CAPÍTULO 15

La vida es simplemente una condenada cosa tras otra.

~Atribuido a Elbert Hubbard


James ya estaba en movimiento. Su pierna salió disparada, enganchó el arma y la envió volando a la hiedra contra el muro del jardín. El hombre aulló y se agarró la mano. James estaba casi encima suyo cuando una gruesa manta cayó volando sobre su cabeza y oyó las voces de dos hombres, uno de ellos susurrando:

– No, no grite’, tonto. Sólo lo ataremo’ así pa’ que no pueda patea’ y romperno’ los cogotes.

– Quiero patea’le las bolas, Augie, po’ patear así a Billy, el ba’tardo casi le rompió la muñeca.

James tiraba de la manta, intentando encontrar una esquina, cuando el cañón de un arma lo cortó apenas en el hombro, y otro lo golpeó duro en la cabeza. Estaba maldiciendo lo bastante fuerte como para alertar a la guardia cuando el dolor lo hizo caer de rodillas. Otro golpe en la cabeza. Cayó, envuelto en la gruesa lana, y no supo nada más.


El grito de Corrie nunca salió de su garganta. No había nada que pudiera hacer excepto gritar y saltar sobre ellos, y probablemente lograr que la golpearan en la cabeza con un arma, ¿y de qué serviría eso a James? Siguió mirando, horrorizada y enfurecida, y se metió el puño en la boca.

Vio que lo levantaban, y entonces uno de los hombres, mucho más grandote que los demás, tiró a James, todavía envuelto en la manta, sobre su hombro.

– No es una pluma, este. Saquemo’ a nuestro fino muchacho de este luga’, rápido.

El corazón de Corrie palpitaba lo suficientemente fuerte como para que el Señor lo escuchara, pero los siguió, sus zapatillas ligeras sobre los adoquines mientras corría hacia la puerta trasera del jardín. Los vio abrir la puerta, vio un carruaje en el callejón, con dos zainos aparejados a él, parados quietos, con las cabezas bajas, en reposo. Uno de los hombres trepó al banco y tomó las riendas. Era Billy. Se recostó.

– Muévete, Ben, ata bien a nuestro caba’ero. Es uno de lo’ fuertes, me pateó la muñeca tan duro que sentí pinchazo’ po’ los dedos. Nunca vi a un hombre move’se así. Lo mantendremos vigila’o.

Ella vio cómo arrojaban a James sobre el piso del carruaje y luego saltaban detrás de él.

Un hombre se inclinó fuera de la ventana y siseó:

– ¡Vamo’, Billy, revuélvelo’, ahora! Tenemo’ un largo camino por andar.

Corrie vio a Billy chasquear la lengua a los caballos y agitar las riendas. El carruaje se movió lentamente hacia la entrada del callejón, detrás de la mansión, por la calle Clappert.

Corrie no pensó, no sopesó las consecuencias. Simplemente corrió tras el carruaje y saltó suavemente sobre la parte trasera, se aferró a las tiras y se acercó más al carruaje. Era el asiento del lacayo, y lo conocía bien. Cuando era más joven le había encantado viajar en el asiento del lacayo detrás de James o Jason, cantando a viva voz, sintiendo el viento que le arrancaba el viejo sombrero de cuero y la trenza, que le llenaba los ojos de lágrimas.

La única diferencia entre entonces y ahora era que llevaba un hermoso vestido de baile de seda blanca, encantadoras zapatillas blancas en sus pies, y ningún viejo sombrero de cuero. Ni tenía un chal. No importaba. Tres hombres malos habían secuestrado a James. ¿Adónde lo llevarían?

Tenía que mantenerse agachada, en silencio, no caer y no permitir que los hombres la vieran. Bueno, ciertamente se había ocultado de James y Jason muchas veces, siguiéndolos, incluso cubriendo su rostro con lodo para que no la vieran entre los arbustos, y ellos nunca habían sabido que estaba allí, viéndolos pelear, arrojar cuchillos a blancos, practicando maldecir. Pero esto era diferente, estaba de acuerdo. ¿Qué haría cuando se detuvieran? Bueno, se le ocurriría algo, tenía que ser así.

¿Por qué se habían llevado a James? Para llegar a su padre, por supuesto. La nota que el camarero había puesto en la mano de James, todo una artimaña. No debería haber salido solo al jardín Lanscombe, el muy idiota.

Gracias a Dios había visto todo. Respiró hondo mientras los caballos se extendían a un trote. Las calles estaban casi vacías. Gracias a Dios por la luna. Se le ocurriría algo. Tenía que salvar a James. Era así de simple.

Corrie no tenía en qué dirección iban porque no estaban en ninguna parte cerca del Támesis. De pronto, vio un cartel a Chelmsford. Ah, iban hacia el este. ¿No quedaba Cambridge en esta misma dirección?

Corrie no sabía cuánto tiempo pasaba. Le dolían los brazos, sus dedos estaban entumecidos. Lloriquear nunca servía a menos que se lo hicieras a otra persona, así que lo dejó y se puso a tararear. Se aferró a esas tiras, era lo único que tenía que hacer.

Recordaba cuando James la había alzado y arrojado en un estanque cerca del fondo de la propiedad de su tío. Desafortunadamente sus pantalones, robados de las ropas para caridad en el armario del sacristán en la vicaría, quedaron agarrados en un enredo de juncos bajo el agua y casi se había ahogado. No recordaba nada hasta que había graznado lo blanco que estaba el rostro de James al darse cuenta de lo que había sucedido y la había sacado. Casi le había aplastado las costillas por presionar con tanta fuerza para sacarle el agua de los pulmones. Y había abrazado a una Corrie de ocho años, meciéndola adelante y atrás, rogándole que lo perdonara, hasta que ella había vomitado la asquerosa agua del estanque encima de él.

Corrie no recordaba si lo había perdonado o no, al desgraciado tonto. Claro que la semana siguiente él la había atado a un árbol cuando quiso llevar a Melissa Banbridge a dar un paseo por el bosque y la había visto siguiéndolos. Corrie había desatado la cuerda pero no había podido encontrarlos. Había metido media docena de sapos en las botas de James esperando abajo para ser limpiadas por el limpiabotas. Desafortunadamente, había oído a uno de los lacayos decir que por alguna razón habían encontrado un carro lleno de sapos volando por el recibidor y, ¿cómo había sucedido eso?

Resiste, resiste, no pienses en nada más que resistir.

La temperatura cayó mientras la noche pasaba. ¿Qué tan tarde era? No tenía idea.

Bordearon Chelmsford. Vio carteles para Clacton-on-Sea, y el carruaje dobló bruscamente a la derecha. Se dirigían al Canal inglés.

Oía voces aisladas desde el interior del carruaje, pero no podía distinguir ninguna palabra. ¿Habrían desenvuelto a James? ¿Qué si lo habían matado con esos golpes en la cabeza? No, eso era pensar locuras.

¿Estaba consciente? ¿Era suya una de las voces que había oído? Él estaba bien. Tenía que estar bien. Estaría muy bien; tendría dolor de cabeza, pero estaría bien. No tenía idea de qué iba a hacer si James no estaba bien. Cuidaría de él, eso es lo que haría, y luego lo mataría por ser tan tonto como para salir a ese jardín solo.

El carruaje salió repentinamente del sucio sendero a uno aún más pequeño, tan estrecho que una rama le golpeó el brazo, casi arrojándola al suelo. Corrie se apretó más cerca y rezó. Oyó un ruido y casi expiró en ese mismo sitio. Eran sus propios dientes castañeteando. Buen Dios, ¿iba a morir congelada antes de que este maldito carruaje llegara adonde se dirigía?

Finalmente, el carruaje disminuyó la velocidad. Ella vio una pequeña casa de campo arruinada al final del camino. Los caballos ahora andaban al paso, y entonces Billy paró.

Gritó hacia atrás:

– Este es el sitio, tiene que ser. No está pa’ nada mal, es lindo y cómodo, todo e’condido. Saquen a su condenada Señoría, ¡no quiero problemas con el muchacho! Oh, aye, ¡y cuida’o con sus malditos pie’!

Augie sacó la cabeza por la ventana.

– Lo tenemo’ to’ atado, el muchacho no va a ninguna parte, Billy.

– Bien. Si matamos a nuestro tipo elegante, no nos dan na’ de monedas.

Habían tomado a James para poder chantajear a su padre a un intercambio. Augie y Ben estaban hablando, refunfuñando, y Corrie se dio cuenta de que la verían, porque su vestido era totalmente blanco y brillaría como un faro bajo esa luna.

Gracias a Dios Billy bajó y se mantuvo al frente del carruaje. Cuando abrió la puerta del coche, ella se deslizó al otro lado y se metió contra la rueda trasera. Sus piernas casi cedieron, y se agarró a la rueda para mantenerse derecha. Estaba entumecida, helada, más asustada de lo que había estado en toda su vida, e iba a salvar a James.

– El muchacho pesa tanto como mi ma’re, sólo que ella no era tan alta como este tipo, sólo una gorda palomita que le ‘ustaba golpearme el coco.

– Cállate, Billy. Muy bien, tráiganlo a la casa. Qué gracioso cómo volvió a queda’se inconsciente. Cuida’o, este muchacho es un astuto. Yo quiero tener un chico así algún día.

– Eso si’nificaría levanta’te y pone’te duro el pito -dijo Augie. -¿Cuándo fue la última ve’ que pasó?

Ben dijo:

– Pasó cuando su casera lo golpeó con un zapato, lo puso to’ potente.

Los hombres reían y gruñían mientras cargaban a James, evidentemente aún inconsciente, dentro de la casa de campo. Corrie permaneció abrazada a la rueda, observando. Tendrían que hacer algo con los caballos. Esperó hasta que todos entraron a la casa, luego tropezó sobre sus pies entumecidos hacia los árboles y comenzó a abrirse paso hacia el costado de la casa. Al menos moverse la hacía descongelar un poquito y recuperó la sensibilidad en los pies.

Se agachó junto a la ventana mugrienta y miró dentro. Era una sola habitación, con un catre estrecho a lo largo de la pared del fondo. Había una mesa estropeada y cuatro sillas, y un área muy deteriorada donde parecía que cocinaban. La chimenea estaba a su derecha.

Vio cómo dejaban caer a James en el estrecho catre y luego le quitaban la manta. Corrie casi se cayó de tanta furia que sentía. La sangre había serpenteado por el costado del rostro de James.

Billy le cacheteó el rostro un par de veces y luego se irguió, mirándolo.

– Todavía desmaya’o, nuestro muchacho. Augie, dijiste que recuperó el senti’o en el carro?

– Aye -dijo Augie. -Entonces cuando le di un golpecito un par de vez, sólo para llamar su atención, nuestro muchacho tuvo el de’caro de volve’ a de’mayarse. Volverá en sí en un ratito. Ya me estoy comiendo lo’ codos, Ben. Prepáranos algo.

Instalando, pensó Corrie, se están instalando. Pero, ¿por cuánto tiempo? Hacía más frío más cerca del mar, pero al menos ahora estaba fuera del viento. De pronto oscureció. Levantó la mirada para ver nubes negras cubriendo la luna.

Fue Augie quien salió en algunos minutos y condujo a los caballos a un pequeño cobertizo al otro lado de la casa. Ella observó a James, luego a Billy cargando troncos a la chimenea. ¿Qué podía hacer?

Continuó mirando a James, y finalmente, vio que la mano de él se movía. Sintió tanto alivio que casi gritó. Tuvo la sensación de que estaba mirando a los hombres, con los ojos apenas abiertos. Estaba pensando, intentando deducir qué hacer.

Hacía tanto frío ahora que Corrie estaba lista para arrancar una tira de su vestido y entrar en la cálida casa agitando una bandera blanca. Apretó los dientes, esperó. Los tres hombres hablaban en voz baja, de nada en especial, en realidad. Vio a Augie levantarse e ir a ver cómo estaba James.

– Todavía está de’mayado nuestro chico. Esto no me ‘usta. Tenemos que entregárselo al tipo por lo que no’ paga nuestras monedas y entregárselo vivo.

– ¿Crees que este tipo no’ cortará el pe’cuezo, o pedirá rescate?

Augie se encogió de hombros.

– No lo sé. No é asunto nuestro. Pero é un joven muy apue’to, é una lástima lo que sea que le pase.

Corrie vio a Augie chequear las cuerdas que ataban las muñecas y tobillos de James. Al menos le habían atado las manos al frente. Augie caminó de regreso a la chimenea, donde los dos hombres se estiraban en el piso.

– Aye, sé que tengo el primer turno. Billy, te de’pertaré en do’ horas.

Y Augie se sentó en una silla, mirando al fuego. Se veía todo calentito, el bastardo.

Era hora. Tenía que hacer algo. Corrie sonrió. Mientras rodeaban la parte trasera de la casa, vio que estaba a solo treinta metros de un precipicio que daba a una estrecha playa oscura. Corrió al cobertizo y entró gateando. Era pequeño y destartalado. Había unas viejas mantas apiladas en una esquina, algunas herramientas de granja y pilas de heno mohoso. Uno de los zainos levantó la cabeza, pero no relinchó, sólo bufó, gracias a Dios. Ella le palmeó la enorme cabeza y él sopló en su mano.

– Tú me servirás, belleza mía, y tu hermano irá bien a James -le dijo contra la cálida crin.

Corrie vio que Augie le había dado a cada uno un balde de avena y agua. Bien. Ahora, lo único que tenía que hacer era sacar a James de esa miserable cabaña. Revisó las herramientas oxidadas, se detuvo y sonrió.


James veía a Augie regresar a sentarse a su silla. Pronto Billy y Ben estarían despiertos. Pero, ¿cómo llegar a Augie sin despertar a los demás? ¿Podría con los tres hombres?

No estaba seguro. Le dolía la cabeza, pero aparte de eso se sentía bien. Sabía que tenía que liberar sus pies, y entonces tendría una oportunidad. Pero Augie notaría si se sentaba y comenzaba a aflojar el nudo alrededor de sus tobillos. Se conformó con aflojar los nudos alrededor de sus muñecas.

Gracias a Dios habían creído que seguía inconsciente, de otro modo le hubieran atado las manos detrás, probablemente también lo habrían atado a la cama. Fue entonces que alcanzó a ver un destello de movimiento. Miró la sucia ventana a espaldas de Augie. Vio algo blanco agitándose adelante y atrás, como una bandera de tregua.

Parpadeó y reenfocó la mirada. Sí, seguía allí. La cabeza de Augie estaba cayendo lentamente sobre su pecho. James vio un rostro.

Corrie.

Se quedó mirándola fijo mientras levantaba una mano lentamente, para que ella pudiera ver que estaba consciente. James movió los dedos. Vio esa sonrisa suya, dientes blancos relucientes a través del sucio cristal al otro lado de la habitación.

Entonces ella desapareció. Iba a hacer algo, y cualquier cosa que estuviera planeando, James tenía que estar preparado.

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