Al cabo de una semana en casa, el aspecto de Sarah era mucho más saludable. Hacía ya una vida casi completamente normal, y un día quedó en ir a comer con su madre y con su hermana. Parecía estar bien, aunque ellas sabían que aún no se encontraba recuperada por completo.
Las tres se encontraron en casa de Jane, y su madre le preguntó por Freddie con fingida naturalidad. Sentía inquietud por todo lo que Sarah le había contado en el hospital.
– Freddie está bien -contestó Sarah, con la misma aparente naturalidad.
Como siempre, no comentó nada sobre las largas noches que pasaba sola, ni sobre el lamentable estado en que su marido regresaba siempre a casa. A decir verdad, ni siquiera hablaba del tema con él. Había aceptado su destino, y tomó la determinación de continuar su matrimonio con Freddie. Hacer cualquier otra cosa le habría resultado poco menos que humillante.
Freddie también percibió que algo en ella había cambiado, que se mostraba especialmente sumisa, como si se resignara a su detestable comportamiento. Parecía como si la pérdida del hijo se hubiera llevado consigo algo de ella. Pero eso no le inquietaba, al contrario, se limitaba a sacar provecho de la actitud aparentemente sumisa de su mujer. Entraba y salía a su antojo, y apenas se veían. Además, le era indiferente que la gente estuviera al corriente de sus devaneos con otras mujeres, y bebía desde que se levantaba hasta que caía inconsciente, ya fuera en su cama o en cualquier otra.
Para Sarah fue una época increíblemente desdichada, pero parecía decidida a aceptarlo. Transcurrieron los meses, inmersa en la soledad y un sufrimiento que no compartía con nadie. Su hermana se enfadaba con ella cada vez que se veían. Por eso, Sarah comenzó a dejar de verla. Poco a poco se desarrolló en ella una especie de insensibilidad, de vacío, y sus ojos revelaban una callada angustia. Jane estaba muy preocupada porque su hermana había adelgazado en exceso desde que tuvo el aborto, pero le daba la impresión de que hacía todo lo posible por evitarla.
– Sarah, ¿qué te sucede? -se decidió a preguntarle un día, a finales de mayo.
Por entonces ella ya estaba en su sexto mes de embarazo y hacía mucho tiempo que no se veían, porque Sarah no soportaba ver a su hermana embarazada.
– Nada. Estoy bien.
– ¡No digas que estás bien! Eres otra persona. ¿Qué te está haciendo tu marido? ¿Qué ocurre entre vosotros?
Jane se ponía enferma sólo con mirarla. Había notado lo incómoda que se sentía su hermana cada vez que la visitaba, y por eso casi nunca había tratado de sonsacarla. Pero ya no estaba dispuesta a abandonarla por más tiempo a su propia suerte. Le empezaba a inquietar terriblemente que pudiera perder el juicio si continuaba junto a Freddie, y por eso se decidió a hablarle con franqueza.
– No seas tonta. Estoy bien.
– ¿Van ahora las cosas mejor que antes?
– Supongo que sí.
Su evasiva fue premeditada, y su hermana se dio cuenta al instante.
Desde el aborto, Sarah nunca había estado tan delgada y tan pálida. Se encontraba sumida en una profunda depresión, y lo peor de todo es que nadie lo sabía. Se apresuraba a decir a todo el mundo que las cosas se habían arreglado, que Freddie se portaba bien. Incluso les dijo a sus padres que su marido estaba buscando trabajo. Siempre la misma cantinela, pero ya nadie estaba dispuesto a creerla, ni siquiera ella misma.
Para celebrar su primer aniversario de boda sus padres consintieron tácitamente en alimentar más la farsa, y organizaron en su honor una pequeña fiesta en la casa de Southampton.
Al principio, Sarah había tratado de disuadirlos, pero al final le resultó más fácil llevarles la corriente. De hecho, hasta le pareció una gran idea. Freddie le prometió asistir; deseaba disfrutar de toda una semana en Southampton y llevarse consigo media docena de amigos. La casa era realmente espaciosa, y cuando Sarah le pidió a su madre su aprobación, ésta le contestó que los amigos de Freddie serían bien recibidos. Más tarde se lo comunicó a su marido, aunque advirtiéndole que se comportaran debidamente, porque no deseaba que se produjera ninguna situación embarazosa con sus padres.
– Qué cosas tienes, Sarah -le reprendió. En los dos últimos meses se venía mostrado más desconsiderado. Ella ignoraba si se debía a la desmesurada cantidad de alcohol que ingería o si era simplemente que había llegado a odiarla-. Tú me odias, ¿verdad?
– No seas ridículo. Lo único que pretendo es que tus amigos sepan comportarse en casa de mis padres.
– Siempre tan meticulosa y remilgadita. Pobrecita ella, tiene miedo de que no sepamos comportarnos delante de sus papás.
Sarah estuvo a punto de decirle que era el único sitio en que sabía portarse correctamente, pero se contuvo. Se resignaba a lo que la vida le había deparado, pese a la certeza de que junto a él siempre sería desdichada. Casi con seguridad nunca esperarían otro hijo, pero eso ya no le importaba. Ni eso ni nada. Se limitaba a dejar transcurrir el tiempo, hasta que un día le tocara morir y todo acabara. Nunca consideró la posibilidad de divorciarse, o en todo caso lo pensó de una manera muy difusa. Nadie de su familia se había divorciado nunca, y ni en sus pesadillas más angustiosas albergó la idea de ser la primera. Se habría muerto de vergüenza, igual que sus padres.
– Descuida, Sarah, sabremos comportarnos. Pero hazme un favor. No hagas que mis amigos se sientan incómodos con tus caras largas. Serías capaz de arruinar cualquier fiesta.
Precisamente fue al casarse y abortar el hijo que esperaba, cuando empezó a palidecer, a perder toda su vida, su alegría de vivir. De niña siempre fue una persona dinámica y vivaz, y con el tiempo se había convertido en un cuerpo errante. Jane lo comentaba algunas veces, pero tanto Peter como sus padres le dijeron que no se preocupara, que Sarah se pondría bien. Eso, sin embargo, no era más que lo que ellos querían creer.
Dos días antes de la fiesta de los Thompson, el duque de Windsor se casó con Wallis Simpson. La ceremonia se celebró en el Château de Candé, en Francia, en medio de la vorágine de la prensa y toda la atención internacional. A Sarah esta celebración le pareció penosa y de mal gusto. De pronto, su mente se olvidó de los Windsor y volvió a la celebración de su aniversario.
Peter, Jane y el pequeño James decidieron pasar el fin de semana en Southampton para participar en el gran acontecimiento. La casa estaba preciosa, con flores por todas partes, y se instaló un entoldado en el jardín, encarado hacia el mar. Los Thompson prepararon una gran fiesta. La noche del viernes se dispuso que los jóvenes salieran con sus amigos, por lo que pasaron la noche en Canoe Place, en medio de charlas, bailes y risas. No faltó ni siquiera Jane, que ya se encontraba en un estado de gestación muy avanzado, y Sarah, que se sentía como si no se hubiera reído durante años. Además, Freddie bailó con ella, y por un segundo pareció como si la fuera a besar. Al final, Peter, Jane, Sarah y algunos más regresaron a casa, mientras Freddie y sus amigos seguían deambulando en busca de jarana. Esto desconsoló a Sarah, pero no comentó nada en el camino de vuelta con Peter y Jane. Su hermana y su cuñado, debido al chispeante estado de alegría en que se encontraban, ni siquiera notaron su mutismo.
El día siguiente amaneció claro y soleado. Al atardecer, bajo una preciosa puesta de sol sobre Long Island, la banda de música empezó a tocar y los Thompson se dispusieron a saludar a los invitados. Sarah se había puesto un espléndido vestido blanco que realzaba su figura; parecía una joven diosa. Llevaba el pelo sujeto en un elegante moño, y se movía con tanta gracia mientras saludaba a los invitados y a sus padres que todo el mundo coincidía en comentar lo mucho que había madurado en un sólo año y lo hermosa que estaba, más incluso que el día de su boda. Contrastaba en gran manera con la evidente obesidad de su hermana, que ofrecía una conmovedora imagen maternal, enfundada en un vestido de seda color turquesa que cubría toda su voluminosidad, pero carecer de figura no era una cosa que a Jane le preocupara demasiado.
– Mi madre me ha preguntado si quería ponerme el entoldado, pero este color me gusta más -bromeó con un viejo amigo.
Al pasar junto a ella, Sarah esbozó una sonrisa. Estaba tan guapa y parecía tan feliz… Hacía tiempo que no la veía así. Pero Jane sospechaba que algo no iba bien.
– Qué delgada te has quedado Sarah.
– Estuve…, estuve algo enferma a principios de año.
Desde el aborto había perdido más peso incluso y, aunque nunca quiso admitirlo, se sentía culpable y terriblemente afligida por la pérdida de su hijo.
– Qué, ¿todavía no buscáis el bebé? -le preguntaban una y otra vez-. ¡A ver si os espabiláis!
Se limitaba a sonreír. Al cabo de una hora, se dio cuenta de pronto de que aún no había visto a Freddie. La última vez que lo había visto rondaba por la barra del bar junto con sus amigos; desde entonces, le había perdido la pista, dedicándose a saludar a los invitados, en compañía de su padre. Al preguntarle al mayordomo, éste le contestó que el señor Van Deering se había marchado en coche con algunos amigos, en dirección a Southampton.
– Seguramente habrán ido a comprar algo, señorita Sarah -añadió en tono amable.
– Gracias, Charles.
Estaba de mayordomo en la casa desde hacía años, e incluso pasaba allí los inviernos, cuando todos volvían a la ciudad. Le conocía desde que era una niña, y le tenía un cariño muy especial.
A Sarah comenzó a inquietarle lo que Freddie pudiera estar haciendo. Sin duda, él y sus amigos habrían ido a parar a algún bar de Hampton Bays para tomarse rápidamente unas cuantas copas bien cargadas antes de volver a la fiesta. Lo que en rigor le preocupaba era el estado en que podrían regresar, o que alguien notara su ausencia.
– ¿Dónde está ese apuesto marido tuyo? -le preguntó una antigua amiga de su madre.
Ella le contestó que bajaría en un minuto, que había ido un momento a traerle un chal para ponérselo por encima. La amiga consideró muy cortés el detalle.
– ¿Ocurre algo? -inquirió su hermana con cautela.
La había estado observando durante la última media hora y la conocía demasiado bien como para dejarse convencer por su sonrisa.
– No. ¿Por qué?
– Parece como si te hubieran metido una serpiente en el bolso. -La comparación hizo que a Sarah se le escapara la risa. Por un instante le hizo volver a su infancia, y casi se olvidó de que su hermana estaba embarazada. Dentro de apenas dos meses le resultaría muy difícil soportar el ver a su hermana con el bebé, sabiendo que el suyo se había marchado para siempre, y que tal vez nunca tendría hijos. Ella y Freddie no habían hecho el amor desde el accidente-. A ver, ¿dónde está la serpiente? -preguntó Jane.
– Pues, se me ha escapado.
Las dos hermanas rieron al unísono por primera vez en mucho tiempo.
– No me refería a eso…, pero hay que reconocer que ha sido muy oportuno. Dime, ¿con quién se ha ido?
– No lo sé. Pero Charles me ha dicho que se fueron a la ciudad hace media hora.
– ¿Y eso por qué?
Jane la miró con preocupación. Cuántos quebraderos de cabeza le debía dar su marido, más de los que podían imaginar, si no era capaz de guardar las formas ni una sola tarde en casa de sus suegros.
– Habrán tenido algún contratiempo. Con la bebida, seguro. Necesitan cantidades ingentes. De todas maneras, aguantará bien…, hasta más tarde.
– A mamá le hará mucha gracia cuando lo sepa.
Jane sonrió mientras permanecían juntas observando a la multitud. Parecía que la gente se lo estaba pasando bien, aunque obviamente no era ése el caso de Sarah.
– Pues papá lo va a encontrar aún más gracioso. -Ambas rieron de nuevo, y Sarah, tras un hondo suspiro, miró a su hermana-. Siento haberme portado así contigo durante estos últimos meses. Es sólo que…, no sé…, es muy duro para mí pensar que vas a tener otro niño…
Se le escaparon unos gimoteos, sin dejar de mirarla, y su hermana le tendió el brazo para consolarla.
– Ya lo sé. Y no has conseguido otra cosa que preocuparme todavía más. Cómo me gustaría poder hacer algo para que fueras feliz.
– Estoy bien.
– Te está creciendo la nariz, Pinocho.
– Oh, cállate.
Sarah sonrió de nuevo, y juntas volvieron a perderse entre los invitados. A la hora de la cena, que se celebraba en el jardín, Freddie todavía no había regresado. Al sentarse a la mesa en los lugares asignados y ver que el asiento de honor de Freddie, a la derecha de su suegra, estaba vacío, los invitados notaron en seguida su ausencia y la de sus amigos. Pero antes de que nadie pudiera hacer comentario alguno, o que la señora Thompson tuviera ocasión de preguntar a Sarah adónde había ido su yerno, se oyó un estruendo de bocinas. Eran Freddie y cuatro de sus amigos, que cruzaban el césped de modo temerario con su lujoso automóvil, entre gritos y carcajadas. Se detuvieron justo al lado de las mesas, ante la mirada estupefacta de todos, y se apearon del descapotable. Traían consigo a tres chicas de la ciudad, una de las cuales se mostraba especialmente cariñosa con Freddie. Al acercarse, los comensales pudieron apreciar que no se trataba exactamente de unas amigas, sino de mujeres que vendían su compañía.
Los cinco jóvenes estaban sumidos en un lamentable estado de embriaguez, y era evidente que aquella acrobática maniobra les pareció la más divertida de cuantas habían realizado. No era el caso de las chicas, que contemplaron un tanto acobardadas a toda aquella gente engalanada y a todas luces perpleja que les rodeaba. La que iba con Freddie se apresuró a convencerle de que las llevaran de vuelta a la ciudad, pero ya era demasiado tarde. A todo esto un grupo de camareros trataba de llevarse el coche de allí, y Charles, el mayordomo, intentaba hacer desaparecer a las chicas. Freddie y sus amigos deambularon sin rumbo, tropezando con todo, intentando sortear sin éxito a los invitados, y provocando todo tipo de situaciones embarazosas. Freddie era el peor de todos. No quería permitir que se llevaran a la chica que le acompañaba. Sarah, aturdida, se levantó de la mesa y fijó la mirada en él, recordando con lágrimas en los ojos el día de su boda, hacía tan sólo un año. ¡Cuántas esperanzas albergó entonces en un matrimonio que se habría de convertir en una pesadilla! Aquella desconocida no era más que el símbolo de todos los horrores vividos durante el año anterior. De pronto, mientras lo seguía observando angustiada y silenciosa, tuvo la sensación de que todo era irreal, como si se tratara de una horrible película. Lo peor de todo era que a ella le había tocado interpretar uno de los papeles.
– ¿Qué pasa… cariño? -le preguntó Freddie desde el otro lado de las mesas-. ¿No quieres conocer a mi bomboncito? -La visión del semblante descompuesto de su mujer le produjo risa. En ese momento, Victoria Thompson cruzó el césped en busca de su hijo menor, que se había quedado helado, paralizado por la impresión, como fuera de sí-. Sheila -continuó gritando-, ésta es mi mujer…, y ésos son sus padres -dijo, con un ceremonioso ademán.
Era el centro de todas las miradas. En ese momento, entre el señor Thompson y dos camareros se llevaron por la fuerza a Freddie y a su amiga, mientras un ejército de camareros expulsaba al resto de los compinches.
Freddie reaccionó con un poco de violencia cuando su suegro lo condujo hasta un pequeño cobertizo de la playa que utilizaban como vestuario.
– ¿Qué pasa, señor Thompson? ¿Acaso no es mi fiesta?
– No, a decir verdad, no lo es. Nunca lo debería haber sido. Te debimos echar de la familia hace meses. Pero te aseguro, Frederick, que me voy a ocupar de eso en seguida. Por lo pronto, ya te estás marchando de aquí. Enviaremos tus cosas la semana que viene, y tendrás noticias de mis abogados el lunes a primera hora. No volverás a torturar a mi hija. Y por favor, no vuelvas por el apartamento. ¿Ha quedado claro?
La voz de Edward Thompson retumbó en el pequeño cobertizo, pero Freddie estaba demasiado borracho como para asustarse.
– Me…, me parece que papá Thompson se ha disgustado un poquitín. No me dirá usted que de tanto en tanto no se ve con alguna jovencita. Vamos, señor… Estoy dispuesto a prestarle ésta.
Abrió la puerta, y ambos vieron que la chica permanecía fuera, esperando a Freddie.
Edward Thompson cogió a Freddie por las solapas con tanta rabia que casi lo tiró al suelo.
– ¡Si te vuelvo a ver, asquerosa rata inmunda, te mato! ¡Ahora lárgate de aquí, y mantente alejado de Sarah! -gritó frenético.
La mujer se estremeció al verlos forcejear.
– Está bien, ya me voy.
Sin poder disimular su embriaguez, Freddie le ofreció el brazo a la prostituta y, cinco minutos más tarde, tanto él como sus amigos desaparecieron de la fiesta. Sarah había subido llorando a su habitación en compañía de su hermana Jane, a quien insistía que era mejor así, que todo había sido una pesadilla desde el principio, que quizá la culpa era suya por haber perdido el niño, porque a lo mejor eso lo habría cambiado todo. Algunas de las cosas que decía tenían sentido y otras no, pero era evidente que le surgían de lo más profundo de su alma. Mientras seguía refugiada en el regazo de su hermana mayor, su madre subió un momento para ver cómo se encontraba, pero tuvo que bajar de nuevo para atender a los invitados, aunque se sintió aliviada al comprobar que Jane se hacía cargo de ella. La fiesta había resultado un estrepitoso fracaso.
La velada se le hizo eterna a todo el mundo, a pesar de que los invitados supieron disimular en todo momento. Cenaron tan rápido como les fue posible; bailaron por educación unas cuantas piezas; todos fueron muy considerados al olvidar lo sucedido, y se marcharon temprano. A las diez ya no quedaba nadie y Sarah seguía llorando en su habitación.
La mañana siguiente fue un tanto tensa en casa de los Thompson. Toda la familia se reunió en el salón, donde Edward Thompson explicó con entereza a su hija lo que le había dicho a Freddie la noche anterior.
– La decisión es tuya, Sarah -le dijo con evidente frustración-, pero quisiera que te divorciaras de él.
– Padre, no puedo…, sería terrible para toda la familia.
Los miró a todos, temerosa de la desdicha y la vergüenza que les acarrearía.
– Si vuelves con él será mucho peor para ti. Ahora me doy perfecta cuenta de todo lo que has pasado. -Mientras exponía esto, casi se alegró al pensar que ella había perdido el niño. La miró con tristeza-. Sarah, ¿tú le amas?
Titubeó un momento, bajó la mirada hacia las manos, que mantenía firmemente apoyadas en las rodillas y musitó:
– Ni siquiera sé por qué me casé con él. -Levantó la mirada de nuevo -. Entonces creía que lo amaba, pero ni siquiera lo conocía.
– Cometiste un tremendo error. Te dejaste engañar, Sarah. Puede ocurrirle a cualquiera. Ahora tenemos que solucionar el problema por ti. Deja que yo me encargue de todo.
Todos coincidieron en que eso era lo mejor para ella.
– ¿Y qué vas a hacer?
Se sentía perdida, como una niña, pensando en que los invitados habían visto a Freddie burlarse cruelmente de ella la noche anterior. Era más que una mera imagen. Era una tortura…, traer mujerzuelas a casa de sus padres. Se había pasado la noche llorando, horrorizada por lo que diría la gente, por la terrible humillación que eso supondría para sus padres.
– Quiero que lo dejes todo en mis manos. -Entonces pensó en otra cosa-. ¿Te quieres quedar con el apartamento de Nueva York?
Miró a su padre e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No quiero nada. Sólo quiero volver contigo y con mamá.
Dejó escapar algunas lágrimas, y su madre le pasó el brazo por el hombro para reconfortarla.
– Bien, así será -dijo el padre algo emocionado, mientras la madre le secaba las lágrimas.
Peter y Jane se apretaron fuertemente las manos. El drama les había afectado a todos, pero ahora se sentían mejor por Sarah.
– ¿Y qué pasará contigo y con mamá? -preguntó, mirando a sus padres con tristeza.
– ¿Con nosotros?
– ¿No os avergonzaréis de mí si me divorcio? Me siento como si fuera esa Simpson. Todo el mundo hablará de mí, y también de vosotros.
Sarah rompió a llorar y hundió la cara entre sus manos. Era muy joven todavía, y los acontecimientos de los últimos meses aún la tenían abrumada. Su madre se apresuró a darle el calor de su pecho e intentó consolarla.
– ¿Qué va a decir la gente, Sarah? ¿Que era un marido terrible? ¿Que fuiste muy desdichada? ¿Qué has hecho de malo? Nada en absoluto. Tienes que aceptarlo. No has hecho nada malo. Es Frederick el que debería avergonzarse, no tú.
Una vez más, el resto de la familia asintió como muestra de apoyo.
– Pero la gente se horrorizará. Nunca se había divorciado nadie en esta familia.
– ¿Y qué? Prefiero que vivas segura y feliz, que tu vida no se convierta en una pesadilla, al lado de Freddie van Deering.
Victoria se sintió culpable; le resultaba doloroso no haberse dado cuenta de lo mal que lo había pasado su hija. Solamente Jane pudo sospechar la angustia que asolaba a su hermana, y nadie la había escuchado. Creían que el aborto era la causa de todo su infortunio.
Sarah aún continuaba afligida cuando Peter y Jane regresaron a Nueva York aquella misma tarde, así como a la mañana siguiente, cuando su padre se marchó para entrevistarse con los abogados. Su madre decidió quedarse con ella en Southampton, porque Sarah se había mostrado inflexible en su determinación de no volver a Nueva York por el momento. Deseaba ocultarse allí para siempre y, por encima de todo, no quería ver a Freddie. Convino con su padre en que debía divorciarse, pero le entraba el pánico al pensar en lo que se le avecinaba. Alguna vez había leído algo referente a divorcios en los periódicos, y tenía la impresión de que siempre eran complicados, sumamente embarazosos y desagradables. Ya daba por sentado que Freddie estaría furioso con ella. Por eso se quedó helada cuando él la llamó el lunes a media tarde, después de haber hablado con los abogados de su padre.
– No pasa nada, Sarah. Creo que es lo mejor para los dos. No estábamos aún preparados.
¿Estábamos? No podía dar crédito a sus oídos. Él ni siquiera se sentía culpable, es más, parecía feliz de haberse librado de ella y de todas las responsabilidades que nunca se había molestado en aceptar, como la de su hijo.
– ¿No estás enfadado? -preguntó Sarah, sorprendida y dolida a un tiempo.
– Nada de eso, muñeca.
Hubo un largo silencio.
– ¿Estás contento?
Otro silencio.
– Te encanta preguntar todas esas cosas ¿verdad, Sarah? ¿Qué importa cómo me siento? Cometimos un error y tu padre ahora nos está ayudando a salir de él. Es un buen hombre, y creo que obramos correctamente. Si te he causado algún trastorno, lo siento…
Hablaba como si se tratara de un lamentable fin de semana o una tarde poco afortunada. Freddie no tenía ni idea de lo que había hecho sufrir a su mujer durante todo un año. Nadie se había dado cuenta. Y no sólo eso. Él se sentía incluso feliz de acabar de una vez.
– ¿Y qué vas a hacer ahora? -quiso saber Sarah.
Le costaba hacerse a la idea. Todo era demasiado reciente y confuso. Lo único que tenía claro era que no quería regresar a Nueva York. No quería ver a nadie, ni tener que explicar nada del porqué de su ruptura con Freddie van Deering.
– Igual me voy a Palm Spring por unos meses. O a lo mejor paso el verano en Europa.
A medida que hablaba iba improvisando sus planes.
– No está mal.
Era como hablarle a un extraño, y eso le producía aún mayor tristeza. Nunca se habían llegado a conocer, su relación no había sido más que un juego, y ella había salido perdiendo. Los dos, a decir verdad, sólo que Freddie parecía no darse cuenta.
– Cuídate -dijo él, como si se tratara de dos compañeros de clase que se iban a dejar de ver durante una temporada, aunque no sería una temporada, sino para siempre.
– Gracias – replicó mirando el teléfono, inexpresiva.
– Ahora me tengo que ir, Sarah. -Ella asintió en silencio con la cabeza-. ¿Sarah?
– Sí…, perdona…, gracias por llamar.
«Gracias por este año tan horrible, señor Van Deering… Gracias por destrozarme el corazón.» Quiso preguntarle si la había amado alguna vez, pero no encontró el valor; pensó que, de todos modos, ya sabía la respuesta. Era obvio que no. Freddie no amaba a nadie, ni siquiera a sí mismo, y desde luego tampoco a Sarah.
La amargura le duró todo el mes, y el siguiente, hasta septiembre. Su madre lo notaba. Lo único que atrajo su atención en julio fue la desaparición de Amelia Earhart, y unos días más tarde la invasión de China por los japoneses. No dejaba de pensar en el divorcio. Se sentía culpable de todo, y no podía soportar ser motivo de deshonra para su familia. Pasó por momentos muy duros cuando nació el hijo de Jane, pero tuvo el coraje de ir con su madre a Nueva York para visitar a su hermana al hospital. Tuvo una criatura preciosa, a quien pusieron por nombre Marjorie. Después de haberla visto, insistió en conducir ella de vuelta a Southampton. Tenía ganas de estar sola. Se pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre su pasado, tratando de encontrar una explicación a todo lo que le había acontecido. De hecho, era mucho más sencillo de lo que ella pensaba. Había contraído matrimonio con un hombre al que no conocía realmente, un hombre que había llegado a ser un marido odioso. Eso era todo. Pero, de alguna manera, ella continuaba culpándose, y se llegó a convencer de que lo mejor que podía hacer era alejarse del mundo, mantenerse aparte, para que la gente olvidara que existía, y no pudiera atormentar a sus padres por su pecado. Por consideración hacia ellos, y hacia ella misma, se obstinó literalmente en desaparecer.
– No puedes seguir así durante el resto de tu vida, Sarah -le recriminó su padre con severidad.
Después de la fiesta del día del Trabajo, cuando las vacaciones se hubieron acabado, tuvieron que regresar a Nueva York. Los procedimientos legales seguían el curso previsto. Freddie estaba en Europa tal y como le había comentado, pero había dejado todo en manos de su abogado, que colaboraba de buen grado con los Thompson. La audiencia se fijó para noviembre, y el divorcio se haría efectivo exactamente un año más tarde.
– Debes volver a Nueva York -le encareció su padre.
No querían abandonarla allí, recluida, como si fuera un miembro de la familia del que se sintieran avergonzados. Pero aunque era una locura, así era como se sentía ella, y por eso rechazó la intención de su hermana de visitarla con la niña en octubre, cuando volvieran a Long Island.
– No quiero volver a Nueva York, Jane. Ahora soy feliz aquí.
– ¿Con Charles y los tres viejos criados, helándote de frío todo el invierno? Vamos, no seas tonta. Ven a casa. Tienes sólo veintiún años y no puedes dejar escapar tu vida de esa manera.
Debes aprender a empezar de nuevo.
– No quiero -dijo con fragilidad, evitando mostrar interés por la criatura.
– No seas idiota.
Sarah se sorprendió al ver a su hermana mayor tan exasperada.
– ¿Qué sabrás tú, maldita sea? Tienes un marido que te quiere y dos hijos. Nunca has sido una carga o motivo de desgracia para nadie. Eres la esposa, la hija, la hermana y la madre perfectas. ¿Qué sabes tú de mi vida? ¡Nada en absoluto! -Parecía furiosa, y lo estaba, pero no con Jane sino consigo misma, y su hermana lo sabía. Furiosa con su destino…, y con Freddie. En seguida se arrepintió y miró a su hermana con tristeza-. Perdóname, lo único que deseo es quedarme aquí, alejarme de todo.
Ni siquiera podía encontrar las palabras adecuadas para expresarse.
– Pero ¿por qué?
Jane no podía comprenderlo. La veía joven y bonita y, además, no era la primera mujer que se divorciaba. El problema era que Sarah se comportaba como si hubiera asesinado a alguien,
– No quiero ver a nadie. ¿Es que no puedes entenderlo?
– ¿Y cuánto tiempo piensas pasar así?
– Pues toda la vida. ¿Vale? ¿Te parece suficiente? ¿Lo entiendes ahora?
Odiaba tener que responder a todas aquellas preguntas.
– Sarah Thompson, estás loca.
En los trámites de la separación, su padre había dispuesto que recuperara el apellido de soltera lo antes posible.
– Tengo derecho a hacer lo que quiera con mi vida. Puedo hacerme monja si me da la gana -le dijo con terquedad a su hermana.
– Primero tendrías que hacerte católica -observó Jane con una sonrisa, aunque Sarah no lo encontró gracioso.
Eran de confesión episcopaliana desde que nacieron. Jane empezó a pensar que su hermana estaba un poco trastornada. Era cuestión de tiempo, o al menos eso es lo que todos esperaban, pero cada vez estaban menos seguros.
Sarah mantuvo firme su decisión de no trasladarse a Nueva York. Hacía tiempo que su madre había recogido y guardado en cajas todas sus cosas del apartamento. No quería ni verlas. En noviembre, acudió a la vista oral de su divorcio vestida de negro y con cara fúnebre. Estaba tan bonita como siempre, pero su rostro reflejaba miedo. Permaneció sentada estoicamente hasta que todo hubo terminado. Sin perder un instante, cogió el coche y se llegó a Long Island. Acostumbraba dar largos paseos por la playa a diario, incluso en los días más gélidos, cuando el viento le fustigaba el rostro hasta hacerle sentir dolor. Vivía inmersa en la lectura y escribía cartas a su madre, a Jane y a algunas viejas amistades, pero al mismo tiempo seguía sin deseos de verlas.
En navidades toda la familia volvió a reunirse en Southampton. Sarah apenas hablaba. La única ocasión en la que mencionó lo del divorcio fue a su madre, porque oyó algo por la radio relacionado con la separación del duque y la duquesa de Windsor. Sintió una penosa afinidad con Wally Simpson, pero su madre le aseguró que ella no tenía nada en común con aquella mujer.
Al llegar la primavera, su aspecto experimentó al fin una notable mejoría, se sentía mejor, más relajada, había ganado algo de peso y sus ojos habían despertado del mortecino letargo. Por aquel entonces su intención era la de encontrar una casa en algún lugar solitario de Long Island, para alquilarla, o quién sabe si comprarla.
– Eso es ridículo -gruñó su padre cuando lo sugirió-. Entiendo perfectamente que te sintieras desdichada por todo lo que te ha pasado, y que necesitaras algún tiempo para recuperarte aquí, pero lo que no voy a consentir es que te encierres tú sola en Long Island para el resto de tu vida, recluida como un ermitaño. Si quieres puedes quedarte aquí hasta el verano, pero en julio, tu madre y yo te vamos a llevar a Europa.
Lo acababa de decidir la semana anterior y a su mujer le había entusiasmado la idea, incluso Jane pensó que era un proyecto espléndido, justo lo que Sarah necesitaba.
– No pienso ir.
Una vez más se mostró testaruda, pero era diferente. Estaba preciosa, más fuerte y saludable que nunca, y le había llegado la hora de reintegrarse al mundo, estuviera de acuerdo o no. Si no accedía por las buenas, sus padres estaban decididos a obligarla.
– ¡Tú irás si te lo decimos nosotros!
– No quiero ir detrás de Freddie -apuntó débilmente.
– Ha pasado todo el verano en Palm Beach.
– ¿Cómo lo sabes?
Sentía curiosidad por saber si su padre había hablado con él.
– He hablado con su abogado.
– De todas maneras, no quiero ir a Europa.
– Pues peor para ti, porque si no vas por las buenas, irás por las malas. Irás y no se hable más.
Sarah se levantó de la mesa y se fue a pasear por la playa. Al volver, su padre la esperaba junto al cobertizo. Le había partido el corazón contemplar cuánto había sufrido su hija por una unión que nunca existió, la pérdida del hijo que esperaba, los errores que había cometido y el profundo desengaño que le amargaba la existencia. Subía sorteando las dunas de la playa y, al divisarlo, se sorprendió.
– Te quiero, Sarah. -Era la primera vez que se lo decía, por lo menos de una forma tan directa, y eso le llegó al corazón como una flecha untada en el bálsamo que ella necesitaba para sanar-. Tu madre y yo te queremos mucho. Puede que no sepamos el modo de ayudarte, de hacer que cicatrice tu sufrimiento, pero queremos intentarlo. Deja que lo intentemos, por favor.
Al oír esto se le llenaron los ojos de lágrimas y él la estrechó entre sus brazos, y la mantuvo así durante largo rato, mientras ella lloraba amargamente sobre su hombro.
– Yo también te quiero, papá… Te quiero tanto. Perdóname.
– No te preocupes por eso nunca más, Sarah. Sé feliz. Quiero que vuelvas a ser la chica alegre que siempre fuiste.
– Lo intentaré. -Retiró la cabeza y vio que su padre también lloraba-. Siento haberos creado tantos problemas.
– ¡Eso está mejor! -Sonrió el padre entre lágrimas-. ¡Tienes que hacerlo!
Caminaron muy despacio hacia la casa, hombro con hombro, entre risas, y él rogó al cielo para que su hija aceptara de buen grado acompañarles a Europa.