CAPÍTULO 30

James, recostado en su sillón, con los dedos contra el mentón, intentó no reírse mientras veía a su esposa de no muchas horas intentando jugar a la cortesana. No sabía quién estaba divirtiéndose más, Corrie o él. Se dio cuenta de que ella había estado planeando esto, y se preguntó hasta dónde llegaría. ¿Hasta su blanca piel? Eso esperaba. Lo esperaba con ganas.

Había soñado con tenerla desnuda a los cinco minutos de llegar al Gossamer Duck, pero no podría ser. El posadero, señor Tuttle, era voluble en su recibimiento e insistió en que su señora les sirviera un poco de delicioso té y bollos.

Cuando finalmente había metido a Corrie en la enorme recámara de la esquina, con la puerta cerrada con llave, ella le había dicho que se sentara y no se moviera.

Mientras la veía retorcer su pelliza alrededor del dedo y enviarla volando hacia una silla lejana, James se dio cuenta de que aun cuando ella había empezado a mirarlo con desdén cerca de tres años atrás, burlándose de él cada vez que se le acercaba, lo había disfrutado. Ella nunca lo aburría. Recordaba estar azotándola, sintiendo la suavidad, sintiendo un torrente de lujuria que lo había hecho sentir culpable porque, después de todo, ella era Corrie, sólo Corrie, la mocosa.

Ella se quitó los guantes y los arrojó tras la pelliza.

James se obligó a quedarse sentado, con el mentón apoyado en sus dedos unidos, las piernas estiradas y cruzadas en los talones, y dijo:

– Las mujeres usan demasiada ropa, Corrie. Deberías haber comenzado con tu seducción cuando llevaras sólo tu camisola. ¿Qué dices si te ayudo a llegar a esa etapa?

James rogaba que dijera que sí. Estaba en mal estado; no sabía, de hecho, cuánto tiempo más aguantaría. Iba a caerse agitando de su silla, ¿y no sería eso humillante? Realmente no quería atacarla, pero estaría cerca. Tuvo que mantenerse firme.

Se levantó lentamente, incapaz de seguir allí sentado por más tiempo y se estiró, y Corrie, toda sensación de traviesa aventura se movió instantáneamente lejos de la ventana en sombras, se quedó allí parada, con las manos sobre los senos, viéndose horrorizada. Lo que veía en el rostro de él era algo que nunca antes había visto. James se veía cercano a la violencia, se veía decidido, parecía estar dolorido.

James no era un idiota. Había esperado que ella dejara su modestia femenina en la puerta, él admitía que lo había intentado, y de ahí su orden de que se quedara sentado y no se moviera, e iba a seducirlo más allá de la resistencia.

Bueno, ahora mismo estaba más allá de la resistencia y Corrie únicamente se había deshecho de su pelliza y guantes.

Tenía que tranquilizarse. Su padre le había dicho que era mejor empezar como pretendías seguir, y ese consejo claramente se traducía en no maltratar a su esposa en su noche de bodas. Luego había fruncido el ceño, sacudido la cabeza, y cuando James había querido preguntarle qué pasaba, simplemente había dicho: “La vida es una cosa poderosa y sorprendente. Cosas inesperadas suceden. Disfrútalo, James.”

– ¿Por qué tienes las manos sobre los pechos y todavía tienes la ropa puesta?

Ella volvió a mojarse el labio inferior y James se quedó mirándolo fijamente. Respiraba con dificultad, su sexo más duro que su respiración; rogaba que Corrie no viera la salvaje urgencia en él, no quería aterrorizarla. Maldición, ese labio inferior suyo…

– Deja de mirarme de ese modo, James.

¿Como qué? ¿Como si quisiera lamer cada centímetro suyo? Odiaba ser tan obvio, pero no podía evitarlo.

– Muy bien.

– Estoy cubriéndome porque no estás tirado en el piso, inconsciente, gimiendo con fiebre, impotente. Eres fuerte ahora, James, ya casi eres tú mismo otra vez, y quieres hacerme cosas que sólo he visto hacer a los animales. Me hace sentir bastante extraña.

– ¿Extraña cómo?

– Bueno, tal vez podría dar tres pasos hacia ti y besarte. ¿Qué piensas?

– Hazlo.

Ella vaciló sólo un momento, luego caminó los tres pasos, quedando a un centímetro de él, y levantó el mentón. Se puso en puntas de pie, apretó los labios y cerró los ojos. Y le besó el mentón.

– Vuelve a intentar.

Corrie abrió los ojos, mirando su amado rostro, un rostro tan hermoso que podía hacer llorar a una mujer mayor, y sonrió.

– Helena de Troya no era nada comparada contigo.

– Bendito infierno, espero que no.

– Sabes lo que quiero decir.

Lo besó en la boca esa vez, pero la suya estaba bien cerrada. James levantó su mano, una sola mano, y le tocó suavemente la boca con la punta de los dedos.

– Ábrela, un poquito -y su respiración le rozó la piel. Ella abrió la boca sin dudar y sintió la cálida respiración de él sobre la piel, lo saboreó, y era maravilloso. -Ah, eso está bien -susurró él en su boca, y Corrie se preguntó cómo besar el revés de su rodilla derecha podía ser mejor que esto.

La sensación de su boca, su lengua, el calor de James, hizo que quisiera arrojarse contra él y enviarlos a ambos al suelo.

O a la cama. Corrie chocó contra él, haciéndolo retroceder, hasta que lo empujó y él cayó de espaldas en medio de ese maravilloso colchón de plumas de ganso.

Corrie cayó encima suyo, riendo, queriendo cantar y gemir al mismo tiempo, tan feliz que lo besaba en toda la cara.

Él le devolvió el beso; su mano se deslizó por su espalda hasta su trasero y se quedó allí. Esto no era nada de zurras. Esto era algo totalmente diferente. Corrie retrocedió y se quedó mirándolo.

– Oh, cielos, James, tu mano…

– Ropas -dijo él, -demasiadas ropas. -Él se apartó, poniéndola de pie frente a él. -Estoy mal, Corrie. Ahora voy a desnudarte hasta tu hermosa piel -y no fue para nada civilizado.

Desgarró, arrancó y rasgó, y su respiración era dura y acelerada.

Bueno, no era el encantador camisón de bodas de encaje, pensó ella, y sonrió. Si él podía hacerlo, entonces ella también. Empezó a abrirle la ropa a tirones, besando su pecho al quitarle la camisa. Pronto estaban desnudos los dos, ella todavía parada frente a él, James sentado en la cama, con las manos rodeándole la cintura, y sus senos a no más de cinco meros centímetros de su boca. Se quedó mirándola, tragó con fuerza y pensó que iba a estallar.

– Tus pechos… sabía que serían bonitos, pero no había esperado esto.

James sonaba como si estuviera ahogándose. Ella no se movió, no podía moverse. Corrie se quedó allí parada, con las manos en los hombros de él mientras James levantaba sus manos y le acunaba los senos. Él cerró los ojos, tomó aire profundamente, llevando el olor de ella a sus profundidades. Como sus ojos estaban cerrados, ella tomó la espléndida oportunidad de mirarlo.

Él no era para nada como había sido cuando estaba enfermo. Era grande, y cada vez más. ¿Todo porque estaba tomando sus pechos? Le gustaban sus manos sobre ella, pero mirarlo y verlo crecer…

– James, no eres como eras.

Él quería tirarla de espaldas, en ese mismo instante. Sus pechos… quería su boca sobre ella, él…

– ¿Qué? ¿Cómo era?

– Oh, cielos, no así. Esto no puede estar bien.

Él se dio cuenta, a través de su nube de lujuria, que ella lo estaba mirando. A su vez, él se observó a sí mismo. Estaba duro y grande, listo para explotar. ¿Qué esperaba ella? Oh, demonios, Corrie no esperaba nada.

– Me viste desnudo, Corrie, cuando estaba enfermo.

Ella tragó con dificultad.

– No de este modo, James. Nunca de este modo. Esto no se parece a ninguno de los animales que he visto.

– No soy un caballo, Corrie, soy un hombre y tienes que saber que encajaremos bien.

Oh, Dios, James quería llorar, tal vez incluso aullar, pero más que nada, no quería tener que decir una palabra más, quería entrar dentro de ella, profundo, más profundo, hasta tocarle el útero. Él gruñó; ella dio un salto.

– Oh, cielos, James, ¿qué pasa contigo? -Era suficiente; era demasiado. -Es la lujuria, ¿verdad? -susurró ella, con los ojos encendidos de horrorizada excitación.

– Sí.

James le rodeó la cintura, la levantó y la echó de espaldas. Descendió encima de ella, acomodándose entre sus piernas. El toque de Corrie, su olor, el sonido de su respiración, duro y ruidoso, lo llevaron al límite y lo empujaron.

En algún rinconcito de su mente sabía que era un idiota; su padre lo repudiaría si alguna vez se enterara.

Pero no importaba, no podía importar. Sólo era el aquí, el ahora, y ellos dos, y él la deseaba más de lo que jamás había deseado nada en su vida. Levantó las piernas de Corrie, miró su suave piel, la tocó ligeramente y eso fue todo lo que hizo falta. Se estremecía tan violentamente que supo que iba a derramar su semilla, allí mismo, y supo que eso no podía pasar, simplemente no podía, o tendría que arrojarse por el precipicio al valle Poe.

Abrió a Corrie con sus dedos, no pensó en ninguna consecuencia en absoluto y entró dentro suyo. Oh, Dios, estaba apretada; para nada preparada para él, pero no importaba. James no podría haberse detenido aunque alguien le hubiera echado encima baldes de agua fría. Entró en ella, duro, sintió su virginidad. Cerró los ojos ante el conocimiento de que era el primero y que sería el último. Miró su rostro pálido, sus ojos llenos de lágrimas y le dijo:

– Corrie, eres mía. Nunca olvides eso, nunca… oh, maldición, perdóname… -y atravesó su himen, siguió empujando hasta tocar su útero, y entonces todo terminó para él.

Se apartó, gritó al techo del dormitorio, se quedó congelado mirándola, y luego cayó pesadamente encima de ella. Se las arregló para besarle la oreja.

Estaba muerto, o casi y, ¿a quién le importaba? Se sentía maravilloso. Se sentía entero. Ya no sentía la oleada de lujuria que lo había vuelto loco; se sentía entero, su mundo era perfecto y estaba muy soñoliento. Conmovido hasta el alma, estaba. Le besó la mejilla, probó la sal de sus lágrimas y se preguntó sólo un instante por eso; se quedó dormido, su cabeza al lado de la de ella, peso muerto encima de Corrie.

Corrie no se movió, no pensaba moverse. Él seguía dentro suyo, y estaba satisfecha simplemente yaciendo allí, absorbiendo las sensaciones, dejando que el dolor se alejara de ella, sintiendo el sudor de él secándose sobre su cuerpo, sintiendo el suave bombeo del corazón de James contra el suyo, sintiendo el vello en su pecho contra sus senos. Él había tocado sus pechos, la había tocado entre las piernas, la había mirado allí, y había entrado en ella como si fuera a embestir a través de una puerta.

James hizo un suave ronquido vibrante. ¿Estaba dormido? ¿Cómo podía estar dormido? Ella no quería dormir. Quería dar vueltas por la habitación, quizás tambalearse un poquito porque le dolía, muy profundo, pero estaba desapareciendo rápidamente ahora. Sus lágrimas estaban secándose y le hacían picar la piel, y él era pesado encima suyo, y lo sentía maravilloso, enorme y sólido, perfecto, a decir verdad, y era suyo.

James seguía dentro suyo, pero no tanto ahora. Ella estaba desnuda, él estaba desnudo, y roncaba suavemente junto a su oído izquierdo, ¿y qué debía pensar una acerca de eso?

La habitación estaba enfriándose. Corrie intentó moverse, pero no podía. ¿Debería despertarlo y pedirle que se apartara de ella, que tal vez se cubriera un poco antes de volver a roncar?

No. Se las arregló para arrojar el cubrecama encima de ambos. Así estaba mejor. Estaba casi oscuro, la luz apagada y gris mientras se filtraba a través de las cortinas en la ventana.

Corrie cerró los dedos en la mitad de la espalda de James, apretó suavemente. Su esposo, este hombre que una vez había sido el niño que la había arrojado al aire cuando ella era una cosita diminuta, y la había arrojado demasiadas veces y ella le había vomitado encima. No recordaba haber hecho eso, pero su tía Maybella se reía aun hoy al recordarlo. “James,” decía tía Maybella, “no volvió a alzarte por lo menos por un año.”

Y ella recordaba muy claramente cuando él le había explicado su flujo mensual femenino cuando tenía trece años y él apenas veinte, un joven hombre, pero lo había hecho, y lo había hecho bien. Corrie se daba cuenta ahora de que él había estado avergonzado, que probablemente había querido huir, pero no lo había hecho. La había tomado de la mano, y había sido bondadoso, natural, y le había dicho que los retorcijones en su barriga pronto desaparecerían. Y así había sido. Ella había confiado en James más que en nadie en su vida. Claro, él y Jason estaban lejos gran parte del tiempo, a Oxford, luego eran hombres jóvenes sueltos en Londres. Él había estado tan adulto al llegar a casa, y había sido entonces que ella había aprendido cómo mirarlo con desdén.

Corrie suspiró profundamente, se abrazó con más fuerza a su espalda, se dio cuenta de que él ya no estaba más dentro suyo y se quedó dormida, con la respiración cálida y dulce de él en su oído.


James quería pegarse un tiro. No podía creer lo que había hecho.

Y ahora Corrie había desaparecido. Lo había dejado, probablemente había regresado a Londres a decirle a sus padres que su precioso hijo primero la había violado y luego se había quedado dormido encima de ella, sin una palabra dulce o reconfortante fuera de su boca antes de que su cabeza hubiese caído sobre la almohada.

Se levantó, se estremeció porque nadie había ido a encender el fuego en el hogar, gracias a Dios, y vio que la maleta de Corrie estaba en el rincón. Sintió un inmenso alivio. Ella no lo había abandonado.

Hubo un golpe en la puerta.

– ¿Milord?

– ¿Sí?

Miró alrededor, buscando su propia maleta.

– Es Elsie, milord, con agua caliente para su baño. Su Señoría dijo que lo querría.

Cinco minutos más tarde, James estaba sentado en la enorme bañera de cobre, con el agua caliente lamiendo su pecho, los ojos cerrados, preguntándose qué diablos iba a decir a su esposa de, ¿cuánto era? Oh, sí, su esposa de aproximadamente seis horas. Ella le había enviado agua caliente. ¿Qué significaba eso?

Al menos no lo había abandonado.

El agua caliente lo penetró por completo, y se permitió hundirse más hasta casi quedarse dormido nuevamente.

– No tenía idea de que este asunto del matrimonio requeriría que durmieras durante una semana para recuperarte. Cómo logran algo los hombres, si…

Corrie se detuvo. James no abrió los ojos.

– Gracias por enviar el agua. Está agradable y caliente, como me gusta.

– De nada. Te ves bastante encantador en esa bañera, James, todo estirado, sólo pistas de lo que hay bajo ese agua.

Él abrió un ojo ante eso. Corrie estaba vestida con una encantadora lana verde, su cabello levantado en un nudo en su cabeza, pero su rostro estaba pálido, demasiado pálido.

– Lamento haberte lastimado, Corrie. Lamento haberte apresurado. ¿Cómo te sientes?

Ella se sonrojó. Había pensado que lo había superado, creía que nada podría cohibirla o avergonzarla, no luego de lo que él le había hecho, pero aquí estaba, sonrojándose como una… ¿una qué? No lo sabía; se sentía como una tonta, y de algún modo como un fracaso.

– Estoy bastante bien, James.

– ¿Me lavarías la espalda, Corrie?

¿Lavar la espalda de un hombre?

– Muy bien. ¿Dónde está la esponja?

– Aquí hay un paño.

Él lo sacó de las profundidades del agua. ¿Dónde había estado ese paño? Ella tragó con fuerza, tomó el trapo y se tranquilizó al moverse detrás de él.

Esa larga extensión de espalda, los músculos bien definidos, lisos; Corrie quiso arrojar ese maldito trapo al otro lado de la habitación y pasar jabón sobre la espalda de James con sus manos, sentirlo, dejar que sus dedos lo aprendieran.

Frotó jabón en el trapo y arremetió. Él suspiró, inclinándose más hacia delante.

– ¿Quieres que lave tu cabello?

– No, está bien. Yo lo haré. Gracias. Eso fue maravilloso.

James estiró la mano y Corrie dejó caer el trapo mojado en ella. Luego él comenzó a lavarse.

– Los hombres no tienen modestia.

– Bueno, si deseas mirar, hay poco que pueda hacer para detenerte.

– Tienes razón -dijo ella, suspiró y fue a sentarse en una silla al otro lado de la habitación.

Corrie volvió a suspirar, se puso de pie y acercó mucho más la silla, a no más de un metro de él en su bañera. James sonrió, fue bajo el agua y luego se lavó el cabello.

Sabía que ella estaba mirándolo y eso se sentía bien, en realidad. Seguramente debía gustarle a Corrie, seguramente lo perdonaría si se lo pedía del modo correcto.

– No volverá a ser de ese modo, Corrie.

– Enjuaga el jabón de tu cabello.

Él volvió a meterse bajo el agua, luego salió y sacudió la cabeza. Dios querido, era tan indeciblemente hermoso que le dolía.

– Te prometo que no lo será. Lamento mucho tu primera vez. Estuvo mal de mi parte.

– Fue bastante rápido, James, bastante rudo, a decir verdad. No besaste mis rodillas.

Él le ofreció una sonrisa ladeada.

– Juro que me ocuparé de modo excelente de tus rodillas la próxima vez. ¿Todavía te duele? ¿Sangraste? -Un modo de hablar franco, sin dudas, pensó ella, y sacudió la cabeza, mirando la punta de sus zapatillas. -Pensé que me habías abandonado.

Eso la hizo levantar la cabeza.

– ¿Abandonarte? Eso nunca se me ocurrió. Tú y yo hemos pasado muchas aventuras juntos, James. Considero esta como otra más, no una placentera, pero…

James se levantó. ¿Qué podía decir ante eso?

– ¿Podrías pasarme esa toalla?

Corrie simplemente no podía moverse, no podía apartar la mirada de él, parado allí desnudo y mojado, y quiso lamer cada gota de agua del cuerpo de él. Ella tragó saliva, intentó controlarse y le arrojó la toalla. Luego lo vio secarse. ¿Cómo podía uno obtener tanto placer de una cosa tan mundana?

James anudó la toalla en su cintura.

– Cuando tomes tu baño más tarde, permíteme lavar tu espalda.

Ese pensamiento casi dejó a Corrie gimiendo hasta el suelo.

– Muy bien -le dijo, y se cubrió rápidamente la boca con la mano.

James se rió.

– Deja que me vista y podremos comer nuestra cena.


Fue durante la cena que James, viendo que Corrie miraba fijo su sopa, dijo:

– Por favor, no te preocupes, Corrie. Solucionaremos todo, confía en mí.

– Oh, no, no es eso, James. Estaba pensando en mi nuevo suegro. No puedo evitar estar preocupada.

– Lo sé -dijo James, y tomó un bocado de cordero frío. -Jason hará de todo excepto dormir en la cama de padre para mantenerlo a salvo. Además, hay más hombres de los que puedas imaginar intentando localizar a los hijos de Cadoudal. Lo único que sabemos hasta ahora es que ya no están en Francia, no lo han estado en bastante tiempo.

– Y estaba su tía, ya sabes, la hermana de su madre. Me pregunto qué pasó con ella.

Corrie estaba revolviendo su tenedor entre la salsa de manzana junto a su porción de cerdo.

– Todavía me cuesta creer que sea el hijo de Georges Cadoudal, ya que él y mi padre se separaron como amigos.

– Dijiste que tu padre rescató a Janine Cadoudal. Seguramente ella no podría haberlo odiado, no podría haber enseñado a sus hijos a odiarlo. Él la salvó.

– Sí, y evidentemente se ofreció a él. Pero padre regresaba a una nueva esposa, a saber mi madre, así que se rehusó. Cuando ella descubrió que estaba embarazada, le dijo a Cadoudal que mi padre la había forzado, y que el niño era suyo.

– Oh, cielos, puedo ver cómo semejante historia pondría furioso a Cadoudal.

– Sí. Cadoudal secuestró a mi madre, como venganza, la llevó a Francia, y cuando mi padre y tío Tony la encontraron, estaba perdiendo un bebé. En cualquier caso, Janine confesó la verdad a Georges, padre y madre regresaron a Inglaterra, y esa fue la última vez que él vio a Cadoudal.

– Entonces ella tuvo un hijo.

– Mi padre dijo que había oído algo acerca de que el niño había muerto, y luego nada más.

– Siempre he adorado los misterios -dijo ella, dejando el tenedor sobre el plato, mientras se inclinaba hacia él, con el mentón apoyado en sus manos agarradas, -pero no me agrada uno que podría lastimar a mi nueva familia. Lo descubriremos, James. Debemos encontrar al hijo.

– Sí.

– James, estás mirándome otra vez.

– Buen, sí, eres mi compañera de cena.

– No, te ves peligroso y decidido. Tenías la misma mirada antes de arrancarme la ropa. -Ella bajó la voz y se inclinó sobre los restos de su cerdo. -Es lujuria, ¿cierto?

Lentamente, James se puso de pie, tiró su servilleta sobre la mesa y estiró la mano.

– ¿Cómo te sientes?

– Satisfecha y…

– Corrie, entre tus piernas, ¿todavía estás dolorida?

Ella tomó una manzana, le sacó brillo en su manga, dio un diminuto mordisco y le sonrió.

– Creo -dijo, -que estoy lista para mi baño. Dijiste que me lavarías la espalda.

James casi salió temblando de la pequeña sala privada.

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