CAPÍTULO 01

¿Quién puede refutar una expresión desdeñosa?

~William Paley


Northcliffe Hall – Agosto, 1830.


James Sherbrooke, Lord Hammersmith, veintiocho minutos mayor que su hermano, se preguntaba si Jason estaría nadando en el Mar del Norte por la costa de Stonehaven. Su hermano nadaba como un pez, sin importar si el agua congelaba sus partes o lo acunaba en un cálido baño. Él diría mientras se sacudía como su sabueso Tulipán, “Bueno, James, eso no importa, ¿verdad? Es bastante parecido a hacer el amor. Puedes estar en una playa arenosa con olas frías mordisqueando los dedos de tus pies, o revolcándote en un colchón de plumas… al final, el placer es el mismo.”

James nunca había hecho el amor en una playa arenosa, pero suponía que su gemelo tenía razón. Jason tenía un modo de decir las cosas que te divertía aun mientras asentías de acuerdo. Jason había heredado ese don, si eso es lo que realmente era, de su madre, quien una vez había dicho mientras miraba amorosamente a James, que había parido un regalo de Dios y ahora era momento de apretar los dientes y parir el otro regalo. Eso le había ganado miradas de puro asombro de sus hijos y, por supuesto, asentimientos, a cuyo punto su padre había dado a ambos una mirada de profunda antipatía, había bufado y dicho: “Mas bien regalos del diablo.”

“Mis preciosos muchachos,” diría ella, “es una pena que sean tan hermosos, ¿verdad? Eso realmente molesta a su padre.”

Ellos la miraban fijamente, pero otra vez, asentían.

James suspiró y se alejó del acantilado que daba al valle Poe, una adorable extensión de verde ondulante, salpicada con árboles de arce y lima divididos por antiguos cercos. El valle Poe estaba protegido por todos sus lados por las bajas colinas Trelow; James siempre creía que algunas de esas extensas colinas redondeadas eran antiguos túmulos. Él y Jason habían construido incontables aventuras acerca de los posibles habitantes de esos túmulos; a Jason siempre le había gustado ser el guerrero que vestía pieles de oso, pintaba su rostro de azul y comía carne cruda. En cuanto a James, él era el chamán que movía sus dedos y hacía que el humo subiera en espiral hacia el cielo, y hacía llover llamas sobre los guerreros.

James dio un paso atrás del borde. Una vez había caído de ese acantilado porque él y Jason habían estado luchando con espadas, y Jason había aplastado su empuñadura contra la garganta de James, y James se había agarrado del cuello y se había sacudido; todo drama y nada de estilo, le había dicho Jason más tarde. Había perdido el pie y se había desplomado por la colina, con los gritos de su hermano maldiciendo. “Estúpido y condenado llorón, ¡no te atrevas a matarte! ¡Fue sólo una herida en el cuello!”

Él había reído aun mientras aterrizaba. Fuerte. Pero gracias a Dios había sobrevivido con sólo una masa de moretones en su rostro y costillas, lo cual había logrado que su tía Melissande, que había estado visitando Northcliffe Hall, chillara mientras le pasaba las manos por el rostro. “Oh, mi querido muchacho, debes cuidar de tu exquisito y perfecto rostro, y yo debería saberlo, ya que es el mío.” Y su padre, el conde, había dicho a los cielos, “¿Cómo puede haber sucedido una cosa semejante?”

Era verdad. James y Jason eran la imagen de su gloriosa tía Melissande, ni un solo cabello rojizo de la cabeza de su madre ni un ojo oscuro de su padre. Todos sus rasgos eran de su tía Melissande, lo cual no tenía sentido para nadie. Excepto su tamaño, gracias a Dios. Ambos eran casi del tamaño de su padre, y eso lo complacía excesivamente. Su madre en realidad había dicho algo al efecto de que, “Un niño debería ser casi tan grande como su padre y casi tan inteligente; es lo que todos los padres desean. Posiblemente también las madres.” Y sus muchachos la habían mirado parpadeando y habían asentido.

James había oído un rumor muchos años atrás, de que su padre había querido casarse con su tía Melissande, y que lo hubiese hecho, si no hubiese sido por su tío Tony, quien se la había robado. James no podía imaginar tal cosa. No que su tío Tony la hubiese robado, sino que su tía Melissande no hubiese preferido a su padre. Su madre había entrado en la brecha, afortunadamente para James y Jason, quienes, aunque encontraban a su tía muy interesante, amaban muchísimo a su madre. Afortunadamente, tenían el cerebro de los Sherbrooke. Su padre se los había dicho muchas veces, “El cerebro es más importante que sus condenados hermosos rostros. Si uno de ustedes olvida eso alguna vez, lo aporrearé hasta el cansancio.”

“Ah, pero sus hermosos rostros son extraordinariamente masculinos,” se había apresurado a agregar su madre, y había palmeado a ambos.

James estaba sonriendo ante ese recuerdo cuando oyó un grito y giró para ver a Corrie Tybourne-Barrett, una molestia que había estado en su vida casi tanto tiempo como llevaba en la suya, montando como un muchacho, con más agallas que cerebro, subiendo la colina, llevando a su yegua Darlene a una abrupta parada a no más de medio metro del borde del acantilado y a sólo treinta centímetros de él. Había que reconocérselo, James ni siquiera se movió. La miró, tan enojado que quería arrojarla al suelo. Pero se las arregló para decir en un tono bastante calmo:

– Eso fue estúpido. Llovió ayer y el suelo no está muy firme. Ya no tienes diez años, Corrie. Debes dejar de comportarte como un muchacho con lodo entre las orejas. Ahora haz retroceder a Darlene, despacio y con calma. Si no estás preocupada por matarte, podrías querer pensar en tu yegua.

Corrie lo miró hacia abajo y dijo:

– Admiro como puedes hablar tan tranquilamente cuando te está saliendo humo por las orejas. No me engañas ni por un segundo, James Sherbrooke.

Lo miró con desdén y chasqueó la lengua a su yegua justo hacia él, casi derribándolo. Él dio un paso al costado, palmeó el hocico de Darlene y dijo:

– Tienes razón. Me está saliendo humo de las orejas. ¿Recuerdas ese día que quisiste probar lo habilidosa que eras y montaste ese semental medio salvaje que mi padre acababa de comprar? Ese maldito caballo casi me mató cuando estaba intentando salvarte, lo cual, como tonto que era, hice.

– No necesitaba que me salvaras, James. Era habilidosa, incluso a los doce años.

– Supongo que planeabas tener las piernas envueltas alrededor del cuello de ese caballo, sosteniéndote, gritando. Ah, esa fue una medida de tu habilidad, ¿cierto? Y no olvides la ocasión en que le dijiste a mi padre que yo había seducido a la esposa del catedrático en Oxford, sabiendo que estaría furioso conmigo.

– Eso no es cierto, James. No estaba furioso, al menos no al principio. Primero quería pruebas, porque dijo que no podía imaginar que fueras tan estúpido.

– No era estúpido, maldita seas. Me llevó dos meses enteros convencer a padre de que era todo obra tuya, y tú te quejaste y lloriqueaste que era sólo una pequeñísima broma.

Ella sonrió.

– Hasta descubrí el nombre de una de las esposas de los catedráticos para hacerlo más creíble.

Él se estremeció, recordando claramente la expresión en el rostro de su padre.

– ¿Quieres saber algo, Corrie? Creo que hace mucho tiempo que alguien debería haberte enseñado lo que son los modales. -Sin advertencia, James la tomó del brazo, la hizo descender del lomo de Darlene y la arrastró hasta una roca. Se sentó y la colocó entre sus piernas. -Esta zurra ha sido necesaria por mucho tiempo.

Antes de que ella pudiese siquiera comenzar a imaginar qué iba a hacerle, James la puso boca abajo sobre sus piernas y llevó la palma de su mano con fuerza sobre su trasero cubierto por pantalones. Corrie jadeó y aulló, luchó pero él era fuerte, estaba más que decidido, y la sostuvo con facilidad.

– Si tuvieses tu falda de montar -golpe, golpe, golpe, -esto no te dolería porque tendrías media docena de enaguas para acolcharte.

Golpe, golpe, golpe.

Corrie luchó contra él, retorciéndose y gritando.

– ¡Detente ahora mismo, James! ¡No puedes hacer esto, idiota! Soy una muchacha, y no soy tu condenada hermana.

– Gracias a Dios por eso. ¿Recuerdas la vez que metiste esa medicina en mi té y mis entrañas fueron agua durante un día y medio?

– No creo que durara tanto. ¡Basta, James, esto no es apropiado!

– Oh, eso es gracioso. ¿No es apropiado, dices? He estado encajado contigo toda tu bendita vida. Recuerdo ver tu pequeño y delgado trasero cuando estabas nadando en el estanque de Trenton. Y también el resto de ti.

– ¡Tenía ocho años!

– No actúas como mucho mayor ahora. Esto, Corrie, es disciplina atrasada. Sólo considera que estoy actuando en el lugar de tu tío Simon.

James se detuvo. Simplemente no podía azotarla otra vez, pese a los desbordantes recuerdos de cosas atroces que ella le había hecho a través de los años. Comenzó a hacerla rodar de su regazo y luego vio las rocas en el piso.

– Oh, maldición, mocosa -le dijo, y la levantó de sus piernas para depositarla sobre sus pies.

Ella se quedó allí parada, frotándose el trasero, mirándolo fijamente. Si las miradas pudieran matar, él estaría muerto a sus pies. James se levantó y sacudió un dedo hacia ella, muy a la manera de un antiguo tutor, el señor Boniface.

– No seas una lastimera miedosa. Tu trasero escose un poco, nada más. -Miró fijamente sus botas un momento y luego dijo: -¿Cuántos años tienes, Corrie? Lo olvido.

Ella lloriqueó, se pasó la mano por la nariz que goteaba, levantó el mentón y dijo:

– Tengo dieciocho.

Él levantó rápidamente la cabeza, horrorizado.

– No, no, eso es imposible. Sólo mírate, un jovencito sin vello que sólo resulta tener un trasero redondeado bajo esos ridículos pantalones que ningún joven que se respete a sí mismo desearía. Bueno, no quise decirlo exactamente de ese modo.

– Tengo dieciocho años. ¿Me oyes, James Sherbrooke? ¿Qué es tan imposible en eso? ¿Y sabes qué más? -Él la miró fijamente, sacudiendo lentamente la cabeza. -¡He tenido un trasero redondeado desde hace al menos tres años! ¿Y sabes qué más?

– ¿Cómo iba a notarlo, con esos pantalones que vistes, embolsando tu trasero? ¿Qué más?

– Eso es importante, James. Tendré una especie de temporada de práctica este otoño. La tía Maybella dice que se llama la Pequeña Temporada. Y eso significa que llevaré vestidos elegantes y medias de seda con ligas para sostenerlas, y zapatos que me elevarán del suelo unos buenos cinco centímetros. Significa que ahora soy adulta. Levantaré mi cabello, me embadurnaré crema para estar suave, y mostraré mi busto.

– Harán falta cubos de crema.

– Tal vez. Pero me suavizaré tarde o temprano y entonces hará falta menos. ¿Y qué?

– ¿Qué busto mostrarás?

Para su absoluto horror, James creyó por un segundo que ella iba a arrancarse la camisa y le mostraría sus pechos, pero gracias a Dios la razón prevaleció y ella dijo, con los ojos como rendijas:

– Tengo un busto, uno muy agradable que sólo resulta estar escondido ahora mismo.

– ¿Escondido dónde? -dijo él mirando alrededor.

Corrie se sonrojó. James se hubiese disculpado si no la hubiera conocido toda su vida; si no la hubiese visto con cinco años y sin dientes incisivos intentando deducir cómo morder una manzana, si no le hubiese asegurado que no estaba muriendo cuando comenzó con su flujo mensual femenino a los trece, y si no hubiese sido el receptor de esa muesca de desdén suya demasiadas veces en años recientes.

Ella clavó sus dedos contra su pecho.

– Está todo aquí, aplastado. Pero cuando los des-aplaste y los enmarque en satén y encaje, una docena de caballeros muy probablemente se desvanezca.

Él probó una de las muecas de Corrie y descubrió que le quedaba bastante bien.

– Sólo en tus tontos sueños serás capaz de des-aplastar tanto. Buen Dios, estoy imaginando una tabla con nudos.

– ¿Una tabla con nudos? Eso es muy malvado de tu parte, James.

– Muy bien, tienes razón. Me disculpo. Lo que debería haber dicho es que pensar en tu pecho des-aplastado aturde mi mente.

– No hay nada más que agua estancada en tu mente. -Ella se enderezó, echó atrás sus hombros, sacó pecho y dijo: -Mi tía Maybella me aseguró que eso sucederá.

Como James había conocido a Maybella Ambrose, Lady Montague, prácticamente desde su nacimiento, no creyó en eso por un instante.

– ¿Qué dijo en realidad?

– Muy bien, la tía Maybella dijo algo acerca de que cuando fuera acicalada apropiadamente no debería avergonzarlos. Siempre y cuando vista azul, como ella.

– Eso suena mejor.

– No me desaires con tus insultos, James Sherbrooke. Conoces a mi tía, es una dama de auténtica modestia. Lo que realmente quiere decir es que los derribaré en la calle cuando pase en mi propio carruaje, sosteniendo, quizás, un caniche en mi falda.

– El único modo en que derribarías a los caballeros sería si estuvieses conduciendo.

Era un insulto sustancioso. Sacudiendo su puño frente al rostro de él, ella le gritó:

– ¡Escúchame, cabeza de bacalao! Monto tan bien como tú, quizá mejor. He oído que lo comentaban muchas veces… Soy mejor.

Eso era tan patentemente absurdo que James sólo puso en blanco sus propios ojos.

– Muy bien, nombra una persona que haya comentado eso.

– Tu padre, para empezar.

– Imposible. Mi padre me enseñó a montar. Monto tan bien como él, probablemente mejor ahora que él está envejeciendo.

Corrie le ofreció una sonrisa beatífica.

– Tu padre también me enseñó a montar. Y no es para nada viejo. Lo que es, es muy apuesto y pícaro… oí a la tía Maybella diciéndole eso a su amiga, la señora Hubbard.

Eso casi lo hizo vomitar. En cuanto a su modo de montar, James recordaba ver a la niña sentada orgullosamente junto a su padre, esperando cada palabra suya. Recordaba sentir una puñalada de celos. Era malo, especialmente porque tanto el padre como la madre de Corrie habían sido asesinados en un disturbio justo después de la derrota de Napoleón en Waterloo. Fue un accidente desafortunado que sucedió durante una visita oficial del padre de Corrie, el enviado diplomático Benjamin Tybourne-Barrett, vizconde Plessante, a París para discutir la segunda restauración de los Borbones con Talleyrand y Fouché.

Talleyrand se había ocupado de que Corrie, quien no llegaba a los tres años, fuera enviada de regreso a Inglaterra con la hermana de su madre en compañía de la desconsolada doncella de su madre muerta, y seis soldados Franceses, quienes no fueron tratados afectuosamente.

Cuando James finalmente trajo su mente de regreso, fue para oírla decir:

– Y mi tío tendrá ataques intentando decidir qué caballero es lo suficientemente bueno para mí. Podré elegir, sabes, y ese hombre inmensamente afortunado será fuerte, apuesto y muy rico, y en nada parecido a ti, James. -Otra mueca de desdén, esta muy refinada, tenía la intención hacerlo estremecer de furia. -Sólo mira tus pestañas, todas espesas y sobresaliendo unos dos centímetros enteros, como el abanico de una dama española. Incluso con una pequeña curva en las puntas. Sí, tienes las pestañas de una niña.

Él tenía sólo diez años cuando su madre había inventado la respuesta adecuada para él, así que entonces sonrió y dijo tranquilamente:

– Estás equivocada en eso. Nunca he conocido a una muchacha que tuviera pestañas tan largas y espesas como las mías. -Ella estaba callada, con la boca abierta. No podía pensar en nada que decir. James se rió. -Deja mi rostro fuera de esto, mocosa. No tiene nada que ver con tu busto. Busto, por el amor de Dios. Los hombres no dicen busto.

– ¿Qué dicen los hombres?

– No te importa. Eres demasiado joven. Y eres una dama. Bueno, en realidad no, pero deberías serlo ya que tienes dieciocho años. No, no puedo creer que tengas dieciocho. Eso significa que tienes casi veinte, lo cual te ubicaría en la misma década que yo. Simplemente no es posible.

– Me compraste un regalo de cumpleaños sólo dos semanas atrás. -Él le ofreció una mirada perfectamente inexpresiva. Corrie se palmeó la frente. -Oh, ahora entiendo, tu madre me compró el regalo y puso tu nombre en él.

– Bueno, no es eso lo que realmente sucedió, es…

– Está bien. Entonces, ¿qué me diste?

– Bueno, tú sabes, Corrie, ha pasado mucho tiempo.

– Dos semanas, maldito cabrón.

– Cuida tu boca, niña mía, o te azotaré otra vez. Hablas como un condenado muchacho. Debería haberte dado una fusta para tu cumpleaños, así podría usarla contigo cuando surgiera la necesidad. Como ahora mismo.

James dio un paso amenazador hacia ella, se contuvo y se detuvo. Para su asombro, ella fue hacia él, se paró cara a cara, le sonrió sarcásticamente y le dijo a la cara:

– ¿Una fusta? Sólo inténtalo. Te la quitaré, te arrancaré la camisa, y te azotaré con ella.

– Eso es algo que me gustaría ver.

– Bueno, tal vez te dejaría puesta la camisa. Después de todo, soy una dama de buena crianza y me arruinaría ver a un hombre medio desnudo.

Él reía tan fuerte que casi cayó hacia atrás por el condenado acantilado.

Corrie no había terminado, con la humillación a punto en su voz.

– Usaste tu mano cuando me pegaste… tu mano desnuda. Apostaría a que estoy marcada de por vida, matón.

Él le sonrió.

– ¿Todavía te escose un poquito el trasero? -Para su asombro, ella se sonrojó. -¿Tu rostro también se está enrojeciendo?

Ella abrió la boca, luego las lágrimas brotaron en sus ojos y se alejó rápidamente, trepó a la silla de montar de Darlene y se enderezó. Le ofreció una larga mirada sin emoción, tiró las riendas de Darlene, haciéndola levantar sobre sus patas traseras y haciendo tambalear a James. Él la oyó gritar:

– Le preguntaré a mi tío cómo le dicen los hombres al busto.

James esperaba fervientemente que no lo hiciera. Podía imaginar los ojos del tío Simon poniéndose en blanco mientras caía de su silla, con los anteojos cayéndose por su rostro. El tío Simon estaba en casa con su colección de hojas. Tenía hojas, cuidadosamente secadas y prensadas, de cada árbol encontrado en Gran Bretaña, Francia, e incluso dos de Grecia, una de ellas de un antiguo olivo cerca del Oráculo de Delfos. Hojas, pero mujeres. El tío Simon no estaba en casa para nada con las mujeres. James vio a Corrie alejarse cabalgando, sin siquiera mirarlo para ver si había sobrevivido a su ataque. Su largo cabello, atado apretadamente en una gorda trenza, golpeaba arriba y abajo en su espalda.

James se sacudió el polvo y sacudió la cabeza. Había crecido con la pequeña tonta. Desde el día en que ella había llegado a Twyley Grange, hogar de la hermana de su madre y su esposo, lo había seguido -no a Jason, nunca a Jason- sólo a él, y ¿cómo era posible que una niñita pudiera distinguirlos? Pero ella lo hacía. Incluso una vez lo había seguido a los arbustos cuando él había ido a aliviarse, un incidente que lo había dejado ruborizado y tartamudeando con furiosa vergüenza cuando Corrie había dicho desde su izquierda: “Buen Dios, tú no lo haces como yo. ¡Mira esa cosa que estás sosteniendo! Bueno, no puedo imaginar cómo hacer…”

Él tenía sólo quince años, estaba humillado, con sus pantalones todavía desabotonados, y le había gritado a la niña que apenas tenía ocho años: “¡No eres más que una estúpida niñita despreciable!” y había azuzado a su caballo, y procedido a casi matarse cuando un coche de correos había aparecido por una curva, espantando a su caballo, quien lo había arrojado al suelo, inconsciente. Su padre había ido a buscarlo hasta la posada adonde había sido llevado. Lo había abrazado mientras el doctor había mirado dentro de sus oídos, cuyo propósito, le dijo su padre más tarde, no tenía idea de cuál era. James se había apoyado contra él y dicho en una voz arrastrada: “Papá, me alivié, pero usé el arbusto equivocado porque Corrie estaba allí y me vio, y dijo cosas.” Su padre, sin vacilar, había respondido: “Las niñitas suceden, James, y luego se convierten en muchachas grandes y te olvidas del arbusto equivocado. No te aflijas por eso.” Así que James no lo había hecho. Dejó que su padre se ocupara de él. Se sintió a salvo, con su humillación flotando por la ventana abierta.

La vida, pensaba James ahora, era algo que parecía sucederte mientras no estabas prestando suficiente atención. Le parecía que lo que hacías en este instante se convertía en un recuerdo demasiado rápido, tal como Corrie cumpliendo dieciocho años… ¿cómo había sucedido eso? Mientras regresaba adonde había dejado su semental zaino, Bad Boy, se preguntó si era posible que algún día la viera y descubriera que le habían salido pechos. James se rió y miró al cielo. Estaría claro esta noche, casi una media luna, una hermosa noche para quedarse allí arriba de espaldas y mirar las estrellas.

Mientras cabalgaba de regreso a Northcliffe Hall, James no mantenía ninguna esperanza de que su madre le hubiera dado a Corrie una fusta para su décimo octavo cumpleaños, de parte de él.

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