CAPÍTULO 07

Es más seguro en el matrimonio comenzar con un poquito de aversión.

~Richard Brinsley Sheridan


La condesa viuda de Northcliffe dijo:

– Corrie es una inadaptada, una zaparrastrosa, una desgracia para su familia. Hollis, ¿dónde está mi plato de ciruelas pasas?

Hollis respondió:

– Con frecuencia he notado, milady, que incluso las campanas de la iglesia de Norman que repican tan bellamente en New Romney necesitan un poco de lustre por fuera.

– Corrie Tybourne-Barrett no es una vieja campana, Hollis, es una campana nueva con excesiva herrumbre. No es aceptable. No tendría nada oxidado en mi casa. ¿Qué te sucede, Hollis? No estás prestando atención a lo que es importante, como mi plato de ciruelas pasas.

Hollis apenas sonrió y se abrió paso hacia el aparador para buscar las ciruelas. Estaba tarareando en voz baja cuando le sirvió un poco de té a Douglas.

– Al menos la vestirás tú, Douglas, y eso ciertamente debe ayudar.

– Así será -dijo Douglas. -Quién sabe lo que encontraremos bajo esos absurdos trajes que usa.

La condesa viuda dijo, agitando una rebanada de tostada:

– Con frecuencia me he preguntado acerca de Maybella y Simon. ¿Por qué dejarían que la muchacha ande por todas partes como una fulana en pantalones?

Douglas se dio cuenta de que ahora sabía la respuesta a esa pregunta, pero simplemente sacudió la cabeza y sonrió. Su estrategia había funcionado -ningún cazador de fortunas en ciernes miraría en dirección a ella- pero, ¿a qué precio para una jovencita que jamás había sido una niña?

Douglas esperó hasta que su madre tuviera toda su atención concentrada en sus ciruelas, y entonces dijo con calma:

– Hollis, ¿cuándo conoceremos a este dechado de virtudes al que Alexandra te vio besando en la despensa del mayordomo?

– Ah, creí haber visto una sombra de movimiento, haber olido el más suave de los perfumes.

– Sí, era Su Señoría en una misión para descubrir qué me había sucedido. Tú la pusiste a la fuga.

– Les presentaré a Annabelle muy pronto, milord.

– ¿Annabelle?

Hollis asintió y acercó al codo de Su Señoría un pequeño jarrito de leche.

– Annabelle Trelawny, milord. Una excelente joven dama, de inmensa buena voluntad y muy buen gusto.

– ¿Por qué no la traes esta tarde? Creo que mi madre estará fuera, visitando a alguno de sus compinches.

– Eso sería prematuro, milord. Annabelle aún no ha aceptado ser mi esposa. ¿Puede imaginarlo? Sin dudas, temo que tenga que recurrir a la seducción para convencerla.

Un tic apareció en la mejilla izquierda de Douglas.

– ¿Seducción, Hollis?

– Sí, milord. Comprendo que es un grave paso a considerar, pero creo que será el que deba tener que emprender.

– Te deseo suerte.

– Gracias, milord.

– Nunca antes has estado casado, Hollis. Mi padre dijo una vez que habías sido víctima de un trágico romance. ¿Tenía razón, o no apreciaste al sexo bello hasta ahora?

Hollis vio que la condesa viuda seguía concentrada en sus pasas, pero aun así se acercó un poquito más a Douglas.

– Fui víctima de un amor, milord, y fue un momento triste. Su nombre era señorita Drucilla Plimpton, y yo adoraba el mismo aire que ella respiraba. En un sorprendente golpe de circunstancias, Annabelle en realidad conocía a mi querida señorita Plimpton. Ah, tantos años atrás sucedió. Ah, milord, siempre he apreciado al sexo bello. Pero después de perder a mi preciosa señorita Plimpton, llegué a ver el lazo matrimonial como no suficiente matrimonio y tal vez demasiado lazo.

– No me extraña. Vivías aquí.

– Eso es, milord. Sin embargo, creo que ser atado por Annabelle podría ser infinitamente entretenido. Annabelle recuerda tantas historias sobre la señorita Plimpton, aunque ella era más joven que Drucilla. Drucilla, creo, fue muy buena con ella, enseñándole a bordar, corrigiendo sus modales. Por supuesto, Annabelle también me recuerda claramente, particularmente mi excelente cabellera.

– Ha permanecido muy bien. ¿Estás seguro de que mi madre no te ha mantenido alejado del matrimonio, Hollis?

– Para nada, milord. -Hollis miró rápidamente otra vez a la condesa viuda, se inclinó más cerca y añadió: -Aunque la idea de demasiada atadura; bueno, no importa. Robbie me ha informado que el amo Jason está esperándolo en los establos.

– Muy bien, maldito sea. Al menos James está en el estudio con Danvers.

– Pobre joven. Danvers agotará al amo James hasta que su cabeza sea una calabaza vacía, una excepcional calabaza vacía, debo agregar.

Douglas bebió su té. Si Hollis tan sólo supiera. James no sólo estaba enamorado de los cuerpos celestiales y las leyes de Kepler, también estaba fascinado con cada faceta de los trabajos de las fincas, lo había estado desde sus primeros años, aun antes de comprender totalmente que algún día Northcliffe sería su responsabilidad. No, era James quien llevaría a Danvers casi al agotamiento, no al revés.

Cuando Douglas se puso de pie, arrojó su servilleta sobre el plato y salió a zancadas de la sala, la voz de su madre lo golpeó de lleno en la espalda.

– Necesito más muestras de papel de empapelar, Douglas. Alexandra es incapaz de hacer elecciones agradables para alguien bendecido con un gusto extraordinario, como yo.

– Me ocuparé de eso, madre -dijo Douglas, y se preguntó si quedarían algunas muestras en los depósitos en Eastbourne.

Bueno, suponía que podía encontrar muestras en New Romney, aunque lo dudaba.

Se encontró con Jason en el corral donde Henry VIII estaba pasándola bien intentando matar a Bad Boy, el caballo de James. Lovejoy estaba haciendo su mejor intento por salvar a su favorito de los dos, pero Henry no quería aceptarlo. Douglas caminó hasta la valla y silbó. Henry miró a Bad Boy otro momento, luego dio la vuelta y fue trotando hacia su amo, con la cabeza en alto y sacudiendo la cola. Douglas palmeó su brillante cuello negro mientras él golpeaba su cabeza contra el hombro de Douglas.

Douglas estiró la mano. Weir, el jefe de mozos de cuadra, puso bruscamente dos zanahorias en su palma y dio un paso atrás, porque no era estúpido.

– Muy bien, mi enorme bruto -dijo Douglas, y observó con una sonrisa cómo Henry comía las zanahorias. -Yo lo ensillaré, Weir -agregó.

Dos minutos más tarde, él y Jason montaban hacia Branderleigh Farm para ver a los nuevos cazadores que acababan de llegar de España. Douglas estaba muy consciente de que Jason estaba intentando mirar en todas las direcciones a la vez en busca de un villano empeñado en asesinar.

Jason dijo, montando cerca de su padre, otorgándole tanta protección como podía:

– Madre me dijo que la Novia Virgen te había visitado, padre, cuando madre había sido raptada por ese fanático monárquico, Georges Cadoudal. Dijo que lo odiaste, pero que si eras presionado lo admitirías, porque no mientes, al menos no generalmente; al menos no a ella, generalmente. -Douglas puso los ojos en blanco. Jason suspiró. -¿Realmente la viste, padre? ¿Qué dijo?

Douglas giró sobre su silla de montar para mirar a su muchacho; alto, erguido, un excelente jinete, un hombre grande ahora, no un niño. Al menos el carácter respectivo de los gemelos no parecía estar arruinado por su increíble buena apariencia, y seguramente eso era una victoria sobre la naturaleza. ¿Dónde se habían ido los años?

– Olvida a ese ridículo fantasma, Jason. Lo que haya decidido en el pasado lejano permanecerá allí. Está olvidado. ¿Me comprendes?

Jason dijo:

– No, señor, no puedo olvidar, pero reconozco una pared de granito cuando la veo. Creo que iré a nadar más tarde.

– Congelarás tus partes.

Jason sonrió como un bandido.

– Esa, señor, es una imagen que verdaderamente horroriza.

– Debería. Olvida a ese condenado fantasma.

– Sí, señor.

Pero por supuesto que Douglas sabía que no lo haría.

No podía terminar de decidir si el primer disparo había sido intencional o no. Sólo porque ese maldito fantasma lo hubiese vaticinado… bueno, eso hacía que quisiera descartarlo sin pensarlo dos veces. Sin embargo, no era estúpido, maldita fuera.


Al final de la tarde, tres días después, un mensajero llegó a Northcliffe Hall con un mensaje para Douglas de lord Avery en el Ministerio de Guerra.

El conde partió hacia Londres la mañana siguiente, solo, con su esposa negándose a hablarle y sus dos hijos, quienes sospechaba que lo seguirían, mirando atentamente tras él.

Faltaban tres semanas para la fiesta de San Miguel, pensó Douglas, mientras llevaba a Garth a la entrada del establo que daba a la plaza Putnam, y él tendría un año más, y ¿no era eso de lo más extraño? George IV había muerto en junio, llevando a su hermano, el duque de Clarence, al trono como William IV. William era bondadoso pero, a decir verdad, no era lo suficientemente inteligente como para dar sabios consejos o reconocerlos cuando lo golpeaban en la nariz. Tenía más entusiasmo que sensatez, era indiscreto al punto de la locura, causando que un pesado dijera: “Es un buen soberano, pero un poquito chiflado.”

Quedaba por ver qué sucedería, particularmente desde que el duque de Wellington estaba a cargo y había ofendido tanto a los Tories como a los Whigs. Era un año extraordinario, pensó Douglas, mientras entraba en la casa de ciudad Sherbrooke. La revolución estaba en todas partes: en Francia, Polonia, Bélgica, Alemania, Italia, pero afortunadamente no aquí en casa, aunque había penurias, no se podía negar eso, graves penurias. Luego de que el duque había obtenido la Emancipación Católica, se había opuesto a toda reforma. Sus inconsistencias aturdían la mente de Douglas, pero como le debía su lealtad a Wellington, lo apoyaría en la Cámara de los Lores; aunque odiaba la política, juraría hasta quedar sin respiración que la vasta mayoría tanto de los Tories como de los Whigs eran hambrientos de poder, flatulentos mentirosos.

Recordó que su padre había sentido lo mismo. Douglas sonrió ante esa idea. Tendría que pedir su opinión a James y Jason.

Fue a su club esa noche, conversó con viejos amigos, se dio cuenta de que había más división en el gobierno de lo que él había pensado, había ganado cien libras en el whist, y se había dormido con la panza caliente, resultado de un trago de brandy francés que, hubiese jurado, había sabido mucho mejor cuando era ilegal y pasado a escondidas a medianoche en Inglaterra.

Estaba sorprendido cuando entró en la enorme y vistosa oficina de lord Avery en el Ministerio de Guerra la mañana siguiente, para ver a Arthur Wellesley, el duque de Wellington, parado junto a una de las largas ventanas, mirando fijamente a Westminster en la distancia, ahora visible porque la bruma de la mañana se había levantado. Se veía cansado hasta los huesos, pero cuando vio a Douglas, sus ojos se encendieron y sonrió.

– Northcliffe -dijo, dándose vuelta. Se adelantó a zancadas para estrechar la mano de Douglas. -Se ve en forma.

– Igual que usted. Es un placer verlo, Su Gracia. No hablaré de Tories o Whigs por miedo a que hubiera uno escondido en el armario, preparado para salir de un salto y darnos un tortazo a ambos. Lo felicito por lograr la Emancipación Católica. Puede contar conmigo en la Cámara de los Lores, aunque para ser sincero, oír a esas comadrejas lloriqueando por todo hace que se me retuerza el estómago.

El duque sonrió.

– Muchas veces he pensado lo mismo. Soy un soldado, Northcliffe, y ahora soy convocado para realizar un trabajo completamente diferente. Es una pena que no pueda hacer que la oposición sea azotada con un gato de nueve colas. -Douglas se rió. -Pero, sabe, he decidido que lo que suceda, sucederá -dijo, su voz más amargada que furiosa. -Es uno de esos modernos trenes que ahora está en movimiento. No hay modo de detenerlo. Además, ya no tengo control de eso. -Cuando Douglas lo hubiese cuestionado, él movió la mano y agregó: -Suficiente de eso. Deseaba hablar con usted porque lord Avery ha discutido conmigo sobre una amenaza a su vida que proviene de una fuente confiable. Ha servido bien a su país, Northcliffe. Deseaba decirle eso e informarle de la naturaleza de esa amenaza.

Bueno, bendito infierno. Ese condenado fantasma tenía razón. La bala que había dado en su brazo no era del arma de un cazador furtivo. El duque y él pasaron la siguiente hora juntos.

Cuando Douglas llegó a la casa de ciudad Sherbrooke aproximadamente dos horas más tarde, fue para ver a su esposa y dos hijos parados en el salón de entrada, con su equipaje apilado alrededor de ellos, seguramente indicando una estadía prolongada. Los tres lo miraron con seriedad, desafiándolo a decir una palabra.

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