Corrie nunca había estado tan asustada en toda su vida. Viajar en la parte trasera de un carruaje durante tres horas en el asiento del lacayo, con el viento silbando por sus anchas mangas, no era nada; trepar a un techo desvencijado con una manta… bueno, la lista era larga. Pero este era James. Y estaba enfermo.
El señor Osbourne dejó de ordeñar para quitar sus ropas a James y ponerlo en la cama. Seguía inconsciente, su respiración profunda, y estaba tan pálido. Corrie no podía soportarlo. Había tomado su abrigo y lo había dejado en mangas de camisa. Le dijo a la señora Osbourne:
– ¿Hay un médico cerca? Debo buscar un médico para él. Por favor, señora Osbourne. No puedo permitir que le suceda nada a James. Por favor.
– Bueno -dijo la señora Osbourne, posando suavemente su vieja mano nudosa en la frente de James, -está el viejo doctor Flimmy, en Braxton. No sé si sigue vivo, pero ayudó a dar a luz a mis tres muchachos, y todos ellos sobrevivieron, su mamá incluida. ¡Elden! -El señor Osbourne asomó su cabeza en la recámara. -Envía al pequeño Freddie a Braxton a buscar al doctor Flimmy. Nuestro hermoso muchacho aquí está casi tan blanco como un cadáver. -Vio palidecer el rostro de Corrie. -Lo siento. Fiebre -dijo la señora Osbourne, sacudiendo la cabeza. -Conozco las fiebres, sí. El pequeño Limón, así que es como siempre lo llamaba cuando era pequeño porque su piel era de este pálido color amarillo; ese niño sí que tenía fiebres, una tras otra.
– ¿Dijo que pequeño Limón está vivo, señora Osbourne?
– Oh, aye, su nombre es Benjie y tiene tres muchachitos propios ahora.
– Entonces dígame qué hacer.
– Lo gracioso es que siempre uso limones para las fiebres. Es una broma, ¿lo ve? Pequeño Limón y limones para la fiebre.
Corrie tragó con fuerza.
– ¿Le preparará una bebida, señora? ¿Hecha con limones?
– Aye, así es. Mientras hago eso, no lo pierda de vista. Si empieza a arder de adentro hacia afuera, lávelo con trapos fríos.
– Sí, sí, puedo hacer eso.
La señora Osbourne se quedó parada allí un momento, mirando el rostro inmóvil de James.
– Nunca he visto una cara más hermosa en ningún alma viviente. Ese rostro aún no debería ir con Dios.
Corrie sólo pudo asentir.
Las horas se desdibujaron, pero siguieron pasando, muy lentamente. James seguía vivo, tan caliente que pronto ella y la señora Osbourne comenzaron a secarlo con trapos mojados en el agua más fría que la anciana pudo encontrar. Las manos de Corrie se acalambraron, pero no se detuvieron. Vio que la señora Osbourne iba más despacio, y no era nada extraño.
– Yo seguiré haciéndolo, señora. Por favor, debe descansar ahora.
Pero la vieja continuaba frotando el pecho de James, y cuando lograron girarlo sobre su estómago, le frotó esos paños por la espalda.
Él estaba tan quieto, tan mortalmente quieto que Corrie no podía soportarlo. Finalmente, cuando volvió a estar de espaldas, James abrió los ojos y la miró directo a la cara.
– ¿Corrie? ¿Qué pasa? No estás enferma, ¿verdad?
– No -dijo ella, con su cálida respiración sobre la mejilla de él. -No lo estoy, pero tú sí.
– No, no puede ser…
Y entonces se desmayó, con los ojos cerrados y la cabeza colgando a un costado.
El mundo de Corrie se detuvo. Apretó su rostro contra el de él.
– James, vuelve a mí, por favor, vuelve. No puedo soportar esto.
Él comenzó a retorcerse y apartar las mantas, y entonces de pronto estaba temblando, sus dientes castañeteando. Apilaron mantas encima de él, pero no era suficiente. Los tres lograron cargarlo fuera hasta la sala de estar, y recostarlo justo frente a la chimenea. En momentos, la habitación estaba tan caliente que el sudor goteaba en la frente de James.
El tiempo pasó. Él se calmó. La fiebre había bajado, gracias a Dios.
El doctor Flimmy llegó con Freddie a principios de la tarde. Un hombre viejo, pero si su cerebro seguía funcionando debía saber cómo salvar la vida de un joven que había pasado la noche caminando bajo la lluvia fría.
Corrie vio al doctor Flimmy descender sobre sus rodillas chirriantes al lado de James. Le levantó los párpados, miró dentro de sus oídos. Bajó las mantas y le auscultó el pecho. Apoyó su oreja contra la garganta de James. Le bajó las mantas hasta los tobillos, inconsciente de que Corrie, que nunca había visto un hombre desnudo en su vida, estaba allí parada, embobada.
El hombre tarareaba mientras observaba cada centímetro de James.
– ¡Señor! -dijo la señora Osbourne, parpadeando, mirando atentamente a James. -El señor Osbourne nunca se vio así, ni siquiera cuando era un joven duendecillo. Tal vez sería mejor que no lo mirara tanto, señorita Corrie. A menos que sea su hermana, y sé que no lo es. Y tampoco es su esposa, o tendría un enorme diamante en su dedo, dado que él es un Señoría. No me han dicho qué son y cómo es que están juntos. No, no quiero saberlo. Ahora, dele la espalda y deje que el doctor Flimmy mire bajo sus rodillas. Eso es lo que siempre hacía con el pequeño Limón.
Corrie no quería darse vuelta. Quería quedarse allí y mirar a James hasta que estuviera tan oscuro que ya no pudiera verlo, ni siquiera su sombra. Suponía que eso significaba que el fuego tendría que apagarse también, porque sabía que podría verlo aunque hubiese brasas en el hogar.
La señora Osbourne la miraba con el ceño fruncido, con las manos en las caderas. Suspirando, Corrie se dio vuelta.
– ¿Estará bien, doctor Flimmy?
Cuando el viejo no respondió, ella giró la cabeza para mirarlo. Estaba arrodillado cerca de James, con el brazo de James levantado y tocando su axila. Lo vio fisgonear y codear, luego se inclinó sobre el pecho de James y levantó su otro brazo, y continuó con los toques. Al menos había levantado las mantas hasta la cintura de James, y eso era una pena. El doctor Flimmy finalmente se levantó, diciendo en voz alta:
– Señora Osbourne, busque su limonada. Hágala rica y caliente. Y agréguele algo de agua de cebada. Eso es lo que necesita ahora mismo.
El doctor Flimmy se las arregló para ponerse de pie, rechazando a Corrie con un movimiento de la mano cuando ella fue a ayudarlo. Cuando estuvo finalmente parado otra vez, respirando con dificultad por el esfuerzo, le dijo, aunque miraba a James:
– Su Señoría está muy enfermo. Afortunadamente también es joven y fuerte. Usted y la señora Osbourne manténganlo caliente, y cuando la fiebre regrese, continúen lavándolo con los trapos más fríos que puedan. Viertan limonada por su garganta o se marchitará y morirá. No quiero que ese muchacho muera, realmente no quiero.
– Yo tampoco quiero que muera -dijo Corrie, tragando con fuerza. -Debo llevarlo de regreso a Londres. Hay problemas, verá, y tiene que estar en casa.
El doctor Flimmy empezó a frotarse el cuello.
– Si lo mueven probablemente no lo logre. Manténganlo aquí, tranquilo y caliente.
El cerebro de Corrie simplemente se bloqueó.
– Pero la señora Osbourne…
– Aye, Corrie, nos ocuparemos de él. Ahora, bajemos un poco de mi limonada especial por su garganta.
Sorpresivamente, al menos para Corrie, James bebió cuando le acercaron la taza a la boca. Llevó un largo tiempo, pero logró hacerlo tragar la mayor parte.
Él durmió, inmóvil, sin fiebre, hasta esa noche. Corrie estaba leyendo un breve tratado sobre la cría de animales de granja a la luz de una sola vela. El señor y la señora Osbourne hacía rato que se habían acostado, pero Corrie no. El sueño estaba lejos. Cada pocos minutos, miraba a James. Él seguía quieto. Le habían hecho tomar un poco de caldo de pollo. El fuego seguía encendido. Tenía cuatro mantas metidas a su alrededor.
De pronto, James gimió, sus ojos se abrieron. Miró directo a Corrie.
– Estaba orinando y tú estabas mirando. Nunca estuve tan mortificado en mi vida.
El recuerdo destelló en la mente de Corrie y sonrió.
– Tenía sólo ocho años, James, y realmente no entendía lo que estaba viendo. Me diste un susto tremendo cuando saliste corriendo y te arrojaste. Pensé que era mi culpa. Me sentí culpable durante años.
– ¿Cómo supiste sobre mi accidente?
– Tu padre me contó. Dijo que no tenía claro exactamente cómo había pasado eso, así que le conté todo lo que había sucedido.
James gruñó.
– ¿Qué dijo?
– Se quedó callado un momento, luego me palmeó la cabeza y me dijo que te había dicho exactamente lo correcto. Que te había calmado.
– ¿Soy el único hombre al que has visto orinando?
– Sí. Perdóname, James, pero era tan pequeña y te idolatraba hasta el punto de la imbecilidad. Pensé que el modo en que lo hacías era bastante sorprendente y mucho más sencillo de lo que era para mí. -Él se rió. Realmente se rió, con una carcajada grave y rasposa, y entonces sus ojos se cerraron y su cabeza cayó a un lado. -¡James!
Ella se arrodilló a su lado, con la palma de su mano en la frente de James. Nada de fiebre, gracias a Dios. Se sentó sobre sus talones y se quedó mirándolo. Cuando él empezó a balbucear, Corrie casi se cayó.
No tenía mucho sentido, pero ella supo que estaba preocupado. Él hablaba entre dientes acerca de su padre y del hombre que se había hecho llamar Douglas Sherbrooke. Luego habló de la constelación Andrómeda en el cielo boreal, del accidente que Jason había tenido a los diez años, al caer del granero. Entonces mencionó su nombre, y cómo ella no lo dejaba en paz, cómo estaba siempre debajo de sus pies, y que era cierto, ella era preciosa, como decía su padre. El único momento en que murmuró que deseaba que estuviera en otra galaxia era cuando había cumplido doce y había querido besar muchachas. Corrie recordaba que se había vuelto bastante bueno en escapar de ella.
Corrie se acostó a su lado y se apretó contra él. Le acarició el pecho, la garganta, el rostro.
– James, todo está bien. Estoy aquí. No te dejaré. Todo estará bien, te lo juro.
Él dejó de balbucear. Ella creyó que estaba dormido.
Corrie contó el dinero de James. Había suficiente. Habló con la señora Osbourne, y luego dio el dinero e indicaciones para llegar a la casa de ciudad de los Sherbrooke en Londres a un emocionado Freddie. El conde y la condesa estaban en París, pero Jason estaba allí. Estaría aquí en cuanto pudiera. No había nada más que pudiera hacer excepto esperar.
Los días siguientes pasaron con aterradora lentitud. James deliraba, luego entraba en estupor, tan quieto que ella pensó varias veces que había muerto. Corrie rezó hasta quedarse sin palabras, y entonces rezó con sentimiento, jurando a Dios que se convertiría en una persona excelente si tan solo perdonaba la vida a James.
No había señales de Freddie.
Ella y la señora Osbourne frotaban a James con trapos fríos y húmedos hasta que se les acalambraban las manos y se les ponían azules y arrugadas. El doctor Flimmy regresó una vez más, examinó las axilas de James más detenidamente esta vez, y anunció que Su Señoría estaba mejorando.
Corrie no comprendía eso, pero se aferraba a cualquier esperanza.
– ¿Vivirá, señor?
– Está mejor, señorita, pero ¿vivirá?
Él no respondió a su propia pregunta, aceptó un billete que Corrie le dio del bolsillo de la chaqueta de James, bebió una taza de leche caliente y permitió que el señor Osbourne lo llevara a casa, porque todavía no había señales de Freddie. Algo debía haberle pasado, Corrie lo sabía.
La señora Osbourne daba vueltas, con los labios apretados, sacudiendo la cabeza. Sin embargo era interesante cómo sonreía cada vez que miraba a James.
La tarde siguiente Corrie se quedó dormida, su cabeza sobre el hombro de James, cuando un fuerte mugido la despertó. Se despertó agitada, tan agotada que le llevó un momento darse cuenta de que realmente había una vaca parada en la puerta abierta. Oyó voces de hombres justo afuera.
¿Era el doctor Flimmy? No, probablemente vecinos que habían ido a comprar leche. Apoyó la palma en la frente de James. Estaba fresco al tacto. Casi lloró de alivio. La vaca volvió a mugir. Corrie se puso de rodillas cuando Douglas Sherbrooke apareció en el umbral, justo frente a la vaca.
Si hubiese sido Dios allí parado, con su vista adaptándose al interior en penumbras, ella no hubiese estado más extática.
– ¡Señor! -Fue corriendo hacia él, arrojándose en sus brazos. -¡Está aquí! Pensé que estaba en París, pero no lo está. Realmente está aquí. Gracias a Dios, gracias a Dios. Creí que Freddie se había perdido. Pensé que tal vez alguien lo había matado.
Douglas la abrazó fuerte, le palmeó la espalda.
– Todo está bien, Corrie. ¿Cómo está James?
Ella oyó el miedo en su voz, y se echó atrás, sonriéndole.
– La fiebre cedió. Va a estar bien.
Corrie se alejó y fue de regreso a donde James yacía frente a la chimenea, su lecho durante los tres días pasados.
Douglas cayó de rodillas junto a su muchacho. Estudió la espesa barba en su rostro, la palidez de su piel, los huecos en sus mejillas.
Apoyó una palma en la frente de su hijo. Bien fresca. Se sentó sobre sus talones.
– Gracias a Dios.
– ¡James!
Jason entró corriendo por la puerta del frente, se golpeó la cabeza en el dintel y casi se desmayó.
– Maldición, Jason, no me hagas preocupar por ambos.
Jason, frotándose la cabeza, maldiciendo, zigzagueó apenas mientras caminaba hasta donde su hermano dormía.
– Hace mucho calor aquí.
– Sí -dijo Corrie. -Se supone que así sea. Ha tenido fiebre, ha tenido tan frío…
Ella tragó con fuerza, se quedó mirando a Douglas y luego a Jason, y estalló en lágrimas. Fue Jason quien la abrazó, acariciándole la espalda, palmeándole la cabeza.
– Ese vestido es un espanto, Corrie -le dijo contra la sien.
Ella se sorbió la nariz, tragó y se las arregló para hacer una pequeña sonrisa al levantar la mirada hacia él.
– Ha pasado tanto tiempo, y sabía que él iba a morir, y no sabía qué hacer. Y envié a Freddie a Londres, a tu casa, pero nunca regresó y… -Ella lloriqueó y luego sonrió a Jason. -Vivirá. La fiebre ha desaparecido.
– Sí, gracias a Dios y tus excelentes cuidados -dijo Douglas. -Freddie llegó esta mañana, ni doce horas luego que Alex y yo. Se había perdido y le robaron. Cuando llegó a la puerta principal, Willicombe casi se desmayó al verlo. Lo único que Freddie pudo decir antes de desplomarse fue “James”.
– ¿Freddie está bien ahora?
Jason asintió. Miró a su hermano y casi dio un salto asustado cuando la señora Osbourne chilló:
– ¡Lords y Señores! Hay dos de ustedes. Señor Osbourne, venga a ver esto. Hay dos hermosos muchachos, no sólo uno.
Abrió la puerta que iba de la cocina al granero y desapareció. Corrie dijo:
– La señora Osbourne ha disfrutado mucho cuidando de James, particularmente cuando se trataba de lavarlo con fríos trapos húmedos. No es sólo su rostro lo que admira.
Entonces rió tontamente, realmente lo hizo. Miró a Jason. Él sonreía.
– Estoy seguro de que James estaba encantado de complacer a la señora Osbourne.
James gimió y abrió los ojos para ver a su padre observándolo.
– Hola, señor. ¿Por qué no está en París?