Northcliffe Hall – Cerca de Eastbourne, sur de Inglaterra.
Jason guió a Dodger hacia la casa de campo al final del sendero. Quedaba a unos buenos cien metros de Northcliffe Hall, lo suficientemente lejos, había escrito Corrie, para que su abuela no pudiera entrar enfadada, provocar estragos, y salir indignada, sonriendo con los pocos dientes que le quedaban. Su abuela tenía la asombrosa edad de ochenta años, incluso más vieja que Hollis. Quería verla, abrazarla, agradecer al Señor que siguiera aquí para ser desagradable. Tal vez grandes cantidades de vinagre mantenían sana a una persona.
Su padre había escrito justo antes de la partida de Jason de Baltimore que Hollis aún tenía una plétora de dientes y cabello. Jason estaba simplemente agradecido de que Hollis, al igual que su abuela, siguiera vivo.
Jason ató a Dodger, que estaba tan feliz de estar en casa que no podía dejar de agitar la cabeza y olisquear el aire. Jason se abrazó a su cogote y el caballo relinchó. Había resistido bien el viaje de dos semanas.
– Tú, viejo, tienes más corazón y fortaleza que cualquier otro caballo en el mundo.
Miró la casa estilo Reina Ana cubierta de hiedras y el hermoso jardín que la rodeaba, que sabía que probablemente era cuidado por su madre. Las ventanas destellaban con el sol de media tarde, y había un aire de satisfacción en el lugar. Se preguntaba si su abuela habría pronunciado jamás una palabra de gracias. Lo dudaba.
Sonrió al golpear la aldaba de latón contra la gruesa puerta de roble.
No pudo creer cuando Hollis abrió la puerta principal. El viejo se quedó mirándolo, se agarró el pecho y susurró:
– Oh, cielos, ¿es realmente usted, amo Jason? Después de todos estos años, ¿es usted realmente? Oh, mi querido muchacho, oh, mi precioso muchacho, finalmente está en casa.
Hollis se arrojó a los brazos de Jason.
Jason se dio cuenta con sorpresa de que Hollis estaba mucho más bajo, abrazando al anciano tan suavemente como podía. Había conocido a Hollis toda su vida; de hecho, su padre también lo había conocido durante casi toda su vida. Hollis tenía fuerza en esos viejos y delgados brazos suyos, gracias a Dios.
Aspiró el aroma del viejo, el mismo aroma que había tenido sus veintinueve años en esta tierra, una mezcla de limones y cera de miel, y dijo:
– Ah, Hollis, te he extrañado. Recibí tus cartas semanales, al igual que las de mi hermano y mis padres. Corrie también. Lamento que me haya llevado tanto tiempo comenzar a responderlas realmente, pero…
El anciano tomó el rostro de Jason entre sus manos.
– Está bien. No se sentirá culpable por eso, no se disculpará. Ha estado respondiendo mis cartas durante tres años ya. Eso fue suficiente.
Jason sintió que la culpa desgarraba su garganta, pero veía tanto amor y comprensión en los viejos ojos sabios de Hollis que asintió en vez de tirarse a sus pies.
– ¿Sabías que Corrie ha estado escribiendo cartas de mis sobrinos? -Respiró hondo y volvió a abrazar al viejo. -Estoy en casa, Hollis, estoy en casa ahora, para siempre.
– ¡Hollis! ¿Qué es esto? ¿Quién está aquí? Te permito que me traigas bollos de nuez cuando tomas tu descanso de la tarde, pero mira lo que has hecho… has dejado que alguien te siga. Estás dándole mis bollos de nuez a alguna gentuza, ¿verdad, Hollis? Qué absoluto descaro.
Jason reconocía esa vieja voz amargada.
– Algunas cosas nunca cambian.
Jason sonrió mientras Hollis se apartaba, ponía los ojos en blanco con infinita aceptación y una gran cantidad de diversión, y decía:
– Madame, su nieto está aquí, no para robar sus bollos de nuez, me asegura, sino para visitarla.
– ¿James está aquí? ¿Por qué diablos está James aquí? Esa esposa suya intenta mantenerlo alejado, sé que lo hace. Es una vergüenza, esa tonta muchacha, como su suegra, esa libertina que está casada con mi Douglas y que se rehúsa a verse vieja cuando se supone que lo haga.
Jason levantó la mirada para ver a su abuela caminando lenta y cuidadosamente hacia la puerta principal, usando un bastón bien pulido con un encantador puño de colibrí. Podía ver su cuero cabelludo rosado a través de su cabello blanco como la nieve, todo arreglado en ricitos apretados.
– No es James, abuela. Soy yo.
Jason caminó hacia la anciana cuyos ojos aún brillaban intensamente con inteligencia y malicia.
Ella se detuvo de golpe y se quedó mirándolo fijamente.
– Jason… No eres James simulando ser Jason, ¿verdad? No he perdido mi agudeza final, ¿cierto? ¿Realmente eres tú?
– Sí, así es.
Él fue rápidamente hacia ella porque parecía estar tambaleándose un poquito por la sorpresa. La tomó muy suavemente en sus brazos y se dio cuenta de que era aun más frágil que Hollis. Sus viejos huesos se sentían como si pudieran fácilmente partirse con viento fuerte. Sintió su boca seca besarle el cuello y se apartó, miró el rostro de su abuela, arrugas marcadas alrededor de su boca, hacia abajo, naturalmente, porque siempre estaba reprendiendo a todos a su alrededor, nunca sonriendo. Para su inmenso placer, esa vieja boca cosida se abrió en una sonrisa. Ella siguió sonriendo mientras le palmeaba el rostro.
– Mi hermoso Jason -dijo, y volvió a besarle el cuello. Su mirada era de pronto penetrante, mientras decía con la voz más suave que él jamás le hubiera oído en su vida: -¿Te has perdonado, muchacho?
Él miró ese irritable y viejo rostro, y en vez de vinagre lo único que vio fue una abundancia de preocupación y amor, y era por él. No podía asimilarlo, no más de lo que podía empezar a explicar porqué se había detenido allí primero, para verla a ella. Había recibido dos cartas de ella por año, una cerca de su cumpleaños y una cerca de Navidad.
– Le dijiste a tu padre y a tu hermano que no fueran a verte -dijo, todavía palmeándole la mejilla. -Y luego escribiste sólo miserables excusas de cartas durante mucho tiempo.
– No estaba preparado.
– Respóndeme, Jason. ¿Te has perdonado?
– ¿Perdonado?
– Sí, eso es exactamente. Por alguna razón que nadie puede entender, excepto James, que afirmaba comprenderte aunque sabía que estabas totalmente equivocado, te culpaste por lo que sucedió. Son tonterías, por supuesto. Probablemente es una excusa para una inmensa autocompasión porque eres hombre, y el buen Señor sabe que los hombres adoran revolcarse en la autocompasión, beberla a lengüetazos como los gatos hacen con la leche. Lo hacen para que las mujeres que tienen la desgracia de amarlos gasten cantidades interminables de tiempo tranquilizándolos y acariciando sus frentes…
– … y echar té por sus gargantas y pasar por alto sus indiscreciones -dijo Hollis. -Creo que he aprendido la letanía.
– ¡Já! Eres demasiado inteligente, Hollis -dijo la anciana, e intentó golpearlo con su bastón.
Esto era más parecido a la abuela que Jason recordaba. Le ofreció una enorme sonrisa.
– ¿Tienes algo de brandy para echar por mi garganta, abuela?
– Sí, pero me atrevo a decir que preferirías tomar uno de mis bollos de nuez. Estabas pasando, verdad, y los oliste saliendo por la ventana, aunque se supone que las ventanas estén bien cerradas para mantener afuera los vapores nocivos.
– En realidad -dijo Jason, -no olí los bollos de nuez. No he olido un bollo de nuez en cinco años. Vine porque quería verte. Eh, ¿puedo tomar un bollo ahora que estoy aquí y que ellos también están aquí?
Ella se tomó varios momento para sopesar eso… él podía verlo en sus brillantes ojos viejos. Su abuela gritó:
– ¡Hollis, viejo bastón, lleva los bollos de nuez a la salita! Sí, mi muchacho, he decidido que si hay al menos media docena, entonces sí, puedes tomar uno también. Hollis, tu huesuda persona estaba aquí recién. ¿Adónde has ido ahora? ¿Estás dando vueltas por ahí? ¿Intentando meter un bollo de nuez por tu garganta? Apostaré que sí, ya que crees que no diré nada porque mi precioso niño está finalmente en casa. -Su sonrisa brillaba con maldad mientras hablaba. La sonrisa desapareció al mirar otra vez a Jason. -Entonces no deseas responderme, ¿verdad? Está bien por ahora. Quizás es demasiado pronto para que te des cuenta de qué hay en tu corazón.
A Hollis, que acababa de entrar en el salón trayendo el brandy, le costaba creer lo que veía. Su ama estaba tratando a Jason con más afecto del que había tratado a nadie en toda su vida. Había oído lo que ella había dicho, y estaba indignado.
– ¿Permitirá que el amo Jason coma uno de sus bollos de nuez, madame? Nunca antes me ha ofrecido un bollo a mí.
La condesa viuda lo miró de arriba abajo.
– Siempre he contado los bollos de nuez que me traes, sabiendo que siempre se supone que haya media docena, pero rara vez lo es. Sé que muchas veces birlas uno para ti. No intentes negarlo, Hollis. -La vieja dama finalmente asintió, un rizo de cabello plateado cayendo sobre su frente. -Muy bien, Hollis, no te reprenderé hoy. Mira tu rostro… está empezando a parecer el de un monje famélico, más que la semana pasada cuando te dignaste a visitarme con un bollo de nuez faltante en esa encantadora bandeja cubierta. Hmm. También puedes tomar un bollo, pero búscalos ahora o anularé mi ofrecimiento.
La anciana soltó a Jason, golpeteó su bastón un par de veces, un preludio, pensó Jason, a su marcha tambaleante hacia la salita.
Jason observó a Hollis, alto y majestuoso, esos viejos hombros tan rectos como eran cuando Jason se había marchado, caminar por el pasillo a las partes bajas de la casa a buscar los bollos de nuez. Lo oyó murmurando cómo sucedían milagros, que parecía que tendría uno de los bollos de nuez de la condesa viuda antes de morir. Jason se preguntó si Hollis se daba cuenta de que dos doncellas estaban merodeando justo sobre la escalera, preparadas para cualquier ayuda que él pudiera requerir, solicitada o no.
Jason dijo majestuosamente:
– Abuela, ¿puedo ofrecerte mi brazo?
– Desde luego, mi niño. Tiene que ser mejor que sostenerse de Hollis. Ese anciano es tan enclenque como un lirón.