada parecía salir bien y tampoco uno se encuentra bien. Tenía dolores de espalda, de estómago y, por primera vez en su vida, terribles dolores de cabeza. Fue en una de esas ocasiones en que las tensiones acumuladas durante los últimos meses se apoderaron de ella con su venganza.
– Necesitas unas vacaciones -le dijo Emanuelle.
Y lo que realmente deseaba hacer era irse a Brasil y a Colombia para buscar esmeraldas, pero no creía que William estuviera lo bastante recuperado como para realizar ese viaje. Y ella tampoco quería dejarlo.
Se lo mencionó a la tarde siguiente y él se mostró evasivo. No le gustaba el aspecto que tenía su esposa, y creía que aquél también sería un viaje extenuante para ella.
– ¿Por qué no nos vamos a Italia? Podemos comprar joyas, para variar.
Ella se echó a reír, pero tuvo que reconocer que le agradó la sugerencia. En estos últimos tiempos necesitaba algo nuevo, de tan deprimida como estaba. Ya se había producido su cambio hormonal y eso contribuía a que se sintiera vieja y poco atractiva. El viaje a Italia le permitió sentirse joven de nuevo y pasaron unos días maravillosos recordando cuando él se le declaró, en Venecia. Todo eso parecía haber ocurrido hacía mucho tiempo. En buena medida, la vida se había portado bien con ellos y los años habían pasado. Ya hacía mucho tiempo que habían muerto sus padres, que su hermana había emprendido una nueva vida, y Sarah se había enterado varios años antes que Freddie murió en un accidente de tráfico en Palm Beach, después de regresar del Pacífico. Todo eso formaba parte de otra vida, una vida de capítulos cerrados. Durante años, William había sido todo para ella, William, los niños, las tiendas… Se sintió renovada al regresar del viaje, pero molesta por el peso adquirido después de dos semanas de comer pasta.
Siguió aumentando de peso durante otro mes, y quería acudir al médico para ver qué tenía, pero nunca encontraba el tiempo y, por lo demás, se sentía bien, bastante mejor que dos meses antes. Y entonces, sin esperarlo, una noche que estaba tumbada en la cama al lado de William percibió una sensación extraña, aunque familiar.
– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó como si él también la hubiera notado.
– ¿El qué?
– Algo se ha movido.
– He sido yo. -Entonces, se giró hacia ella y le sonrió-. ¿Por qué estás tan nerviosa esta noche? Pensaba que ya nos habíamos ocupado de satisfacer eso esta mañana.
Eso, al menos, no había cambiado, aunque ella sí. Ahora se sentía mejor. Gracias a William, la temporada pasada en Italia había sido increíblemente romántica.
No le dijo nada más, pero lo primero que hizo por la mañana fue acudir al médico en La Marolle. Le describió todos los síntomas y el hecho de estar segura de que cuatro meses antes le había llegado la menopausia, y luego le describió la sensación que tuvo la noche anterior, cuando estaba con William en la cama.
– Sé que parece una locura -explicó Sarah-, pero creo… que estoy embarazada.
Se sentía como uno de esos hombres viejos con las piernas amputadas que todavía creen notar un picor en las rodillas.
– No es imposible. La semana pasada ayudé a traer al mundo a un niño de una mujer de 56 años. Era su decimoctavo hijo -dijo el médico, tratando de animarla.
Sarah gimió ante la perspectiva. Quería mucho a los hijos que había tenido, aunque en algún momento hubiera querido tener más, pero esa época ya había pasado. Tenía ya casi cuarenta y ocho años de edad, y William la necesitaba. Era demasiado vieja para tener otro hijo. Isabelle cumpliría ocho años ese verano y ella era su bebé.
– Madame la duchesse -dijo el médico formalmente, de pie, mirándola después de haberla examinado-. Tengo el placer de informarle que, en efecto, va a tener un hijo. -Por un momento incluso creyó que podrían tratarse de gemelos, pero ahora estaba seguro de que no era así. Sólo era uno, aunque de buen tamaño-. Creo que será quizá para Navidades.
– No lo dirá en serio, ¿verdad? -preguntó, conmocionada por un momento, pálida y mareada.
– Hablo muy en serio, y estoy muy seguro -contestó el médico sonriéndole-. Monsieur le duc se pondrá muy contento, estoy seguro.
Pero ella no estaba tan segura esta vez. Quizá William pensara de otro modo después de haber sufrido el ataque al corazón. Ahora, ni siquiera podía imaginárselo. Ella tendría cuarenta y ocho años cuando naciera el niño, y él sesenta y uno. Qué ridículo. Y, de repente, supo con absoluta certeza que no podía tener este bebé.
Le dio las gracias al médico y regresó al château en el coche, pensando en qué iba a hacer al respecto, y qué le diría a William. La situación la deprimía profundamente, incluso más que el pensar en la llegada de la menopausia. Esto era ridículo. Era un error, a su edad. No podía volverlo a hacer. Y sospechaba que, probablemente, él pensaría lo mismo. Incluso podía no ser normal. Era ya tan vieja, se dijo a sí misma. Por primera vez en su vida, consideró la posibilidad de un aborto.
Se lo dijo a William aquella misma noche, después de la cena. Él escuchó atentamente todas sus objeciones. Le recordó después que sus propios padres habían tenido la misma edad en el momento de nacer él, y que eso no parecía haberles afectado, pero también comprendía lo alterada que estaba Sarah. Sobre todo, estaba asustada. Había tenido cuatro hijos, uno de ellos murió, otro había aparecido como una sorpresa, y ahora esto, tan inesperado, tan tarde y, sin embargo, ante sus ojos, un verdadero don, hasta el punto de que no veía forma de rechazarlo. Pero la escuchó, y aquella noche permaneció a su lado, sosteniéndola entre sus brazos. Le preocupó un poco comprobar cómo se sentía Sarah, pero también se preguntaba si no estaría muy asustada. Había sufrido mucho en los partos anteriores, y quizás ahora fuera incluso peor.
– ¿De verdad que no quieres a este niño? -le preguntó con tristeza, acostado a su lado, abrazándola como hacía siempre que se disponían a dormir.
Le entristecía que no lo quisiera, pero no deseaba presionarla.
– ¿Tú sí? -replicó con otra pregunta porque en su interior también había una parte que no estaba segura del todo.
– Yo quiero lo que a ti te parezca bien, cariño. Te apoyaré en lo que tú decidas.
El oírle decir eso hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos. Era siempre tan bueno con ella… siempre estaba allí cuando lo necesitaba, y eso le hacía amarlo más.
– No sé qué hacer…, ni lo que es correcto. Una parte de mí lo desea, y otra parte no…
– La última vez también te sentiste así -le recordó.
– Sí, pero entonces sólo tenía 40 años, mientras que ahora me siento como si tuviera doscientos. – William se echó a reír ante el comentario, y ella le devolvió la sonrisa entre un velo de lágrimas-. Y todo por tu culpa. Realmente, eres una amenaza para el vecindario – dijo, haciéndole reír-. Es un milagro que te dejen suelto por las calles.
Pero a él le encantaban esa clase de bromas, y ella lo sabía. Al día siguiente dieron un largo paseo por la propiedad y, sin darse cuenta, llegaron junto a la tumba de Lizzie. Se detuvieron, y ella apartó algunas de las hojas caídas. Se arrodilló un momento, para limpiar la tumba y entonces sintió a su marido muy cerca de ella. Levantó la cabeza y vio a William que la miraba con un punto de tristeza.
– Después de eso…, ¿podemos acabar con una vida, Sarah? ¿Tenemos ese derecho?
Fugazmente, volvió a recordar la sensación de tener a Lizzie entre sus brazos, veinte años antes…, la niña que Dios se había llevado y ahora El les daba otra. ¿Tenía ella derecho a rechazar ese regalo? Después de haber estado a punto de perder a William, ¿quién era ella para decidir quién debía vivir o morir? De pronto, con una oleada de emoción, supo lo que quería, se fundió en los brazos de su esposo y empezó a llorar, por Lizzie, por él, por ella misma, por el bebé al que podría haber matado, excepto que en lo más profundo de su ser sabía que no habría podido hacerlo.
– Lo siento…, lo siento mucho, cariño…
– Sshhh, está bien, todo está bien ahora.
Permanecieron allí sentados durante largo rato, hablando de Lizzie, de lo dulce que había sido, de este nuevo niño, de los hijos que habían tenido y la bendición que habían representado para ellos. Luego, regresaron despacio al château, ella a su lado y él en la silla de ruedas. Se sentían desusadamente en paz consigo mismos y llenos de esperanza por el futuro.
– ¿Para cuándo dijiste que sería? -preguntó William, repentinamente orgulloso, muy ufano.
– El médico dijo que para Navidad.
– Bien -dijo con expresión feliz. Y luego, con una mueca burlona añadió-: Apenas si puedo esperar para decírselo a Phillip.
Los dos se echaron a reír y así regresaron al château, riendo, hablando y gastándose bromas, como habían hecho siempre, desde hacía veinticinco años.