CAPÍTULO 16

Lyon’s gate – Cinco días después.


– ¡Everett! ¡No comas ese clavo!

Tres adultos y Martha corrieron hacia el niñito, pero su madre fue la más veloz. Corrie lo levantó en sus brazos, sacó el clavo de su boca, escupió en su pañuelo y le secó la boca.

– ¡No, no, no! -le gritó a la cara, y lo sacudió por si acaso.

Everett se quedó mirando a su madre, arrugó el rostro, echó atrás la cabeza y aulló.

Su gemelo, Douglas, agarró la falda de su madre y tiró fuerte. Corrie, con ambas manos intentando tener quieto a Everett, canturreó a Douglas:

– Sólo un momento, bebé, sólo un momento más y mamá te alzará también.

La voz de Everett subió otra octava. Douglas arrugó su rostro, abrió la boca e igualó el volumen de su gemelo. Martha palmeó con las manos.

– Santo cielo, milady, mi propio hermanito nunca, jamás, hizo tanto barullo como estas pequeñas liendres.

Jason exclamó:

– ¿Quién quiere bailar el vals conmigo?

Hubo un instante de completo silencio, y luego:

– ¡Yo quiero!

– ¡Yo quiero!

– ¡Yo primero, tío Jason!

Everett estaba intentando apartarse de su madre y Douglas saltaba, ahora tirando de la sucia pierna del pantalón de Jason.

Jason, riendo, levantó a Douglas y acomodó a Everett del otro lado, y exclamó:

– Necesito un poco de música, por favor.

Hallie, que había salido corriendo de la casa ante los gritos de Everett, no dudó. Comenzó a cantar una de las cancioncitas de la duquesa Wyndham, escrita unos veinte años atrás y todavía una favorita en la marina del rey. La cantó en ritmo de tres cuartos con la melodía de un popular vals para que las palabras encajaran con el ritmo de un vals, en su mayoría, haciendo que todos los que escuchaban rieran a carcajadas.

Jason giraba, bajaba y se deslizaba. Los gemelos reían y chillaban. Todo adulto a treinta metros dejó de trabajar para mirar, y escuchar.

“Él no es de los hombres que gritan: ¡Por favor, querida!

Es sólo un patán que grita: ¡Tráeme una cerveza!

Es un hombre bonito con una moza bonita

Que le pone licor justo en el trasero.

Y a tirar y jalar vamos, mis muchachos,

¡Gritaremos como queramos hasta que haya un barco a la vista!”

Tres de los trabajadores conocían la canción y empezaron a cantar junto con Hallie. Todos estaban balanceándose, y entonces Mackie, un albañil, gritó a una de las mujeres:

– ¡Meg, venga a bailar conmigo!

Pronto había al menos tres parejas valseando, la propia Martha haciéndolo muy bien con el joven Thomas, el hijo del herrero, que acababa de celebrar su décimo cumpleaños.

Alex la oyó decir:

– Ella es mi ama, lo es. Sólo escucha esa he’mosa voz dentro de su bonita persona.

La condesa viuda, lady Lydia, tarareaba y se mecía en su silla, bajo una bendita sombra junto a la puerta principal, con Angela Tewksbury a su lado, riendo, intentando aplaudir con el ritmo de vals de tres cuartos.

Hollis se encontraba en el umbral sonriendo benévolamente, dando golpecitos con el pie. Atrapó la mirada de Jason, señaló la bandeja y formó las palabras limonada, bizcochos. Jason susurró al oído de Everett, luego a Douglas. Para su estupefacción, ambos niñitos lo agarraron del cuello y gritaron:

– ¡Baila!

– ¡Baila!

Hizo falta otra interpretación entera de la canción de marineros antes de que los gemelos decidieran que querían limonada, todo porque Hollis estaba bebiendo un enorme vaso, dejando que una gota corriera por su mentón, a menos de un metro de ellos.

Pronto estaban sentados sobre una manta a la sombra, junto a lady Lydia y la señora Tewksbury, con un plato de tortas y bizcochos en la manta en medio de ellos. Estaban farfullando en conversación de gemelos, cada uno intentando agarrar la mayor cantidad de tortas.

– Dame agua, Hollis -dijo Jason, respirando con dificultad. -Cielos misericordiosos, esos dos tienen más energía que Eliza Dickers. Creo que ni siquiera ella me agotó tanto como esos dos.

Una de las cejas de su padre se elevó.

– ¿Una belleza de Baltimore?

Hallie hizo una mueca de desdén, su expresión condenadora como la de una monja.

– Ah, sí, milord. Tengo entendido que la belleza de Jason, Eliza Dickers, quizás podría ser considerada algo así como una viuda virtuosa, algún tiempo atrás, antes de la llegada de su hijo a Baltimore.

Jason se puso tenso como los nuevos postes de vallado que había clavado en el suelo sólo una hora atrás. Le ofreció una mirada que cortaría leche y una voz que podría helar los alrededores del Infierno.

– Eliza Dickers es una dama, una de las mejores amigas de Jessie Wyndham. Ella, a diferencia de usted, señorita Carrick, es una adulta. No hiere a nadie, ni con sus acciones ni con sus palabras.

Giró sobre sus talones y fue de regreso con su hermano.

Hallie se quedó mirándolo.

– Oh, cielos.

Douglas dijo:

– ¿Por qué le desagrada tanto mi hijo, señorita Carrick?

– Oh, cielos -repitió Hallie. -No quería… sinceramente no quería, es sólo que yo…

– ¿Sigue furiosa con él porque es dueño de la mitad de Lyon’s gate?

– No -dijo ella, mirando con atención a Jason mientras él hablaba con su madre ahora, con su mano sobre la manga de ella.

– Ah -dijo el padre de Jason, y le sonrió.

Hallie se quedó dura.

– No me agrada lo que está pensando, señor, aunque no sé que es y jamás quiero saberlo.

Vio a Jason tomar un vaso de agua y vaciarlo entero, su fuerte garganta moviéndose. Su camisa, abierta hasta la mitad de su pecho, estaba transpirada y se pegaba a él. El vello en su pecho estaba sucio y brillante también por el sudor, y Hallie no iba a pensar en eso.

Si Douglas no estaba equivocado, y nunca lo estaba respecto a cosas como esta, Hallie Carrick miraba a su hijo con una expresión bastante alarmada en el rostro. Apostaría un montón de monedas a que se había puesto celosa. Sí, había dado una demostración de lindos y crudos celos, tan bajos y humanos como era posible. Era difícil ver otro lado de ella, pensó Douglas, un lado encantadoramente humano, ya que había querido estrangularla durante tanto tiempo.

Vio a Jason arrojar su vaso a uno de los trabajadores parados cerca de Hollis.

Douglas dijo a Hallie:

– Su voz es buena y fuerte. ¿Sabía que la duquesa Wyndham es la prima política de James Wyndham?

– Oh, sí, ella es muy famosa en Baltimore. Creo que Wilhelmina Wyndham la odia bastante, aunque odia a un número de personas considerable, así que no es una distinción particular.

– No puedo creer que haya hecho encajar esa canción con el ritmo del vals, algo así. Bien hecho.

– Gracias, señor. Supongo que es hora de volver a colgar las nuevas cortinas del dormitorio.

Douglas la vio entrar en la casa, con la mirada en sus pies y, si no estaba equivocado, sus hombros un poquito caídos.


James apareció detrás de su hermano, con los brazos cruzados sobre su propia camisa sudada.

– Hallie no ha vestido pantalones desde esa primera vez que la conocimos.

Jason, sin dudar para nada, se rió.

– No diré nada. Se quitaría el vestido y se pondría pantalones sólo para fastidiarme. Bendito infierno, hace más calor ahora que un minuto atrás.

James tomó un vaso de agua de uno de los trabajadores, tomó un trago y luego arrojó el resto del agua sobre la cabeza de su gemelo.

– ¿Mejor?

Jason gritó y luego gruñó con placer.

– Mucho mejor. ¿Por qué no nadamos más tarde?

– Se congelarán sus partes -dijo su padre.

– No puedo esperar -dijo Jason.

Oyó un viejo cacareo y miró a su abuela, sentada junto a la señora Tewksbury, una dama mayor también, pero de ningún modo una octogenaria. No podía tener más de setenta. Tenía cabello blanco hilado con mechones marrón suave, un dulce rostro redondo con pocas arrugas. Parecía totalmente imperturbable, y la mayor sorpresa de todas… parecía agradarle inmensamente a su abuela. Ni cinco minutos después de haberse conocido, Jason las había oído gritándose en la salita. Nunca antes había escuchado que otra persona devolviera los gritos a su abuela. Se quedó clavado en su sitio.

Su abuela zarpó de la salita algunos minutos más tarde, lo vio allí parado y le ofreció una dulce sonrisa. Él la abrazó.

– ¿No te agrada la señora Tewksbury, abuela?

Ella se apartó de él y le palmeó la mejilla.

– ¿Angela? Creo que tiene buen ingenio, muchachito. Puedes llamar a Horace. Deseo ir a casa ahora y hablar con la cocinera. Angela irá a cenar.

La voz de James lo trajo de regreso.

– Me agrada Angela. Nunca sabes lo que va a salir de su boca. Creó que fascina a la abuela, y viceversa.

– Es un milagro -dijo su madre, abrazando a ambos aunque Jason estaba mojado y sucio, y James sólo sucio.

Dio un paso atrás y levantó el rostro hacia el cielo, con los ojos cerrados y los labios moviéndose.

– Madre, ¿qué estás haciendo?

– Ah, James, estoy rogando que este milagro no desaparezca al llegar la noche.

Douglas dijo:

– Si el milagro se esfuma, haré mi mejor intento por alegrarte esta noche.

Sus muchachos se miraron uno al otro y luego sus botas, sin una palabra que saliera de sus bocas.


Esa noche, después de la cena, el clima continuaba cálido, con una media luna colgando en lo alto del cielo. Jason entró en el jardín del este, donde todas las estatuas de hombres y mujeres retozaban en un placer eterno. Aunque parezca mentira, estaba pensando en la última carrera que había corrido contra Jessie Wyndham. Había montado a Dodger, ella al hijo de Rialto, Balthazar.

La cabeza de Dodger estaba baja, él estaba mortalmente serio, concentrado en la línea de llegada a la distancia. Sin más de seis metros que correr, Jason se había dado vuelta para mirar sobre su hombro exactamente dónde estaba Balthazar. Se le cayó el corazón a los pies. Jessie no estaba sobre su lomo. Oh, Dios, se había caído. Jason, aterrado de que estuviera herida o incluso muerta, hizo dar vuelta inmediatamente a Dodger, sólo para oír a Jessie riendo. ¿Riendo? Vio paralizado cómo ella se levantaba y enderezaba en la montura, clavaba sus talones en los lustrosos costados de Balthazar y pasaba galopando a su lado, sobre la línea de llegada un momento más tarde.

Ella fustigó a un Balthazar encabritado y exclamó entre gritos de risas:

– Jason, lamento haberte hecho eso, pero Balthazar no soporta perder una carrera. Deja de comer. Una vez casi murió de tan afligido que estaba por una derrota en el hipódromo McFarly. Tenía que hacer algo.

Y Jason dijo suavemente:

– No hay ningún problema, Jessie. Fue un truco excelente.

– He estado haciéndolo desde que tenía doce años. Nunca había tenido que arrojarme de costado contigo antes. Me sorprende que James no te lo haya advertido.

– No, James nunca dijo nada.

– Me pregunto por qué los niños mantuvieron la boca cerrada.

– No había razones para que nadie me advirtiera, ya que nunca antes te había ganado en una carrera.

Ella le había ofrecido una sonrisa ancha y asentido, reconocimiento de que si no hubiese jugado sucio, él habría ganado. Cuando desmontó, alabando a Balthazar, Jason se acercó a ella, sonriendo, y dejó que Dodger atacara. Él mordió la ijada de Balthazar, duro. Dodger no había sido tan filosófico respecto al truco sucio.

Sonreía distraído al observar la estatua favorita de Corrie, un hombre arrodillado congelado por toda la eternidad entre las piernas de una mujer.

Se dio vuelta rápidamente al oír un grito ahogado.

– Hallie. Descubriste cómo llegar aquí. -Ella no lo miró, sólo observaba atentamente las variadas estatuas. Jason dijo: -Hay quince estatuas. Cada una, supongo que podrías decir, con un enfoque diferente al tema. Creo que fue mi bisabuelo quien las trajo de Grecia. -Ella no dijo una sola palabra. Sus ojos no vacilaron. Él señaló la estatua. -La mayoría de las mujeres prefieren esta, una vez que están casadas, pero sólo si sus maridos no son patanes.

Ella miró con más atención y palideció.

– Oh, cielos, ¿qué está haciendo?

Su voz tembló, pero no apartó la mirada de las estatuas.

Jason le dijo, con la mano sobre su brazo:

– Vamos.

Cuando ella siguió sin moverse, la agarró de la mano y la apartó. Abandonó los jardines del este, todavía tirando de Hallie hacia las puertas de cristal que daban al estudio de su padre… no, el de James.

– No, no, por favor, Jason, por favor, no entremos todavía.

– No deberías estar mirando esas estatuas. Eres demasiado joven y demasiado ignorante.

Él no dijo nada más, sólo la miró, con los brazos cruzados sobre el pecho. Vio cómo la lengua de ella pasaba por su labio inferior.

– No soy joven y ni particularmente ignorante, pero seré sincera. Fue difícil desprenderme.

– Todavía estarías allí, mirando fijamente, con la boca abierta, si no te hubiera alejado a la rastra.

– Probablemente sea cierto. Por favor, no entres aún. Quería hablarte, y no es acerca de las estatuas.

Una elegante ceja se elevó. Ella estaba raspando su zapatilla contra una pequeña roca. Finalmente, después de que el silencio se prolongara, Jason suspiró.

– Lárguelo, señorita Carrick.

Ella levantó la cabeza y dijo, toda tensa y fría:

– Por favor, no me llames señorita Carrick con esa espantosa voz formal otra vez. Me has llamado Hallie durante toda una semana.

– Ah, la princesa da una orden directa.

Ella retorció las manos.

– No, no quise decir eso, de veras, sólo quería decir que cuando hablas en ese tono me haces sentir más baja que una babosa. Detesto cuando utilizas mi apellido como si me despreciaras tanto que ni siquiera quieres reconocerme como Hallie.

Jason se apoyó contra un roble sésil más viejo que su abuela, con los brazos cruzados sobre el pecho, y esperó.

– Quería hablarte… Muy bien, en realidad quería disculparme. Estuve mal al hablar de ese modo acerca de la señora Dickers. Fue semejante sorpresa saber que tú y ella…

– Está arruinándolo, señorita Carrick.

Hallie tomó aire bruscamente.

– Podrías congelar a alguien con esa voz.

– Sí. Lo aprendí de mi padre. James también.

– ¿No lo ves? Ella es mucho mayor que yo, y simplemente no podía imaginar que tú y ella fuesen, bueno…

– Esto se pone cada vez mejor. ¿Cuánto tiempo planeas justificarte?

Ella dio un paso hacia él, estiró su mano y luego la dejó caer a su costado.

– Tendremos que vivir juntos, Jason. No puedo vivir contigo helándome de este modo, como si siguieras enojado, quizás todavía indignado conmigo. Oh, muy bien, lo diré, como deseas. No más excusas. Lo que dije fue malo, fue mezquino, soy una persona horrible. ¿Estás satisfecho ahora?

– Hmm -dijo él, giró sobre sus talones, abrió la puerta del estudio y desapareció dentro.

Hallie se quedó mirándolo, furiosa de que se hubiera alejado y deseando caer de rodillas y rogarle que la perdonara.

Jason se dio vuelta para verla aún parada donde la había dejado, su rostro pálido a la luz de la luna.

Le dijo:

– Si fuese un hombre que deseara casarse, algo que jamás volveré a desear hacer en esta vida, estaría totalmente inclinado hacia Eliza Dickers. Ella es cariñosa, bondadosa y muy divertida.

No volvió a mirar atrás.

Y ella no lo era.

Bueno, muy bien, entonces tal vez ella no era cariñosa, bondadosa y divertida todo el tiempo. Dudaba mucho que Eliza Dickers tampoco lo fuera. ¿Cómo podía uno ser todas esas cosas buenas todo el tiempo? Seguramente incluso la señora Dickers tenía momentos de mezquindad. Una pena que su esposo estuviera muerto, o podría ser consultado. Seguramente de vez en cuando ella lo llamaba estúpido o bobo.

Hallie se dio vuelta y regresó a los jardines del este. Le llevó un rato encontrar la entrada, aunque ya había estado allí. Suponía que tenía sentido mantener esas impresionantes estatuas bien escondidas. Se preguntó a qué edad las habrían encontrado James y Jason. Se quedó parada frente a la estatua favorita de las mujeres casadas -si el marido no era un patán… sea lo que sea que quisiera decir eso.

El hecho era que ella era una celosa arpía. Sacudió la cabeza. No, no estaba celosa, eso era ridículo, era simplemente una arpía, nada de celos involucrados. Había imaginado que él se había acostado con cada mujer que había deseado en Baltimore, que Eliza Dickers había sido una de muchas. Pero quizás no había habido una larga línea de mujeres, y que él, como un sultán, simplemente tenía que doblar un dedo a la que deseaba para esa noche. Quizás había estado equivocada respecto a Jason, y él sólo se había relacionado con Eliza Dickers. Ciertamente le tenía afecto.

Pero el hecho es que él era tan hermoso, tan bien parecido, que Hallie no podía imaginar que no tomara lo que se le ofrecía. Después de todo, era un hombre, y su madrastra, Genny, le había dicho llanamente que todos los hombres que Hallie conociera pensarían en poco más que en acostarse con ella, que así simplemente era su especie, y que no podían evitarlo. Pero Jason nunca había mostrado ninguna tendencia libidinosa junto a ella, ¿y cómo podía ser? Seguramente ella era lo suficientemente bonita como para garantizar al menos una mirada interesada, ¿verdad? Tal vez simplemente él era muy bueno en ocultar lo que aparentemente todos los hombres deseaban.

– Eres una tonta, niña mía -dijo, mirando a la mujer que yacía de espaldas, con la boca abierta en alguna especie de grito.

¿Por qué estaba gritando? ¿El hombre estaba lastimándola? ¿Una mujer permitiría voluntariamente que su esposo la avergonzara y la hiriera?

Continuó estudiando la estatua. La boca del hombre estaba donde ella no podía imaginar que estuviera la boca de un hombre, especialmente para nada ubicado como él parecía estar.

Bueno, no importaba. Jason Sherbrooke no quería casarse jamás. Eso era bueno. Eso estaba bien para ella, porque tampoco quería casarse, nunca.

Corrió de regreso a la casa solariega, consciente de que se estaba sintiendo caliente, pero no en todas partes. No, para nada en todas partes.

Encontró a Martha acurrucada en su sillón, profundamente dormida. Le había dicho que fuera a acostarse, pero naturalmente no lo había hecho. Hallie llevó a Martha a la salita donde dormía, le quitó los zapatos y la tapó. Había trabajado tan duro como cualquiera de las mujeres, saltando de un lado a otro, exclamando por esto y aquello, feliz como una perdiz.

Hallie se preguntó, mientras yacía en su cama esa noche, exactamente qué le habría sucedido a Jason cinco años atrás.

Загрузка...