18

La inauguración de la tienda constituyó un éxito enorme. El interior fue exquisitamente decorado en un terciopelo gris pálido por Elsie de Wolfe, la estadounidense que se había instalado a vivir en París. Daba la impresión de ser el interior de un joyero, y todas las sillas eran de estilo Luis XVI. William había traído desde Whitfield unos pocos y pequeños cuadros de Degas y algún dibujo de Renoir. Había también un precioso Mary Cassatt que a Sarah le entusiasmaba, pero cuando alguien se sentaba allí no eran precisamente las obras de arte lo que más miraba. Las joyas expuestas a la venta eran absolutamente maravillosas. Habían descartado algunas de las alhajas menos notables, pero ellos mismos se hallaban sorprendidos por la calidad de la mayoría de ellas. Cada pieza tenía sus propios méritos; fabulosos collares de diamantes, enormes perlas, estilizados pendientes de diamantes y hasta un collar de rubíes que había pertenecido a la zarina. Las grandes marcas de la joyería eran claramente visibles en todo aquello que vendían, incluyendo la de Van Cleef en la diadema de turquesas. Disponían de piezas procedentes de Boucheron, Mauboussin, Chaumet, Van Cleef, Cartier y Tiffany, en Nueva York, Fabergé y Asprey. Su inventario era en verdad deslumbrante, como lo fue la acogida que les dispensaron los parisienses. Se había publicado un discreto reportaje de prensa para anunciar que la duquesa de Whitfield inauguraba una joyería llamada Whitfield's en el Faubourg-St. Honoré donde se ofrecían joyas de ensueño para mujeres distinguidas.

La duquesa de Windsor acudió a la inauguración, así como la mayoría de sus amigas, y, de repente, le tout Paris apareció allí, lo más destacado de la ciudad, e incluso unas pocas amistades que habían acudido desde Londres, llenas de curiosidad.

Vendieron cuatro piezas sólo en la noche en que ofrecieron la fiesta de inauguración, un encantador brazalete de perlas y diamantes procedente de Fabergé, con pequeñas aves esmaltadas en azul, y un collar de perlas que era una de las primeras joyas que les había traído Emanuelle. También vendieron el conjunto de esmeraldas de la señora Wertheim, que alcanzó un precio bastante elevado, así como la sortija de rubí cabochon hecha por Van Cleef para un marajá.

Sarah lo contemplaba todo deslumbrada, incapaz de creer lo que estaba sucediendo, mientras que William parecía sentirse muy satisfecho y orgulloso de ella, y muy divertido con lo que estaban haciendo. Habían comprado todas aquellas piezas con la mejor de las intenciones, y con la esperanza de ayudar a sus antiguos propietarios. Y ahora, de repente, todo ello se había transformado en el más extraordinario de los negocios.

– Has hecho un trabajo maravilloso, amor mío -la alabó cálidamente, mientras los camareros servían más champaña.

Habían traído cajas enteras de Cristal para la inauguración y gran cantidad de tarrinas de caviar.

– ¡Casi no puedo creérmelo! ¿Y tú?

Parecía nuevamente una jovencita, de tan bien como se lo pasaba, y Emanuelle daba toda la impresión de ser una gran dama, codeándose con la élite, con un aspecto muy hermoso en su vestido negro de Schiaparelli.

– Pues claro que puedo creérmelo. Tienes un gusto exquisito y estas joyas son muy hermosas -dijo él con serenidad, tomando un sorbo de su copa.

– Es todo un éxito, ¿verdad? -preguntó riendo.

– No, querida, tú lo has logrado. Eres lo más querido que hay en mi vida -le susurró.

Los años pasados en el campo de prisioneros le habían enseñado a apreciar más que nunca todo aquello que más quería, su esposa, su hijo y su libertad. Su salud no había vuelto a ser tan fuerte como en otros tiempos, pero Sarah le cuidaba mucho y poco a poco se iba fortaleciendo. A veces, casi parecía tan vitalista como lo había sido en otros tiempos, mientras que en otras ocasiones daba la impresión de estar cansado, y entonces ella sabía que las piernas le hacían daño. Las heridas habían curado finalmente, pero nunca sucedería lo mismo con el daño sufrido en su constitución. Sin embargo, había conservado la vida, se encontraba bien y ambos estaban nuevamente juntos. Ahora, además, tenían este extraordinario negocio que representaba para ella una gran diversión de la que disfrutaba profundamente.

– ¿Te lo puedes creer? -le susurró a Emanuelle pocos minutos más tarde.

La joven se había comportado de una manera muy fría mientras mostraba un caro collar de zafiros a un hombre muy apuesto.

– Creo que aquí nos vamos a divertir mucho -dijo Emanuelle sonriéndole misteriosamente a su patronne.

Sarah comprendió que ella se lo pasaba muy bien y que coqueteaba sutilmente con algunos hombres muy importantes, sin que le diera mucha importancia al hecho de que estuvieran casados.

Al punto de concluir la inauguración, David le compró a Wallis una pequeña y preciosa sortija de diamantes con el leopardo de Cartier grabada en ella, para que combinara con las que ya tenía, lo que constituyó la quinta venta que efectuaban durante la velada. Era ya medianoche cuando todo el mundo se retiró y se aprestaron a cerrar la tienda.

– ¡Oh, querido, ha sido tan fabuloso! -exclamó Sarah dando palmadas de alegría.

William la tomó de la mano y la hizo sentar sobre su regazo, mientras los guardias de seguridad se encargaban de cerrar, y Emanuelle les indicaba a los camareros dónde debían guardar el caviar sobrante. Al día siguiente se lo llevaría a casa y lo compartiría con algunos amigos. Sarah le había dado permiso para hacerlo así, ya que ofrecía una pequeña fiesta en su apartamento de la calle de la Faisanderie para celebrar su nuevo trabajo como directora de Whitfield's. Eso, para ella, quedaba muy lejos de La Marolle, de sus tiempos en la Resistencia, dedicada a acostarse con militares alemanes para obtener información sobre depósitos de municiones que luego eran volados, y de vender huevos, crema y cigarrillos en el mercado negro. Todos ellos habían tenido que recorrer un largo camino, y pasar por una guerra igualmente larga, pero ahora todo había cambiado aquí, en París.

Poco después, William y Sarah regresaron a la suite del Ritz. Habían hablado de la posibilidad de encontrar un pequeño apartamento donde pudieran alojarse cuando vinieran a París. Sólo había dos horas de viaje hasta el château, pero seguía siendo una gran distancia para conducir, y ella no iba a estar constantemente presente en la tienda, como lo estarían Emanuelle y la otra chica que la ayudaba. No obstante, quería buscar nuevas piezas siempre que pudiera, sobre todo ahora que había aumentado el número de personas que acudían a ellos en busca de ayuda. Además, quería diseñar por sí misma algunas joyas. El caso es que iban a París con mayor frecuencia de la que solían. Por el momento, el Ritz era de lo más conveniente y Sarah bostezó mientras caminaba tras la silla de ruedas de William. Pocos minutos más tarde ya se encontraba en la cama, a su lado.

Al deslizarse entre las sábanas, él se volvió hacia el otro lado y sacó un estuche del cajón de la mesita de noche.

– Qué tonto he sido -dijo en un tono vago, aunque ella sabía muy bien que estaba a punto de cometer alguna travesura-. Se me había olvidado esto… -Y le entregó una gran caja cuadrada y plana-. Sólo es una pequeña chuchería para celebrar la inauguración de Whitfield's -le dijo con una sonrisa maliciosa.

Y ella también le sonrió, preguntándose qué habría dentro.

– ¡Oh, William, eres tan travieso…! -Siempre se sentía como una niña con él. La mimaba demasiado y siempre tenía esos detalles señalados-. ¿Qué es?

Sacudió ligeramente la caja una vez que le hubo quitado el papel de regalo en el que venía envuelta. Se dio cuenta entonces de que se trataba de un estuche que llevaba un nombre italiano: Buccellati.

La abrió cuidadosamente, con un brillo de excitación en los ojos, y entonces se quedó con la boca abierta ante lo que vio. Era un collar de diamantes portentoso, delicadamente confeccionado y con aspecto de ser una pieza única.

– ¡Oh, Dios mío!

Cerró los ojos y la caja al mismo tiempo. William ya le hacía unos regalos preciosos, pero esto era increíble y nunca había visto nada igual. Parecía como un cuello de encaje, primorosamente engarzado en platino, con hermosas gotas de diamantes que parecían acariciarle la piel como si fueran de rocío.

– ¡Oh, William! -exclamó volviendo a abrir los ojos y echándole los brazos al cuello-. ¡No me merezco tanto!

– Pues claro que sí -se burló él-, no digas esas cosas. Además, como propietaria de Whitfield's, a partir de ahora la gente va a estar pendiente de ti para ver qué joyas te pones. Tendremos que comprarte más joyas fabulosas, joyas que sean espectaculares -dijo con una mueca burlona, divertido ante la perspectiva.

Le encantaba mimarla y siempre le había gustado comprar joyas, como había hecho su padre antes que él. Le puso el collar y ella se quedó tumbada en la cama, mientras él lo admiraba. Ambos se echaron a reír. Había sido una noche perfecta.

– Cariño, siempre deberías ponerte diamantes para acostarte -le dijo besándola en los labios, y su boca descendió sobre el collar y más abajo.

– ¿Crees que será un gran éxito? -murmuró ella con suavidad, rodeándolo con sus brazos.

– Ya lo es -contestó él con voz ronca.

Y luego, ambos se olvidaron de la tienda.

Al día siguiente, los periódicos se hicieron eco de la inauguración, contando historias sobre los invitados, sobre las joyas, sobre lo hermosas que eran y la elegancia de Sarah y William. También se mencionó la presencia del duque y la duquesa de Windsor. Fue perfecto.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó ella con una sonrisa de satisfacción, durante el desayuno, sin llevar puesta otra cosa que el collar de diamantes.

Ya tenía casi treinta y tres años de edad, pero su figura estaba mejor que nunca, allí sentada en el sillón, con las piernas cruzadas y el cabello levantado en un moño sobre la cabeza, con los diamantes refulgiendo a la luz del sol de la mañana. William sonrió satisfecho, observándola.

– ¿Sabes, querida? Eres mucho más hermosa que eso tan reluciente que llevas alrededor del cuello.

– Gracias, mi amor.

Se inclinó hacia él y se besaron. Poco después, terminaron de desayunar.

Esa tarde pasaron por la joyería, y las cosas parecían ir muy bien. Emanuelle les dijo que habían vendido otras seis piezas, algunas de las cuales eran bastante caras. También habían aparecido algunos curiosos para ver a las personas que iban, para observar las joyas y por la reputación. Acudieron dos hombres importantes para comprar algo, uno para su querida y el otro para su esposa. Y Emanuelle había quedado para cenar con el último. Se trataba de un alto funcionario del Gobierno, bien conocido por sus asuntos amorosos, increíblemente apuesto, y a Emanuelle le pareció que sería divertido salir con él, aunque sólo fuera por una vez. No haría daño a nadie. El era un hombre maduro y ella, desde luego, tampoco era una virgen.

William y Sarah se quedaron un rato para ver qué ocurría, y más tarde, aquella misma noche, regresaron en coche al château, todavía excitados por el éxito de la inauguración de Whitfield's. Esa misma noche, Sarah se sentó sobre la cama y empezó a dibujar las alhajas que quería encargar hacer. No podían contar con encontrar continuamente piezas fabulosas. Tenía la intención de asistir a algunas de las subastas en Nueva York, y en Christie's, en Londres. Y sabía que Italia era un lugar ideal para encargar la confección de joyas. De repente, se encontraba con mil cosas que hacer. Y siempre le pedía consejo a William, que tenía muy buen gusto y un juicio excelente.

En el otoño, sus esfuerzos empezaron a dar resultados. La joyería funcionaba extremadamente bien, ya se habían realizado algunos de sus diseños y Emanuelle le decía que la gente se volvía loca con ellos. Ella tenía muy buen ojo, y William conocía bien las piedras. Compraban con cautela, y ella siempre insistía en la mejor artesanía. Las sortijas parecían volar de la tienda, y en octubre ya se encontraba diseñando más, en la confianza de poder tenerlas para antes de Navidades.

Emanuelle se hallaba íntimamente relacionada con Jean-Charles de Martin, un alto funcionario del Gobierno, aunque la prensa no lo había descubierto todavía. Hasta el momento se habían comportado con una extremada discreción debido al cargo que él ocupaba en el Gobierno. Siempre se encontraban en el apartamento de ella.

Sarah apenas si podía creer lo muy ocupada que estaba. Acudían a París con mucha frecuencia, aunque todavía se alojaban en el Ritz, y no disponía de tiempo para buscar un apartamento. Antes de Navidades se encontraba completamente agotada. Habían ganado una fortuna con la tienda y William le había regalado una espléndida sortija de rubíes que había pertenecido a Mary Pickford. En Navidades se marcharon de nuevo a Whitfield, con la intención de traerse a Phillip con ellos a París, pero el muchacho les desilusionó al rogarles que le permitieran quedarse allí.

– ¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Sarah con tristeza, durante el vuelo de regreso a casa-. Es increíble pensar que nació en Francia y se crió aquí y, sin embargo, sólo desea estar en Inglaterra.

Era su único hijo y le producía un dolor insoportable la idea de perderlo. Por muy ocupada que estuviera, siempre había tenido tiempo para él; pero el muchacho no parecía tener interés por ellos, y lo único que significaba Francia para él eran recuerdos de los alemanes y los años de soledad pasados sin la presencia de su padre.

– Whitfield debe de habérsele metido en los huesos -dijo William para consolarla-. Lo superará. Sólo tiene diez años y desea estar con sus amigos. Dentro de unos pocos años se sentirá muy feliz de volver aquí. Puede ir a estudiar a la Sorbona y vivir en París.

Pero el muchacho ya hablaba de ir a estudiar a Cambridge, como su padre y, en cierto modo, Sarah tenía la impresión de que ya lo habían perdido. Todavía se sentía deprimida por ello en Año Nuevo cuando regresaron al château y pilló un molesto resfriado. Había pasado por otro el mes anterior, y se sentía increíblemente cansada después de todo lo que habían hecho hasta poco antes de Navidades.

– Tienes un aspecto lamentable -le dijo William cariñosamente al verla bajar por la escalera en la mañana de Año Nuevo.

Él ya estaba en la cocina, preparando el café.

– Gracias -dijo ella burlona.

Le preguntó entonces si Phillip no se sentiría más feliz en el château si compraran algunos caballos.

– Deja de preocuparte por él, Sarah. Los niños tienen que vivir sus propias vidas, independientes de sus padres.

– Pero si sólo es un niño -dijo ella con los ojos inesperadamente llenos de lágrimas-. Y es el único hijo que tengo.

Empezó a llorar de verdad, pensando en la pequeña niña que había perdido durante la guerra, aquella dulce niña que tanto había amado, mientras que ahora su hijo ya no parecía necesitarla para nada. A veces, al pensar en ello, sentía que se le desgarraba el corazón. Le parecía tan horrible que estuviera tan lejos de ella y que no tuviera más hijos. Pero no había vuelto a quedar embarazada desde que William regresó de Alemania. Los médicos aseguraron que era posible, pero no había ocurrido todavía.

– Mi pobre cariño -la consoló William sosteniéndola en sus brazos-. Es un niño malo por querer ser tan independiente.

El mismo nunca había logrado intimar mucho con su hijo, por mucho que lo había intentado. Pero había sido terriblemente difícil volver de la guerra, conocer a un hijo de seis años y entablar una relación con él a esas alturas. De alguna manera, William sabía que ya nunca podría intimar con su hijo. Y también se daba cuenta de que Phillip jamás le perdonaría su ausencia. Era como si lo acusara por haberse marchado al frente y no haber estado allí para él, del mismo modo que acusaba en su interior a Sarah por la muerte de su hermana. Nunca llegó a decirlo con esas palabras, pero William siempre tuvo la impresión de que ésos eran sus sentimientos, a pesar de que nunca se lo mencionó a Sarah.

Ahora, la hizo volver a la cama después de tomar una sopa caliente y un té, y ella permaneció acostada, llorando por Phillip, haciendo dibujos hasta que por fin se quedó dormida, mientras él subía de vez en cuando a ver cómo se encontraba. Sabía lo que le ocurría: que estaba completamente agotada. Pero cuando el resfriado le afectó al pecho, llamó al médico para que viniera a verla. Siempre se sentía preocupado por su salud. No podía soportar el verla enferma, como si tuviera miedo de perderla.

– Eso es ridículo. Me encuentro muy bien -objetó ella, tosiendo de un modo horrible, cuando le dijo que había llamado al médico.

– Quiero que te recete algo para esa tos, antes de que pilles una neumonía -dijo William con firmeza.

– Ya sabes que odio las medicinas -dijo ella quejosa.

Pero el médico acudió de todos modos. Era un atento anciano que había tenido abierta la consulta en otro pueblo. Se jubiló después de la guerra, y se portó muy amablemente, a pesar de que a ella le fastidiaba que hubiera venido, y le dijo una y otra vez que no necesitaba ningún médico.

Bien sur, madame, pero monsieur le duc… No vale la pena preocuparlo -le replicó él muy diplomáticamente, ante lo que ella se tranquilizó mientras William abandonaba la alcoba para preparar otra taza de té.

Cuando regresó, encontró a Sarah muy sumisa y un tanto sonrosada.

– ¿Y bien? ¿Vivirá? -preguntó William al médico con burlona jovialidad.

El anciano sonrió y dio unas palmaditas en la rodilla de Sarah, levantándose para dejarlos a solas.

– Sin lugar a dudas, y espero que por mucho tiempo -contestó lisonjero. Luego se puso serio y añadió-: Sin embargo, se quedará en la cama hasta que se sienta mejor, n'est-ce pas?

– Sí, señor – contestó ella obedientemente.

William se preguntó qué habría podido ocurrir para que ella se mostrara sin causa aparente tan dócil. Todas sus objeciones habían desaparecido como por encanto y ahora parecía muy relajada y serena.

El médico no le había recetado ningún medicamento, por las razones que le explicó a ella mientras William estaba fuera de la habitación, pero le pidió que tomara sopas calientes y té y que siguiera con lo que tuviera entre manos. Una vez que se hubo marchado, William se preguntó si no sería demasiado viejo y no conociera bien su profesión. En estos tiempos se disponía de gran cantidad de fármacos para no terminar contrayendo una neumonía, o una tuberculosis, y no estaba seguro de que la sopa caliente fuera suficiente. Eso le hizo plantearse la idea de si no debería llevarla a París.

Al entrar en la habitación, la encontró tumbada en la cama, mirando ensimismada por la ventana. Acercó la silla de ruedas a la cabecera de la cama y le acarició la mejilla. Pero la fiebre había desaparecido, y sólo le quedaba aquella tos, lo que no dejaba de preocuparle.

– Quiero llevarte a París mañana mismo si no has mejorado para entonces -le dijo con serenidad.

Era demasiado importante para él como para arriesgarse a perderla.

– Estoy bien -dijo ella con una extraña mirada en los ojos que a él le hizo sonreír-. Estoy perfectamente bien…, sólo que me siento muy estúpida.

No se lo había imaginado ni ella misma. Había estado tan ocupada durante el último mes, que sólo pudo pensar en las fiestas, en Whitfield's, en las joyas y en nada más. Y ahora…

– ¿Qué significa eso? -preguntó él frunciendo el entrecejo y mirándola atentamente, mientras ella se incorporaba sobre la almohada con una sonrisa beatífica.

Se sentó en la cama y se inclinó hacia él, besándolo tiernamente a pesar del resfriado. Pero nunca le había amado tanto como en este momento, cuando le dijo:

– Estoy embarazada.

Por un instante, el rostro de William no expresó nada. Luego, se la quedó mirando, estupefacto.

– ¿Que estás qué? ¿Ahora?

– Acertaste -dijo ella con una expresión resplandeciente para luego dejarse caer de nuevo sobre las almohadas-. Creo que estoy de dos meses. Estaba tan absorbida por la tienda que me había olvidado por completo de todo lo demás.

– Santo Dios. -Casi pegó un salto en la silla de ruedas y, con una sonrisa de orgullo, le tomó los dedos entre los suyos, se inclinó y los besó-. Eres extraordinaria.

– Esto no lo he hecho yo sola, ¿sabes? Tú también has tenido que ayudar un poco.

– Oh, querida. -Se inclinó más hacia ella, sabiendo muy bien lo mucho que había deseado tener otro bebé, lo mismo que él. Pero ambos habían abandonado la esperanza después de los tres años transcurridos, al ver que no sucedía nada-. Espero que sea una niña – dijo en voz baja.

Sabía que ella también lo deseaba así, no para que ocupara el lugar insustituible de Lizzie, sino para establecer un cierto equilibrio con Phillip. William no había llegado a conocer a su hija, y ahora anhelaba tener una. En el fondo de su corazón, Sarah también confiaba que el nacimiento de una niña contribuyera también a curar las heridas de Phillip. Había amado tanto a Lizzie, y había sido tan diferente, tan arisco y distante desde que la perdieron.

William se incorporó sobre la silla de ruedas y se dejó caer en la cama, junto a Sarah.

– Oh, cariño, si supieras cómo te amo.

– Yo también te amo -le susurró ella, apretada contra él.

Y permanecieron así durante largo rato, pensando en lo felices que eran, y contemplando un futuro lleno de expectativas.


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